Crónicas desde Catar 2022: La invención sin fundamento y la cabecera norte

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García*

El juego es universal porque sus reglas son sencillas y en su ejecución puede habitar el mismo fuego creativo. Un partido nunca es el mismo porque unx nunca se baña en el mismo río dos veces. Se puede disfrutar jugar en el llano, así como se puede disfrutar jugar en el Khalifa International Stadium; en ambos la felicidad se esconde en el regate, en el engaño, en que el balón pase la frontera de las dos mochilas, de las dos piedras, de la portería. Pero sus implicaciones cambian según nuestra mirada, según nuestros pasos que al tiempo que siembran fuego, siembran semilla.

La línea de 5 que Irán colocó para defenderse de Harry Kane, Raheem Sterling y el cerebro de Mason Mount duró poco; después de media hora de juego los goles llegaban como llegan las desdichas. El 6 – 2 duele en los riñones, en la memoria, en el orgullo y en el juego; pero la selección de Mehdi Taremi y Milad Mohammadi prevalece en las gestualidades que parecen nimias, pero que por lo mismo, hay que ponerles atención: no cantar el himno de su país en protesta por el asesinato de Mahsa Amin –por no seguir los códigos de vestimenta islámicos– se vuelve poderoso, significativo y desafiante. Afortunadamente no están solos: su afición –que portaba playeras y letreros– apretaba las mandíbulas y los puños en las gradas de un país que tampoco acepta brazaletes con la bandera LGBTQ+.

Si en la cumbre (si siempre se busca ser éxtasis, es necesaria la reivindicación del silencio, de la caída y del abismo) del neoliberalismo, a una de las cerveceras más grandes del mundo no se le permite vender su producto en el mayor evento deportivo del globo, entonces hay que poner atención. Los atisbos luminosos de que el mercado no es intocable se vuelven punzadas amargas porque la resistencia viene de una monarquía. El dinero que el patrocinador del Mundial está perdiendo por no vender cerveza lo capitaliza el emirato como poder político. Y el eterno retorno, el terror de la repetición: ¿qué batalla elegir? ¿Enfrentar al libre mercado o a una monarquía? De momento, salir a la calle a jugar, a tomar de nuevo la calle con el juego creativo, porque para derrotar a los grandes metarrelatos está todo lo institucional. Afortunadamente para salvarnos a nosotrxs mismxs, estamos nosotrxs mismxs.

En un país en el que el fútbol se volvió una prioridad apenas la década anterior –precisamente después de la reunión del 2010, según Mediapart, entre Nicolas Sarkozy, Michel Platini y Tamin Ben Hamad Al Thani– y en el que la clase trabajadora e inmigrantes viven en las afueras de la gran metrópoli, ser aficionado de tu propia selección se vuelve un juego que carece de fundamentos. Los aficionados locales visten las playeras de cualquier selección, pero con más constancia la de Argentina y la de Brasil. Tal vez este año sea un parteaguas en la historia del fútbol en Catar, de tal manera que en en los próximos veinte, en una sistema en el que 48 equipos (o más) estén clasificados para la Copa del Mundo, el país pueda tener una afición propia que no apueste por el mejor colocado en las estrategias de marketing.

Fanáticos mexicanos en las inmediaciones del Estadio 974. Foto: Icnitl Ytzamat-ul Contreras García

Al Estadio 974 llegaron 39,500 personas, de las que tal vez más de 30,000 éramos mexicanxs, en el primer encuentro de la Selección Nacional contra Polonia. Nos reunimos en la Flag Plaza y caminamos en caravana hacia el estadio entre cumbias, sombreros, banderas, porras, bocinas de vagonero del Metro y en completa sobriedad. –¿Es posible vivir en un estadio pleno de consciencia aquello que busca abstraerse de la realidad?–.

Soy un privilegiado por haber visto el partido en la cabecera norte, sin un lente encuadrando lo que se quiere que se vea, sin un comentarista susurrando su criterio y sus lugares comunes con diez adjetivos cada dos minutos. Ver el fútbol en el estadio me permite escuchar el golpe del botín contra el balón, ese balón que tantas veces me sacó el aire de niño y al que le tuve miedo. Me permite ver ese rectángulo verde en perfecto estado y reconocer el parado del equipo. Cantar y alentar. Sufrir y tensarme. Festejar el regreso de Jesús Gallardo en un contragolpe, la atajada de Guillermo Ochoa justo detrás de su portería y su agradecimiento a la banca porque estudiaron a Robert Lewandowski, porque hicieron su tarea y funcionó. Me permitió ver el desgaste y el ingenio de Alexis Vega, la confianza con la que entró Uriel Antuna, el liderazgo de Edson Álvarez en la salida y ver cómo al final se juntaron en el medio campo para ir a los vestidores, en equipo, porque no hay otra manera de hacerle frente a Argentina.

El Estadio 974 era una caverna de la que salían ecos y estruendos primitivos, porras y cantos de aliento. Exigencias y gritos de indignación. Ver el juego desde la grada es también detestar a la grada, que cree que los jugadores, que el técnico les debe algo. Hacerse cargo de las propias responsabilidades es saber que la reciprocidad es necesaria, pero que las expectativas y falencias son de uno y no puede recargarlas en los 11 que salen al pasto a jugar con un balón. La afición mexicana se jacta de ser local en cualquier lugar del mundo y sí, ayer los cantos polacos eran sepultados entre arena mexicana, pero ser local es también ser anfitrión: tratar bien a tus invitados y a tu casa. Si con el menor error o en el momento complicado, te vuelves contra los tuyos, entonces el verbo te queda más grande que tu aparente cariño, que la aparente lealtad.

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* Publicado originalmente para Gaceta UNAM | Replicado en Tercera Vía con autorización de su autor

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