“La finalidad de la literatura no reside en las palabras”: Entrevista con Eduardo Parra Ramírez
Eduardo Parra Ramírez (Ciudad de México, 1970) sostiene, al igual que Tales de Mileto, que todas las cosas están habitadas por dioses. Tal aseveración no es producto de un espíritu romántico sino del malestar de una generación que atravesó el desencanto —de la ideología, de la política, pero jamás de la literatura— para abordar la ira como un elemento de creación artística capaz de subvertir la consciencia. Afortunadamente, para el autor de La ira del filósofo (Premio Juan Rulfo para primera novela 2008) la ira no está exenta de una dosis venenosa de humor. Refractario (Malpaís, 2016) es su más reciente poemario, aunque una versión de éste recibió en 2007 el Premio de Poesía Ignacio Manuel Altamirano. En esta obra el poeta ha diluido la ira para habitar el silencio: “Sin la liturgia de la despedida/ Deshabitar la casa del sonido/ en donde la palabra/ se cansó de sus propias oquedades”. Lejos de ser un escritor iracundo, el poeta nos recibe amablemente en su casa para charlar en exclusiva con Tercera Vía sobre el libro, el silencio que lo obsesiona y los otros temas que también habitan su escritura.
Refractario es el resultado de cierta cantidad de años pensando, escribiendo y reflexionando sobre tres o cuatro temas: la luz, la soledad, el silencio, la proliferación de dioses que hay en las cosas y cómo se manifiestan de maneras misteriosas. El silencio es un tema fundamental en mi obra, por eso es insistente.
Todas las fotos: Annick Donkers
¿Cuál es la relación del silencio con el trabajo poético de Eduardo Parra Ramírez?
Es una relación esencial —en mi modo de entender el proceso literario. El silencio no es una condición, sino una conquista. No es algo que está, o que es, o que se puede habitar, sino algo que se logra en una relación de conocimiento personal: puede haber silencio afuera pero ese silencio no existe si no lo hay también dentro. El silencio que hay dentro de ti y el que hay afuera se comunican, uno llama al otro. Lo que te hace ruido por dentro convoca un ruido de afuera. Considero que una de las formas esenciales de la libertad es alcanzar el silencio y la soledad. Dentro del proceso creativo el silencio es indispensable para trabajar; aparte de eso, reflexionar sobre ese tema es una de las necesidades de esta etapa creativa en la que me encuentro.
Carlos Skliar escribe en el prólogo que Refractario “es un juego de luces y sombras que representan el claroscuro de la vida, del mundo y del individuo” ¿Cómo dialoga el claroscuro del individuo con el silencio del mundo?
La comunicación entre individuos siempre lleva a callejones sin salida, a malos entendidos, a frustración, y entonces esa comunicación se convierte en ruido —parásito de otros ruidos— que siempre te asedia, te atenaza y te pone en crisis. Para mí el ruido implica miedo, perturbación y desorientación; el contacto con los otros siempre pasa por un vacío de ruido. Es una tesis un poco desoladora, porque el idioma no basta para comunicarte. Cuando el idioma no se logra, no se concreta, las palabras son ruido.
Es un lugar común pensar que combatir el ruido sólo es posible mediante el silencio de la poesía.
Se piensa que la literatura en general, y la poesía en particular, están hechas con palabras: esto es un desatino. Las palabras son, usando una expresión de Julio Cortázar, un trampolín psíquico. La finalidad de la literatura no reside en las palabras, éstas son el medio para llegar a mensajes últimos y significativos. Dentro de todas las expresiones de las que se vale el escritor también está el silencio, así como dentro de la música se trabaja con sonidos, con ritmos y con pausas. El silencio es la página donde el sonido escribe, lo digo en algún momento en Refractario. Cuando insisto en el silencio también me refiero a él de una manera metafórica: cuando te desnudas, cuando te despojas de ideologías, del deseo de convencer, de hacer proselitismo, de querer diseminar verdades, cuando pretendes que la poesía sea una herramienta de tu decir ideológico, político, académico, cuando tratas de instrumentar una poética de probada eficacia, en ese momento el ruido te esteriliza. Me parece que uno escribe mucho antes de que las palabras aparezcan en la página, se escribe esforzándose por estar desnudo y por decir las cosas como si fuera la primera vez que alguien dice algo.
