Palabras de tu cuerpo
Por Roberto Acuña
Escribir es difícil después de encerrar con candados a la escritura, es complicado cuando el tiempo cae en el olvido, pero bastan unas palabras, ni siquiera un párrafo, unas palabras y de pronto se desboca la escritura y con ella la vida nos perdona un poco.
Pensamos que al cerrar el grifo o al secar el río todo terminaría, pero el agua tiene la memoria de sus caminos, la lluvia no deja de caer, alguien, en alguna parte, lleva a cabo un sacrificio por todos nosotros. La palabra sabe la forma de su escritura y toda escritura es personal e intransferible, incluso más que las huellas digitales. Más que el rostro la escritura contiene nuestra forma, es el vaso y el agua, en ella nuestro primer sueño y nuestra muerte sin fin.
¿Cuál es la mía? En qué infancia se encuentran mis letras, hay tanto por decir y que no quiero, y me lleva…, me lleva siempre porque las palabras, a pesar de tanta cultura, son un potro sin dueño, un hervidero que de pronto estalla, el hormiguero que va mordiendo el falo hasta hacerlo rijosamente insoportable.
La escritura es libertad y deseo, y la libertad y el deseo tienen su propio orden. Escribo, recorro un bar con los nuevos amigos, recuerdo los viejos, los rostros, las mujeres que se miraron en mis ojos y yo en los suyos mientras las cervezas no dejaban de caminar por nuestros cuerpos. Recuerdo las playas y la oscuridad de ciertas calles, los pastos donde la dicha era negra como el aliento, las fiestas, los baños destrozados, los cuartos desamurallados por el deseo de sentir el final del mundo. Palpo, huelo los cuartos de hoteles donde dejé mis huesos, veo el INE perdido y hallado en “La paloma”; los vidrios que nos reflejaban en las lascas de lo que éramos en ese entonces. Recuerdo tu boca en el corazón de la música y mi odio por los Beatles y el gusto de mi olfato por tus axilas y el lamer…, cómo me gustaría lamerte entera.
Tengo la edad de los perdedores y la de los sueños que se van cumpliendo. La derrota es una victoria que no aceptamos, hija ilegítima de nuestros deseos, pero nuestra como el olor del sexo al amanecer en un cuarto que desconocemos y parece que hemos habitado siempre como el espejo, ese espejo que no queremos voltear a ver porque nos revela toda nuestra desnudez, es monstruoso verse al completo, es monstruoso que un espejo nos muestre el santo y seña de lo que más odiamos y de lo que más nos pertenece. Me gustaría que me estrujaras con cariño hasta destrozarme. Amor mío, te amo ahora, dinamitemos el mundo con nuestros cuerpos, dinamitemos lo que resta del día, dinamitémonos ahora que las palabras no terminan de manar y que tú eres posible como mi mano, como mi lengua que dice tu nombre ahora que la palabra es una epifanía y una verdad incontrastable.
Me gustaría apretarte la cintura y después bajar mis dedos por tus nalgas. Me gustan tus nalgas, que lindas son tus nalgas son como cabritillos…, no, no lo son, son como tú, como tu vida reposada, como la almohada en que despiertas, como este sueño de palabras que bajan sin sentido por tus caderas, descaminadas, enfermas, aunque no muy perdidas. ¿Qué fiebre hay en tus nalgas?, o ¿es en mi boca?, dónde ponerla ahora que mi lengua sólo sabe palabras de tu cuerpo.
Soy un perro borracho que olfatea tu sexo, que marca los postes de tu olor y rasga con sus patas la carne viva de este día que te ha depositado en mi verga, en este dolor que de tan claro es una epifanía, una caricia que escalda más la rabia por tenerte abierta y en guerra. Penetro un infinito que empieza y termina en el orgasmo, penetro la constelación que te nombra y letra a letra engarzo el alfabeto donde tú y yo somos posibles.
Siempre es un orgasmo quien nos conduce a la palabra, escudriñamos un eco como quien intenta provocar un gemido. Te busco como si buscara las monedas restantes para completar las seis horas de hotel, te busco para ser feliz, para hacerme de unas palabras que alivien un poco los ríos y las muertes de este invierno, para hacerme de una palabra para calentar la noche.