Y que Dios me bendiga: Javier Valdez
Como si ya advirtiera la muerte. Como si la vida le fuera solo un instante concedido para ejercer el oficio.
Tengo la impresión de que escribía como desesperado, como si quisiera devorarse la sintaxis de un solo bocado en las historias que recogía, esas historias de los caídos en desgracia.
Javier Valdez nació para construir una huella profunda en su vocación. Puedo imaginarlo siendo niño, observándolo todo, desde esa mirada taciturna y traviesa que jamás lo abandonó.
No puedo, ni quiero, recrear el momento en que las balas intentaron tumbarle su eterno sombrero. No tiene cabida aquí la descripción de su cuerpo sobre el asfalto. Me concierne describir más bien su sonrisa, el humor punzante que le hacía poner sobre la mesa sus frases más espontáneas.
Y reía como un gato sobre la noche que enseña su dentadura: aguzado desde la urdimbre del próximo día, los diversos temas que le rondaban la entraña para desmenuzarlos a la primera oportunidad. Casi siempre fue la desgracia de esta humanidad en sus muchas regiones deshumanizada.
En nuestros encuentros, cinco o seis a lo sumo, Javier me describía a la perfección el organigrama de la desolación, me recorría con sus versos por demás poéticos y devastados, la más pura tristeza de lo que dentro de su memoria y emoción cargaba.
No puede haber duelo sin funeral, no puede haber sepulcro sin cuerpo presente, me advertía al narrarme sobre las voces de esas señora madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. Las madres que no dejaban ni dejan de luchar por ese nombre que un día les extraviaron.
Hoy hace dos años que nos miramos para dentro y entendemos que seguimos huérfanos de Javier Valdez.
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Tengo la certeza, más bien la intuición, de que Javier supo que lo iban a matar. Por eso desde hacía tiempo traía a colación, como despedida en sus conversaciones, la frase Y que Dios me bendiga. Lo decía tal vez como un deseo auténtico, y quizá también nosotros asumíamos que una vez más Javier jugaba a la ironía para hacernos sonreír.
Cada vez que el recuerdo se me encaja como un trinche en la memoria, veo a Javier frente a una taza de café, en la plaza donde conversamos respecto de su oficio. Lo escucho con su hablar pausado, como si deseara decirme Apréndetelo bien.
Quizá lo único que he aprendido de Javier, es que el amor le irradiaba en la mirada, hablo de ese amor para con los suyos, su familia, sus amigos. Y su oficio.
El oficio que defendió con los dientes, el oficio del cual pudo hacer una pausa, buscar un receso, aislarse y dejar que el tiempo acomodara las cosas. Porque sabía sobre la gravedad del suelo que pisaba. Los pasos que asechaban contra sus palabras escritas.
Sin embargo nada se puede hacer contra la pasión que irriga vocación. Nada se puede urdir ante el compromiso que siempre le corroía el alma a Javier.
Javier supo desde siempre que el periodismo Se hizo para contar lo que otros no quieren que se sepa. Me lo advirtió también en conversación. Supo que alguien debía hacerle frente a la crueldad social que inventa el narco, el sistema político, la desazón que invade a las familias en cuya lista de integrantes faltan uno o dos o tres.
Hoy hace dos años que la muerte nos cimbró, nos sigue cimbrando. Hoy hace dos años que nos miramos para dentro y entendemos que seguimos huérfanos de Javier Valdez. Huérfanos del narco.