De la inutilidad de los recuentos
Comenzaba diciembre cuando me pidieron que escribiera un texto comentando los libros más chipocludos de 2016; un recuento de recomendaciones como los que se acostumbra publicar cada cambio de año de los libros o los discos o los conciertos o las películas o cualquier cosa a la que podamos endilgarle con cierta facilidad el calificativo de «imprescindible». Reconozco que demasiadas veces me gana la mala costumbre de no contestar como se debe a una invitación —con un «sí» o un «no»— y, de entrada, manifiesto cualquier cantidad de objeciones, que si bien indican que tengo más dudas que certezas, no son una respuesta. Por lo menos no como es debido.
La primera objeción que le pongo a tales ejercicios es que no creo que sea posible establecer con honestidad algo así como «los diez mejores libros del año» o, como pretenciosamente cabeceó The New York Times, «Los diez libros que marcaron 2016». Lo que podría hacer es escoger los diez (o los que sean) que más me latieron de entre lo que leí los doce últimos meses, en el entendido de que si bien fueron los que me dijeron más cosas o me produjeron mayor placer, ello no significa necesariamente que a alguien le puedan provocar lo mismo o siquiera algo equivalente. Vamos, el que me hayan gustado, no significa absolutamente nada más que eso.
Así que podría escribir sobre los libros que más me gustaron, en el entendido que son mis muy personales gustos y recomendaciones. El comentario además podría incluir la explicación de porqué fueron escogidos. Esto resulta aceptable siempre y cuando realmente se trate de recomendaciones (y de que a alguien puedan interesarle). Y tal aclaración viene al caso porque este tipo de ejercicios que se repiten cada año, en realidad no son recomendaciones sino simple y vulgar publicidad disfrazada: es una de las artimañas a las que recurren las editoriales —sobre todo las grandes— para hacerle propaganda a sus productos (otra son los concursos literarios).
Y son precisamente los grandes grupos editoriales los que buscan imponer que tales recuentos contengan puras novedades, pues se trata de promover la venta de lo que a ellos interesa y no de recomendar lecturas que valgan la pena. Así es como los clásicos, esos textos que se ganaron la categoría de atemporales —que se pueden leer cualquier año, pues su calidad no depende de cuándo fueron escritos o editados— no tengan cabida en ellas. Eso sí, a cambio, nos encontramos títulos como Querido lector. No lea, catálogo de una exposición realizada en Madrid que The New York Times destacó como uno de «Los diez libros que marcaron 2016» (¿en serio?).
Además, el carácter de «novedoso» en un libro siempre será relativo: todos —y muy notablemnete los clásicos— son «novedades», pues cada que los leemos nos descubren nuevas cosas, nos llevan a otras conclusiones. Por otra parte, es un hecho que todo el tiempo, por ejemplo aún El Quijote o Hamlet, son novedad para la mayoría. Aquí recordé la vez que un amigo, al regalarme un libro, me preguntó si lo conocía. «No lo he leído», contesté, a lo que repuso emocionado: «¡Qué envidia!». Claro: yo tenía por delante la aventura de leerlo por primera vez, con todo lo que implica. Me ha pasado tantas veces como buenos libros he leído en mi vida.
Así, ninguno de los recuentos de fin de año que revisé incluyó, por ejemplo, algo de Cervantes o Shakespeare, a pesar de que en 2016 se conmemoró el coincidente 400 aniversario de sus fallecimientos. Peor aún: no hubo editorial que anunciara la edición de una nueva traducción de la obra completa de don William (indispensable pues la disponible deja mucho que desear) o la edición de las obras de don Miguel. (Un hecho que refleja tan ridícula situación, es que la FIL Guadalajara, en su celebración del día mundial del libro, hizo a un lado la oportunidad de homenjear al fundador de la literatura en español, a cambio de honrar una curiosidad literaria del siglo XIX).
Y es que la noción de leer algo escrito hace diez o cien o mil años —o de releer— representa una anomalía, la más flagrante violación a la primera regla de la sociedad del desperdicio en que vivimos: «consume y desecha». Los clásicos no se consumen, se leen y —¡vade retro!— se releen. Quizá sea por eso que hoy resulta casi imposible conseguir en las librerías una buena traducción de Madame Bovary, de Flaubert, o de Palmeras salvajes, de Faulkner, o de Bajo el volcán, de Lowry (cuya relectura interrumpí cuando mi viejo ejemplar materialmente se desintegró en mis manos y no he podido reponerlo), que, de entrada, son libros que recomiendo cualquier año.
Y es que la noción de leer algo escrito hace diez o cien o mil años —o de releer— representa una anomalía, la más flagrante violación a la primera regla de la sociedad del desperdicio en que vivimos: «consume y desecha».
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También me gustaría invitar a que lean en algún momento de 2017, aunque haya sido escrito hace más de setenta años, la gran crónica periodística Hiroshima, de John Hersey, suponiendo que lo encuentren. Un libro que leí el año pasado y que no dudo en aconsejar que lean, aunque la edición de Libros del Umbral es de 2005, es Cuaderno de Balthus, donde Guy Davenport propone una brillante, novedosa y poética forma de entender a uno de los grandes maestros de la pintura europea del siglo XX. También me propuse releer en estos días El guardían entre el centeno, de J. D. Salinger, pues mi hija me lo regaló en navidad para reponer el ejemplar que se perdió de mi librero.
Ahora que si de novedades se trata, puedo decirles que este año leí una muy mediana novela de Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas, así que aquí rompo otra de las intocables reglas de oro de los recuentos de fin de año, pues me permito desrecomendarla, o como se diga. O también puedo asumir la típica actitud de las grandes editoriales y, fingiendo que no tengo vela en el entierro, recomendarles un gran libro —y miren que lo es, aunque resulte poco elegante que yo lo diga—, Los extraños reinos: Cervantes y Shakespeare, un singular homenaje a los dos grandes de la literatura, escrito —y muy bien, por cierto— por Fernando Solana Olivares.
Y para terminar dos novedades: la obra póstuma de Günther Grass, De la finitud que, compuesto por narraciones cortas, poemas y dibujos (en ese orden y en partes más o menos iguales), nos ofrece una lúcida y emotiva crónica de sus últimos años. Otra lectura que disfruté en 2016 fue La nariz en Rembrandt, de Michael Taylor, que de manera amena e inteligente ofrece algunas claves para comprender mejor la obra del gran pintor. Por otra parte, este libro irremisiblemente me remitió a otro inconseguible, aunque imprescindible si queremos adentrarnos en la vida y obra del maestro: Los ojos de Rembrandt, de Simon Schama (2002), una obra maestra.
Fueron diez (más la desrecomendación), con apenas cuatro «novedades».