El silencio no es una condición, sino una conquista.
¿Cómo se logra abandonar la bandera de la ideología?
Una vía más o menos obvia es el desencanto. Pertenezco a una generación a la que le tocó presenciar ciertos hechos históricos como la caída del muro de Berlín, el fracaso de los sistemas del bloque socialista, el auge de ciertas doctrinas, en los cuales habíamos cifrado nuestras esperanzas con respecto al futuro. Después hubo toda esta crisis, todo este derrumbe y el posterior desencanto. Es importante considerar que las ideas no son estables, no son cosas fijas, siempre tienen desarrollo, se mueven y dependen del contexto en el que se muevan. Las verdades son dinámicas, las verdades no están ahí. Dice el poeta Eduardo Lizalde: “si las cosas quedaran, sin con sólo decirles: tente cosa, se tuvieran, sería fácil, poeta, nombrarlas a tus anchas”.
Probablemente en la medida en que vas reflexionando estos cambios te asumes más individualista, más centrado en tus determinaciones personales. En mi caso, lo que hubo de negación filosófica en relación al pensamiento de esa época fue moverme de lugar con respecto al espíritu, porque yo era un materialista dialéctico, y cada vez más he admitido la existencia del espíritu. Mis preocupaciones han cambiado y creo que una de las ganancias de eso es que he perdido el lastre dogmático.
Siempre hay una cuota de desencanto. Cuando uno empieza a participar en movimientos sociales, en luchas de reivindicación de derechos humanos, sociales, civiles… hay —por qué no decirlo— una encantadora cuota de inocencia. La vida me ha ido llevando a despojarme de esas sucesivas capas de inocencia hasta que queda algo de cinismo, algo de amargura, que es aconsejable no llevar al resentimiento y al odio.
Vivimos en una sociedad de desencantados. El desencanto está en la política y en tantas otras cosas; éste es uno de los grandes problemas de la sociedad actual.
Celebro el desencanto cuando se ejerce de modos que no conduzcan a la esterilidad y a la inmovilidad. Me parece que el desencanto, incluso la ira, son registros emocionales que conviene explorar. Si uno quiere expandir su conciencia, tiene que ejercer a plenitud los sentimientos y las pulsiones que le dicta su naturaleza. Cómo no vas a poder ejercer el resentimiento, el desencanto, si la vida te muestra una serie de iniquidades ante las que no puedes permanecer pasivo. No desilusionarse de la realidad implicaría mirar hacia otro lado, desentenderse de lo que está pasando, considerar que los verdaderos conflictos son los que proponen los medios de comunicación, las verdaderas tragedias son deportivas, ese tipo de cosas. El desencanto es parte de un proceso de maduración.
En ese proceso de desencanto ¿qué papel juega la ira?
Uno muy importante, porque te moviliza. La ira te obliga a sincerarte. Decía [J.M.] Coetzee, “el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda”. Para mí el deseo y la ira son los promotores de la verdad. La furia tiene salidas, hace que avances, que cobres impulso, a diferencia del odio, que te estanca y te aprisiona. El movimiento de la voluntad puede regirse por el amor y por la ira. Incluso hay un punto fronterizo en donde ambos sentimientos ofrecen matices que son muy interesantes de poetizar: la furia, el descontrol a partir de ese fuego; son las potencias de la búsqueda, de la transformación y del movimiento. Me interesan temperamentos como el de Heráclito, que era un hombre indignado, que proponía el fuego como el origen de la naturaleza y como forma de transformación. Y lo asocio inevitablemente con la ira. De todos los personajes literarios, estoy con los inconformes, los rebeldes e incluso los misántropos, porque los encuentro honestos.
En narrativa exploro la vida de personajes iracundos que llegaron a la crisis, a la encrucijada y decidieron salir adelante rompiendo el témpano de su vida cotidiana. Para mí la narrativa significa entre otras cosas hacer evidentes las verdades que palpitan por debajo de la superficie de las apariencias. En el caso de la poesía —al menos en la fase en la que me encuentro— los recursos son más tenues, más sutiles. Abordo incluso la violencia, pero de maneras más diluidas.
