El placer del sufrimiento ajeno
Es muy común que al leer una noticia sobre un presunto criminal que fue abatido por un justiciero en un intento de asalto, las reacciones de no pocos lectores sean de satisfacción, burla y felicidad. También cuando aquellos que están en contra de la tauromaquia se enteran u observan, que fue el torero y no el toro quien salió herido en la corrida, los comentarios irónicos, las mofas y las expresiones de aprobación, no se hacen esperar.
En México, hace poco menos de dos meses, la tragedia de la explosión de una toma clandestina de gasolina, en Tlahuelilpan, Hidalgo, desató este mismo fenómeno. Algo que el filósofo Nietzsche etiqueta como “humano, demasiado humano”.
Resulta complicado definir como justo que un civil que estaba robando gasolina, se quemara por completo en la explosión, y días o semanas después muriera en un hospital. Parece un pago exagerado perder la vida y sufrir de tal manera, cuando la deuda se resume a un acto de oportunismo, imprudencia e ilegalidad. No obstante, para algunas personas, el bienestar que produce el sufrimiento ajeno, va más allá de la equivalencia jurídica y moral entre el perjuicio y la pena por cometer dicho acto.
El dolor es la moneda con las que se pagan las deudas. Sin importar la naturaleza del daño, el producir dolor generalmente satisface el mal recibido. Robo, engaño, chantaje, traición, mentira, desobediencia; en cualquier caso, el deseo de asestar un golpe o de abofetear al transgresor, es casi una reacción natural. El padre que corrige a su hijo con el cinturón y el ladrón que es azotado en una plaza, toman como base el mismo principio. El sufrimiento es un precepto tan añejo, que la humanidad se ha servido de métodos e instrumentos, cuidadosamente diseñados para cumplir con este fin.
Sobre qué tan inmersa está tal disposición en la cultura, se puede apelar al cristianismo. El mito cristiano se cimienta en el sacrificio y sufrimiento que padeció Jesús, como pago de los pecados de la humanidad. De nuevo, sin importar la clase de pecado o la falta cometida, el derramamiento de sangre y el padecimiento de la carne son la forma precisa de retribuir el adeudo ocasionado. Incluso, algunos creyentes sostienen que después de la muerte, para quienes fallecieron como pecadores y no reconocieron el sacrificio de Cristo, habrá un lugar donde habrá lloro y crujir de dientes.
El sufrimiento pocas veces causa indignación, esto sucede solo cuando a juicio del espectador, el martirizado es inocente. Si se presta atención, no es complicado percatarse de que no es el dolor lo que genera enfado, sino el criterio que sugiere que dicho dolor es justo o no. Mutilaciones, palizas, azotes, decapitaciones, desollamientos, muertes en hoguera, etc. ninguna de estas crueles prácticas aterra por sí misma, lo que aterra es si la víctima lo merece o no.
El gozo que provoca el padecimiento del deudor, del ser ajeno; es de tal magnitud, que la humanidad tiene una añeja tradición de espectáculos y fiestas alrededor de crueldad. El optimismo puede llevar a la creencia de que una exhibición de esa índole, tiene como objetivo la advertencia, sin embargo, es poco probable que hoy en día, quienes buscan material gráfico y audiovisual de una tragedia como la mencionada, lo hagan con el afán de conocer, aprender y saber cómo sucedieron las cosas, lo hacen porque se disfruta, porque tal vez Nietzsche tiene razón, es algo humano, demasiado humano.
1 comentario
Me gustó mucho el marco con el cuál analizas el concepto, Jonathan. Me haces pensar en la función de ‘lo justo’. Tienes razón, es sorprendente el grado de normalización y la capacidad alcanzada para causarlo🙄🙄🙄