Encarar lo que nos mira: crónica de una visita fugaz a Ciudad Juárez

I

El desierto visto desde arriba me recordó la locura de Amalfitano. En 2666 Roberto Bolaño nos coloca en la ciudad de Santa Teresa, trasunto de Juárez. Cuando vi por primera vez sus calles cada detalle se parecía a lo que me había imaginado. La altura de las casas, la uniformidad del cielo, lo seco del pasto, lo árido hasta en los colores.

Extrañamente me sentí a salvo en la ciudad, incluso como si la ciudad no fuera ella misma otra forma desértica. Hache me dijo que es porque no conozco a la gente del desierto, que es la más solidaria. Yo cuando lo vi, tan uniforme y solo, me imaginé las búsquedas de las mujeres. Los cuerpos con las ropas cambiadas para confundir, enterrados, desenterrados, hechos pedazos. Pensé que las búsquedas eran lo árido. ¿Cuáles búsquedas?, me preguntó Hache. Y pensé que quizá ya nadie buscaba.

II

Pocos días antes estuve en una galería en otra ciudad. Entre todo, vi una foto de una mujer posando, exuberante y sobre todo valiente, sobre unos mosaicos en medio de un baldío. Se trataba de Andrea sobre la Discoteca La Madelon (2016) de Teresa Margolles, quien fotografió a un grupo de mujeres trans trabajadoras del sexo en Juárez. Cada fotografía muestra a una de ellas sobre una pista de baile: sobre las ruinas de los clubes nocturnos y las discotecas donde trabajaban.

Una chica de la galería nos contó entonces que el gobernante en turno había impuesto la demolición bajo la promesa de algo como un corredor cultural. Alguna vaguedad que suena como limpieza social. También nos dijo que esas mujeres, dentro de aquellos muros, estaban protegidas por toda una red que ya tampoco existe. Que despojadas también del trabajo, protestaron. Que algunas ya no viven. Que al final no construyeron nada ahí.

III

Sergio González Rodríguez escribió una crónica sobre los asesinatos en serie en Juárez: Huesos en el desierto. Dicen que Sergio y Roberto eran amigos. Que Bolaño la leyó y que, entre otras formas, así se documentó sobre el norte de México. Que nunca visitó Juárez.

No he leído la crónica así como no he leído más a Bolaño. No faltan muchas páginas para la parte de los crímenes.

IV

Le pedí a Hache que me llevara a la avenida donde estaban los clubes nocturnos. No muy lejos del centro, que es estrictamente el norte, vimos que la policía había cerrado una calle con la típica cinta amarilla de precaución. Hache me dijo que hacen eso cuando matan a alguien. Parece que es cosa de todos los días. Me cuidé mucho de no mirar la escena, el cuerpo, lo que hubiera alrededor. De no mirar lo que quizá me mira.

Caminamos por la avenida y vi que habían construido una especie de parque que en ese momento se veía muy vacío. Algo artificial, forzado, en el diseño me recordó al nuevo mercado Corona en Guadalajara, construido después del incendio del viejo. A unas cuadras, de cualquier manera, me topé un baldío. ¿Será? Mientras caminábamos, Hache me contaba historias sobre bares de antes y sobre coches-bomba en la zona.

Dimos la vuelta por ahí y vimos la entrada del Puente Santa Fe: la frontera con El Paso, Texas. Hache me dijo que mirara la cruz de clavos. Al principio no la encontraba, no la podía ver. Caminamos para acercarnos y esquivando los autos la tuvimos enfrente. Le hice unas fotos y me pregunté si no estaba cayendo en turismo de la memoria.

La cruz lleva un letrero que dice ¡Ni una más! Detrás, un fondo rosa con clavos negros. Atados a ellos están los nombres de mujeres asesinadas o desaparecidas en Juárez. Leí una nota sobre la cruz y decía que a muchas de ellas no se les ha hecho justicia. Pero ¿qué justicia puede hacerse para alguien que no está? Hache me dijo que antes había muchos nombres más. No fue la justicia, sino la intemperie, la que se los llevó.

Un letrero de “feliz viaje” o “feliz estancia” se sostiene del otro lado de la frontera. De este lado, “Fabiola”, “Deisi”, “Marisela”.

V

Fuimos a tomar una cerveza. Hache me contó que el lugar de enfrente no era de fiar. Que una noche fue y que un señor de otro bar, que la conocía, le dijo que si le pasaba algo no lo dudara: que lo buscara inmediatamente. Entramos adonde se sentía en confianza para pasar el último rato de mi visita fugaz.

Conversamos sobre la frontera, sobre el racismo, sobre el grotesco papel de los militares gringos como objeto sexual. Yo le conté que en las redes sociales de citas que funcionan por proximidad geográfica la gente de El Paso prefiere no cruzar. Algunos porque les han dicho que los asesinatos han vuelto a crecer en número. Otros simplemente porque temen hacer una fila de dos horas para que los dejen plantados; eso, sólo eso temen, porque son fuertes y dicen que pueden defenderse.

Miré la fotos que había hecho. El nombre: Marisela. Los apellidos… ¿Los apellidos? Antes de partir le pedí a Hache que volviéramos para buscarlos. Marisela Escobedo Ortiz, asesinada hace diez años, un mes y algunos días. Supe de ella hace ocho. De ella y de Rubí, su hija, cuyo asesino fue localizado por Marisela y confesó tanto el crimen como el lugar donde se habían sepultado sus restos. Cuyo asesino aun así fue puesto en libertad por “falta de pruebas”.

Me pregunto ahora si vale decir aquí el nombre del asesino. Si no habría de escribir más bien sobre Marisela y sobre Rubí. Si los relatos de guerra no hablan demasiado sobre los que matan y muy poco sobre los que resisten. Pero hay que exponer la maquinaria de muerte: Marisela murió no sólo por alzar el nombre de Rubí, sino también por señalar el de Sergio Barraza.

VI

En el viaje de regreso leo un texto de Iván Ruiz: Esquelas y necrologías visuales. En él analiza una fotografía de la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje de Fernando Brito. Un atardecer hermoso, cálido, cobrizo. En el tercio de abajo: un cuerpo asesinado, inerte; los materiales (¿papeles?) que señalan evidencias en la escena del crimen. Retrato precioso de un relato horrible: Ruiz plantea que no se trata de estetización de la violencia, sino de la imagen difícil de tratar de “una perversión corporal que, aunque no queramos ver, nos mira”.

Después de mi caminar por la aridez de la ciudad, de mi cerrazón a mirar una escena del crimen, me pregunto si algo que nos falta como colectivo es encararlo nosotros también. Encarar lo que nos mira aunque lo que nos mire sea la muerte. O aunque ni la muerte encare a aquello que nos mira.

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