Cuando uno escribe, se entrega a una especie de ritual y cumple el pacto con el misterio. La poesía es eso: abordar, abrir la bóveda del enigma para poner en palabras el misterio.
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¿La ira es un canal hacia lo místico?
Cuando se escribe con cierto grado de alteración emocional, puede abolirse la dictadura del raciocinio. Esto a contracorriente de las prestigiadas formas apolíneas de la poesía, muy atenidas a recursos teóricos. Por eso cuando alguien escribe desde el arrebato del espíritu —como lo llamaba Juan José Arreola— está apelando a lo sagrado con su palabra, de una manera que pareciera comunicarse con potencias que uno desconoce. Esta opinión puede llegar a verse como algo hasta esotérico, pero no me parece falso. En el ejercicio creativo la consciencia se asume de formas absolutamente insospechadas.
Sus artículos breves son de un aspecto lúdico verdaderamente opuesto a la ira. ¿Cuál es la conexión entre la ira y el humor?
Hay mucha conexión porque —a diferencia de lo que podría suponerse— el humor no necesariamente es el resultado de la felicidad o de sentimientos positivos. El humor también puede estar cargado de violencia. El cinismo, el sarcasmo, la ironía, la socarronería, son armas incluso más poderosas que aquellas formas del exabrupto. Es muy fuerte lo que tú puedes provocar en una persona mediante el humor. Cuando detrás de la mano armada de humor hay un consciencia indignada y furiosa puede dar cosas realmente muy interesantes. La clave es el buen gusto.
El cinismo, el sarcasmo, la ironía, la socarronería, son armas incluso más poderosas que aquellas formas del exabrupto.
¿Qué tan difícil es habitar la poesía y la prosa?
Más que una dificultad… La persona que balbucea un idioma vive en una especie de desamparo, de indigencia. Porque un idioma es algo muy complejo, que tardas mucho tiempo en aprender a usar –ya no digamos dominar— para altos propósitos. Conocer un idioma implica también conocerte a ti, las posibilidades de tu decir, de tus sentimientos, de tus emociones. Lograr que lo de adentro —que son imágenes y sentimientos sin nombre— puedan salir y queden adheridas a las palabras precisas.
Quien no quiere vivir en esa indigencia de balbuceos, de lugares comunes, de frases hechas, de lenguaje utilitario, académico o empresarial, político, ideológico o de cualquiera de esas cosas que reducen el idioma a un mero servicio, y quiere crear una enunciación propia, personal, expresiva, y en el mejor de los casos, artística y resplandeciente, tiene que contemplarse en el espejo del idioma y penetrar la espesura de la sombra y descubrir qué hay adentro. Al referirte a ese adentro también estás hablando de una casa que creaste (la casa de tu infancia o la casa de tu imaginación temprana).
A mí se me reveló en algún momento la estructura de la casa como la forma idónea donde podía vaciar el contenido de mis exploraciones
Refractario es una conciencia que trata de salir del encierro de su casa, que también es el cautiverio de un lenguaje previamente establecido por otros para habitar esa casa. A esa conciencia se le revela que cada una de las habitaciones representa otras cosas: el ático es luz, es pensamiento, es idea; el sótano es víscera, oscuridad, instintos, sueños; y lo que hay en medio, son diferentes versiones del adentro y el afuera. Por eso a mí se me reveló en algún momento la estructura de la casa como la forma idónea donde podía vaciar el contenido de mis exploraciones, de mis obsesiones: la luz, la sombra, la palabra y el silencio.
Así como habitamos el lenguaje y las palabras, también se habita la tradición. Pero no la tradición entendida como el canon, sino la tradición que uno elije. En Refractario están claros los escritores que ha elegido para dialogar: Rubén Bonífaz Nuño, Carlos Pellicer, Juan Filloy, Octavio Paz… así como los escritores que no evidencia pero que ahí están. Hagamos un ejercicio de imaginación un tanto esotérico, si pudiera conversar con Juan Filloy, ¿de qué conversaría?
