Nuevas politizaciones para nuevos corazones. Hacia una política de lo común.

Estas notas son una aproximación muy general a algunos de los desafíos con los que se encuentran los movimientos en España en el contexto del despegue de la globalización capitalista. Problemas que permiten señalar una inquietud compartida con México: la intensificación del conflicto entre capital y vida y la necesidad de dibujar una política de lo común.

I. Primera década de los dos mil. El cuerpo en España.

Durante años habitamos un desierto político. En todo desierto viven sorprendentes especies animales y vegetales que salpican el paisaje con su presencia. Aunque son parte del mismo y sus organismos suelen acoplarse a los ambientes más diversos, tratar de crecer en entornos hostiles nunca es fácil. Allí, el ruido de las corrientes de viento es permanente, como si nada pudiese interrumpirlas, como si no existiese lugar en el que resguardarse. ¿Cómo dislocar el ruido cuando solo podemos escuchar el mismo una y otra vez? ¿Es posible producir otros sonidos en medio del desierto? ¿Cómo romper el silencio si ya ha sido roto?

A principios de los años dos mil, el movimiento global comenzó a perder fuerza. En muchos sentidos, había sido una bocanada de aire fresco: crisol y esperanza de una nueva organización de las luchas que mezclaba identidades colectivas nuevas. En este ambiente, empezamos a pensar el significado del nuevo Estado-guerra abierto por el neoliberalismo. La pregunta que sobrevolaba era qué hacer para defender la vida, reconstruirla de manera diferente. El deseo: que no estuviese mediada por las dinámicas y valores de mercado que se introducían velozmente en nuestros cuerpos. Nos habíamos contagiado de los zapatistas, de su caminar preguntando, de su palabra encarnada, de su manera de mirar el mundo, y tratamos de sostener espacios desde los que preguntarnos por las nuevas condiciones materiales y simbólicas en las que se reproduce la existencia, así como por las fronteras étnicas, sexuales y funcionales que jerarquizan los cuerpos: centros sociales okupados, oficinas de derechos sociales, redes de apoyo a personas migrantes, procesos de auto-organización colectiva –con trabajadoras domésticas, con personas sin papeles, con mujeres precarizadas–.

Pero, poco a poco, la vida se fragiliza, las fronteras se endurecen y las redes se descomponen. El compromiso político, experimentado desde el voluntarismo, se apaga con el tiempo: ¿Cómo se mantienen los cuerpos en la tensión entre, por un lado, vida precaria, y por otro, política sin referentes sólidos siempre-por-tejer? ¿Cómo pensar la emancipación cuando no solo no están las condiciones dadas para ello –los discursos hegemónicos afirman la imposibilidad absoluta de una alternativa socioeconómica–, sino que los presupuestos que históricamente permitieron hacerlo se han derrumbado? La identificación entre realidad y capitalismo se clavó en la vivencia cotidiana. Parecía no haber salida más allá de algunas experiencias puntuales, siempre inciertas: ¿Cómo vivir cuando la vida misma se deshace? ¿A qué lugar acudir cuando no existe Afuera? ¿Cómo pensar colectivamente cuando apenas queda espacio-tiempo para respirar? El poder se modula en una doble dirección: intensificación en sus formas y extensión en su alcance. Esto significa más territorios sometidos de maneras más violentas. La dinámica de acumulación planea sin freno a lo largo y ancho del planeta. Nuevos complejos de finanzas en los centros urbanos; nuevas colonias marginales en las periferias. Y, al mismo tiempo, una determinada idea de qué es vivir asaltando nuestro imaginario con la fuerza de la verdad: vivir como un proyecto individual que estaría desvinculado de toda dimensión colectiva. La experiencia de la diferencia radical, del Otro en tanto realidad irreductible, pero fundamental, es expropiada por una maquinaria tan perversa como seductora. El capitalismo produce muerte, pero también el goce de satisfacerse a uno mismo permanentemente, la quimera de la autosuficiencia, de no necesitar a nadie para existir y de colmar con objetos o vivencias extremas nuestro vacío. ¿Cómo pelear con algo semejante? ¿Al lado de quiénes hacerlo? ¿Cómo decir «nosotros» de nuevo?

Habitamos un impasse

II. 2011. Cuando solo queda responder al acontecimiento que se abre. El cuerpo en común.

¿Te llegó un SMS anoche? ¡Algo de acampar en la Puerta del Sol! No tiene sentido: habitamos el desierto. En los corazones llenos de normalidad no cabe nada. Es posible encontrar algunos tallos a punto de brotar, pero, ¿qué componer solo con despuntes? Quizá la marcha de ayer fue diferente. ¿En qué? No sé. En la fuerza, en las consignas, en la energía. Más que medir en términos de cantidad, cierta cualidad. ¡Quién iba a decir que unos jóvenes blancos de Europa tendrían poder de convocatoria, exigiendo Democracia Real! ¡Y dicen algo de Juventud Sin Futuro!

¿Cómo? ¿En Europa?

