Notas sobre “La calle de la amargura”, después de una conversación con Ripstein
Muy en su papel de cineasta contumaz y despiadado, Ripstein nos agradeció por asistir a mirar su película La calle de la amargura en el célebre Cine Tonalá. El refunfuñón Arturo R. dijo, “vean esto”. Escupió la palabra “esto” con desdén porque, como él mismo ha confesado, no necesita de ningún crítico para que le destrocen sus películas, porque él es el mejor para denostar su trabajo.
Bajo esta premisa, y según la crítica especializada, incluyendo a Ripstein (como crítico de sí mimo y de su obra) esta película no es la mejor en la producción del cineasta. Sin embargo, pese a esto, La calle de la amargura es una obra que vale la pena ver. Tanto por el argumento como por la fotografía. Las actuaciones son buenas (Patricia Reyes Spíndola, Nora Velázquez y Silvia Pasquel representan una trinidad insuperable), pero no más que las características antes mencionadas.
La historia es de sobra conocida: el deseo y la muerte. Una como consecuencia de la otra. Me explico mejor, pasas una noche con unas prostitutas, y antes de dormir, bebes un trago de tequila, ron, lo que estés tomando. El último trago. Las pirujas te han metido gotas oftálmicas para quedar dormido mientras ellas toman tu cartera. Pero se les pasa la mano con la dosis y mueres envenenado.
La anécdota es de sobra conocida porque en el año 2009 dos luchadores enanos fueron asesinados por unas prostitutas que dormían a sus clientes con las dichosas gotas. La noticia fue un escándalo de nota roja, por su combinación de extravagancia, bajas pasiones y crimen que tanto estimula a la opinión pública.
De saber que estas gotas contaminan los hoteles de paso, uno no se las pondría en los ojos, sino más bien en el alma. Para tener el alma podrida como un hotel de paso de la Merced y resistir a los embates de la dura realidad.
Aquello que las putas robaron ese día a los enanos gemelos (misma cama de nacimiento y mismo lecho de muerte) no fue la vida, sino, como he mencionado, el alma. Eso que para los luchadores es importante, porque en este país un luchador sin alma es un abogado. Los luchadores pueden convertirse en ídolos, sin embargo, para los luchadores enanos su única aspiración es divertir y entretener. Estimados y queridos por su tamaño, porque uno siente una compasión extraña por esos seres encogidos que suben a luchar. Dice uno al verlos sobre el ring: son niños. Más bien, parecen niños, pero esos luchadorcitos también cogían. Y así se fueron de esta vida, compartiendo su última lucha con la carne.
Es por esto que aquellas prostitutas, víctimas a la vez que victimarios, también le robaron a la gente un par de luchadores que no hacían otra cosa más que sacar una sonrisa, con su carisma, a los visitantes de las arenas de lucha libre.
Pero las prostitutas no divertían a nadie, y en ese sentido, fueron más víctimas de esta tragedia que los propios luchadores asesinados.
Los enanos son una parte esencial de la historia de lucha libre moderna, sin ellos, no habría un contraste entre lo que deseas ser y lo que somos en realidad. Algo muy parecido sucede con la prostitución en México, salvo que en el camino de la prostitución hay más muertes que en el camino de la lucha libre. Los luchadores eligen su destino, pero las prostitutas no.
El luchador enano encarna el reflejo del luchador de estatura “normal”, a quien imita o parodia. Los enanos son la versión pequeña de un luchador famoso. Por supuesto, también hay luchadores pequeños que interpretan su propio personaje. Entre más pequeños sean, se convierten en ‘mascotas’, término que designa la relación de un luchador de talla común con su versión diminuta.
La guionista Alicia Paz Garciadiego tomó la historia de la muerte de estos dos luchadores enanos, que en la vida real eran La Parkita y El Espectrito (nombres por demás funestos, ya anticipaban el retrato de un final doloroso), y recreó el argumento para convertirlo en una película que muestra un microcosmos que se gesta en las calles más sórdidas de la Merced.
Paz Garciadiego teje a través de la historia de los cuatro protagonistas, las dos prostitutas y los dos enanos, un argumento que oscila entre la miseria y la belleza. Este argumento pasa por la mirada de Arturo Ripstein, uno de los cineastas vivos más importantes de este país, y se convierte en una película de tomas bellísimas que retratan una atmósfera en la que abunda el dolor, la desgracia, la pobreza, y el fracaso.
Garciadiego ha dicho sobre esta película que su intención fue plasmar la relación enfermiza entre los hermanos luchadores, quienes compartían sus pasiones sexuales con la misma devoción con que amaban a su santa madre. Esta clásica madre mexicana, absoluta y violenta, protegía a sus hijos como si se tratara de dos seres inferiores. Y en efecto, lo eran, no por su tamaño, sino por sus pasiones.
Las prostitutas, sin el amor filial que los enanos poseían, luchaban a toda costa por tener el derecho al amor, al cariño, o a lo que más se pareciese a esto.
La guionista se enfocó en una idea: “En la sociedad contemporánea los derrotados no tienen derecho al enamoramiento”. Así lo confesó el pasado martes 17 de enero durante la charla que sostuvo en Cine Tonalá después de la exhibición de su película La calle de la amargura.
Ese mismo evento contó, por supuesto, con la presencia de Ripstein, quien expresó que esta película era atípica. Porque había vuelto a filmar como lo hacía en el pasado, antes de que se inventara la cámara digital. Pero es atípica también, por sus defectos y por sus virtudes.
La calle de la amargura es una densa calle poblada de fantasmas, en donde el crimen no es una consecuencia, sino el orden natural del deseo.