De entre todos los escritores que yo venero, con quién más me gustaría conversar es con el viejo maestro Juan Filloy. En primer lugar por todo lo que vivió y conoció (nació en el siglo XIX y murió en el XXI). También porque era un enamorado del lenguaje, un tipo que escribía con todo el diccionario. Él emplea vocablos que ya habían quedado en el vertedero del idioma, los recupera y los pone al servicio de estructuras sintácticas eficaces, seductoras y complejas, que exigen la atención y destreza del lector. Además de todo esto me parece que debió ser un viejo encantador. Me hubiera encantado platicar con él (aunque dicen que era sordo como una tapia) del idioma, y del medio literario argentino en el que prácticamente pasó desapercibido debido a que no ambicionaba los reflectores. Me identifico con Filloy y con todo aquel creador que le dé la espalda a las camarillas y las cúpulas, que renuncie a la mentalidad del mafioso que construye un prestigio antes que una obra.
Filloy representa para mí la libertad que te permite el perfil discreto, el romper puentes con las modas, el tráfico de influencia y la defensa de una comodidad mediocre. Preferible la callada interlocución con el panteón particular de autores. No me gusta pensar en un canon. Al verlo así, eriges un altar que siempre está arriba, inaccesible. Aquí estamos hablando de obras vivas con las que podemos tender puentes, abrir puertas y que son los autores con los que me gusta conversar. Obras tan vivas como la de Pellicer, un autor al que siempre uno está volviendo, que es vivificante estar leyendo y sentir su inteligencia, la manera con la que abrazó a la forma poética y la nutrió. O un tipo tan sensible y tan inteligente como Fabio Morábito, que es un autor cuya obra está en construcción, y que no decepciona. Cualquier libro suyo en cualquier página que tú abras es gratificante. Como un padre al que hay que respetar pero también hay que cuestionar es Octavio Paz. Y así todos los autores que son invocados en Refractario. Los epígrafes no son sólo maneras de anticipar tono y temática de cada una de las unidades del poemario. También se trata de decir: “Estos son los autores con los que este libro discute, conversa y quienes me han señalado modos de abrir los ojos”.
Refractario recibe en 2007 el premio Ignacio Manuel Altamirano pero nueve años después se publica por primera vez en una editorial independiente como Malpaís Ediciones ¿Por qué?
Supe que le faltaba algo, que no estaba diciendo todavía lo que tenía que decir, que no estaba completo
La primera versión que yo consideré terminada en 2007 obtuvo el premio Altamirano de poesía. Ganar ese concurso fue decisivo para el destino del libro, para bien y para mal, porque el premio no implicaba la publicación. El año siguiente La ira del filósofo ganó el premio Juan Rulfo. Eso, junto con compromisos académicos y con mi natural impericia para buscar editores, provocó que la publicación del poemario se fuera posponiendo. Así, el libro se fue quedando hasta el fondo de la pila de cosas que fui escribiendo. Pasaron unos años y lo releí. Supe que le faltaba algo, que no estaba diciendo todavía lo que tenía que decir, que no estaba completo, o que yo cuando lo escribí no estaba suficientemente maduro para permitir que la forma se abriera paso dentro de mí. En resumen, lo repensé y lo transformé. Entonces renació en mí la necesidad de publicarlo, que es una manera de olvidarlo, porque siempre existe la tentación de corregirlo hasta el infinito.
Un inmejorable destino para el libro fue la editorial Malpaís. En poco tiempo este proyecto se ha consolidado demostrando una visión muy interesante. Ha divulgado la obra de poetas que están más bien en el margen. La colección insignia que tiene Malpaís El archivo negro de la poesía mexicana, dio a conocer poetas que permanecían olvidados o poco conocidos. Considero un gran acierto publicar poetas como Ramón Martínez Ocaranza, Carlos Isla, Jaime Reyes y José Vicente Anaya. Además, el trabajo editorial que hacen es muy bello. Conceden la atención a un libro como lo que es: soporte de una obra del espíritu y no como una mercancía.
Resultó una grata sorpresa que Refractario fuera un objeto tan bello. Ello se debió al diseño de Santiago Montes de Oca, la coordinación de Iván Cruz Osorio y las espléndidas ilustraciones de Coral Medrano. Este plan de un tiraje reducido, casi íntimo, en donde cada uno de los ejemplares es numerado y firmado por el autor, dirigido a un grupo reducido de lectores que valoran ese tipo de trabajos. Lectores que buscan. Eso tiene su encanto.