Y entonces las plazas se llenaron. El acontecimiento sorprendió a todo el mundo. Nobody expect the revolution. Alain Badiou afirma que el amor es un encuentro inesperado que no decidimos. No tenemos control sobre él. Es algo que nos sucede: no está determinado por una decisión previa o un cálculo racional. Sin embargo, sí podemos ser fieles a las consecuencias que se abren con dicho acontecimiento. Una de ellas es la posibilidad de ver el mundo desde la diferencia. Ya no solo un Yo-Uno, sino un Dos… o un Nosotros.

Entre otras cosas, las plazas se llenaron de un malestar sin nombre que había crecido exponencialmente ante el conflicto entre el capital y la vida. ¿Qué significa este conflicto? Que vivir es un problema tanto por la amenaza permanente de las condiciones básicas de vida como por el hecho de que no logramos imaginar otras maneras de hacerlo: cuerpos fabricados en un ideal de independencia, en un universo de competitividad, en un escenario multitudinario que realmente nos aísla. Pero este acontecimiento no está marcado únicamente por este malestar. También nos invitó a descubrir las capacidades colectivas, que es la posibilidad de cooperar para cambiar las cosas. Con esta potencia a flor de piel, se empezó a nombrar de nuevo la realidad: «no nos representan», «no queremos ser mercancía en manos de políticos y banqueros», «lo llaman democracia pero no lo es», «dormíamos, despertamos». Pero también había que organizarse. ¿Cómo? Una intuición: no sectarismos, no banderas que separan, no lenguajes excesivamente codificados, no ideologías rígidas, no programas de acción predefinidos. Nuevas metodologías para nuevas batallas.

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Y entonces lo que se consideraba legítimo, tolerable, justo o verdadero empezó a cambiar. El 15M logró lo más difícil en un proceso de transformación: poner patas arriba las creencias profundas de una sociedad, abriendo la posibilidad de mirar el mundo de otro modo. Empezamos a dar forma a un nuevo sentido común.

III. Invierno de 2013. Cuando el neoliberalismo se impone desde arriba por encima de todo, también de las resistencias.

Marchas multitudinarias, acciones, paro de desahucios, cooperativas de barrio, mareas ciudadanas en contra de la privatización de la sanidad y de la educación. El 15M creó un ambiente distinto. Dejamos de habitar el desierto. Los relatos que habían configurado la realidad desde la transición entraron en crisis. Empezamos a preguntar: ¿Qué es democracia? ¿Por qué la vida no es una prioridad en este sistema socioeconómico? ¿Cómo queremos vivir juntas y juntos con criterios de universalidad –una vida digna para todas y todos– y singularidad –dando cabida a las diferencias–?

Al mismo tiempo, los diferentes gobiernos –PSOE y PP– siguen los dictados de la Troika: el pago de una deuda cuya legitimidad está en cuestión se convierte en la prioridad por encima de cualquier otra, los recortes tienen efectos gravísimos sobre la población, la política de vivienda, en connivencia con los intereses de los bancos, lleva a la desesperación a miles de familias, y al suicidio de quienes no sienten que exista solución a una deuda eterna, la represión en las calles contra las protestas se intensifica, la pobreza se sigue extendiendo y miles, sobre todo jóvenes, se marchan del país. Cierta pesadumbre inunda el ambiente. El poder es absolutamente sordo. ¿Es posible detener esta maquinaria de muerte?

Y empezamos a hablar de asaltar las instituciones, de recuperarlas para la gente.

Pero si no creemos en ellas.

¿Sería posible hacerlo de otro modo? No un mero recambio de unos políticos por otros, ni de un partido por otro. Tampoco un líder que someta la voluntad popular. ¿Entonces? Crear una alternativa en la que la experiencia de participación política como acontecimiento que abre nuevas posibilidades –y crea nuevas subjetividades– se mantenga viva. Una iniciativa que desde abajo llegue arriba. ¿Y los líderes? Deberán ser representantes de un modo que en sí mismo exprese la imposibilidad de representar lo social. Una representación fallida, imposible. ¿Cómo sería algo semejante? No se trata solo de discursos sobre la participación ciudadana, sino de que estas iniciativas encarnen dos cosas: por un lado, la dimensión colectiva que les es inherente, pero que debe ser alimentada con prácticas concretas de apertura, desplazamiento de figuras más visibles, métodos de participación directa, etc.; y, por otro lado, un estilo que conecte, en lugar de escindir, palabra de acción, intelecto de cuerpo, política de vida. Ambas, forman parte de una cultura política diferente. No hay posibilidad de pensar el asalto institucional sin esta transformación de la cultura política. Este es el desafío al que nos convocó el 15M. En él, entre otros, resuenan con fuerza los aprendizajes que nos dejaron los movimientos feministas.

IV. 2013-2015. El cuerpo en México

#YoSoy132 fue el último movimiento masivo que sacudió al país antes de las protestas por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Allí se recuperó, aunque de manera momentánea, cierta ilusión. Después: Enrique Peña Nieto en el poder desde 2012. Y una sensación generalizada de derrota. A veces se sienten esparcidas mil semillas. Pero resulta tan difícil saber qué hacer con ellas.

Una experiencia inconmensurable de violencia, muerte, desapariciones, torturas: la vida realmente no vale nada. Judith Butler explica que existe una distribución diferencial de la vulnerabilidad. Esta diferencia permite que unas vidas sean lloradas y otras no. Hay muertes que no nos tocan, cuerpos que no tienen un lugar, pueden pasar hambre, miedo o tenderse sobre una cuneta inertes. Para que esto ocurra, deben generarse previamente marcos de inteligibilidad cultural que posibilitan que veamos y demos valor de manera jerarquizada. ¿Cómo romper con un determinado régimen de visibilidad cuando éste se impone en medio de la impotencia? ¿Cómo hacer que el cuerpo de la mujer asesinada en Ciudad Juárez pueda decirse, nombrarse, y que este acto permita desbarajustar la realidad? Decía una manta en las marchas de Ayotzinapa: «Disculpen las molestias, pero nos están matando».

España, México, mundos tan radicalmente diferentes. Y, sin embargo, resuenan problemas compartidos. La realidad mexicana no puede seguir siendo leída, como a veces se hace desde Europa, en términos del horror unido de manera inevitable a países de la periferia. ¿Y si México, en lugar de un punto y aparte en la historia, fuese el modelo al que tendemos? La definitiva anulación de cualquier límite a la acumulación de beneficio, que implica instaurar como norma la excepción permanente, y que la existencia de la mayoría no valga nada. Dicho en otras palabras, la distinción entre política y economía se elimina, de modo que la vida queda completamente sometida a los imprevistos de esta última. La precariedad tensada al límite; la vulnerabilidad convertida en una forma de gobierno. En este anudamiento, la corrupción, los negocios ilegales, la industria sexual y el tráfico de personas o armas se integran en las instituciones. La forma antigua de Estado se descompone en una amalgama de instancias de las que participan paramilitares, narcotraficantes y políticos. Ya no estamos ante instituciones que ordenan y disciplinan, sino en la permanente desestructuración del vínculo social, llevada a su máximo extremo, que amenaza la misma posibilidad de vivir. Sentimos que no hay lugares seguros y que algunos son literalmente espacios donde esperar la muerte.

Habitamos un escenario bélico.

V. Hacia una política de lo común

 En este contexto, el poder deviene capacidad de mercantilizar la existencia en su conjunto, de separar unas vidas de otras, fragmentándolas e insistiendo en la soledad. Los cuerpos son sujetados a través de un ideal imposible, el de ser entidades independientes; y las enfermedades del alma, como expresiones anímicas de un sistema que se hace insostenible, serpentean nuestra realidad; en este contexto, en el que lo contingente y lo precario no son ruptura, sino norma, redundar en las diferencias, no deja de ser un modo de ahondar en el aislamiento producido por la misma dinámica de los mercados. Para revertir esta situación, es necesario buscar no lo que nos separa, sino más bien lo que nos une; no partir de lo que somos, sino de lo que podemos llegar a ser. Se trata de una apuesta difícil, pero apasionante en busca de lo común. En esta apuesta, como dice Gilles Deleuze, mantenemos algo del mundo propio al tiempo que producimos resonancias compartidas. Singularidad y vida común. Diferencia que deja de ser indiferente en el marco de lo compartido.

Pero, ¿qué queremos decir cuando hablamos de vida común? Existen dos posibles respuestas. En la primera, lo común es una suma de lo que ya hay: se trata de una adición de identidades o realidades preexistentes, como cuando trazamos una alianza puntual entre distintos movimientos sociales. En este caso, el momento de la alianza puede permitir algo nuevo, pero al partir de sustancias predefinidas, la posibilidad de transformación subjetiva es menor, así como mayor el riesgo de construir una comunidad cerrada sobre sí. En la segunda, lo común es un proceso en el que entramos en contacto con otros, y en el que necesariamente nos vemos afectados, transformados, y cambiamos en el transcurso del propio trayecto compartido. De este proceso no salimos incólumes: dejamos de ser lo que éramos y llegamos a ser algo que no nos esperamos. Esta segunda acepción exige un acto de generosidad política que muestra que lo más importante no es mantener la fijeza de la identidad previa, sino estar abiertos a la relación con lo diferente. Para poder realizar este viaje compartido son necesarias una política de la escucha, que permita producir conexiones entre muchos, y una política de la invención, que permita crear nuevas realidades. En otras palabras: en los tiempos en los que el conflicto entre capital y vida se intensifica es necesaria una política que recupere la dimensión colectiva de la existencia y que afirme criterios ético-políticos alternativos con los que pensar el mundo. Una política de lo común que permita preguntar: ¿Cómo queremos vivir juntas y juntos? ¿Qué puede constituir una buena vida hoy?


En el desierto, habitan pequeñas especies animales y vegetales que van poblando de otro modo los territorios. Vidas que tienen la capacidad de conectarse entre sí para transformar los paisajes. En ellas, crece lo imposible. Y aunque a veces cueste escucharlos, allí, laten nuevos corazones.

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