El 68, una memoria interminable.
Es necesario retraer la memoria, hablar de ellos cómo si quisiéramos acurrucarlos en las manos de una historia que nunca ha dejado de lastimarnos. A 50 años de lo sucedido la Plaza de las Tres Culturas se difumina en ese nostálgico e irreal sentido de la muerte.
El 2 de octubre ha tomado su lugar en el centro ceremonial de las consignas: aún se oyen sus pasos llenos de justicia sobre las calles, la “peligrosidad” de sus mitines relámpago siguen siendo parte de la imaginación colectiva, sus sueños aún cuelgan con estridencia en los tendederos de las casas, el correr furioso sigue siendo la elocuencia de los que buscan liberarse: ustedes organizaron también los frutos de la esperanza.
¿ Cuantos estudiantes asesinados se necesitan para empezar a sentir más solo este país?
Atraemos los recuerdos, los sonidos petrificados de las balas, la permanencia hegemónica de un tiempo que no nos pertenece. El rondar violento de las imágenes, la oscuridad tan fría de los cadáveres, el rumor bellamente terrorífico del poema de Sabines qué desde siempre nos persigue con un silencio de miedo:
“Habría que lavar no solo el piso; la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos, que nadie llore,
que no haya más testigos.”
Al filo de la Plaza un rumor lleno de pervesidad nos evoca, el viento se desplaza amargamente mientras a la tarde le crecen rupestres banalidades. Con lentitud miro al cielo esperando la señal que desordene el limpio vuelo de las mariposas para después caer abatido por las balas del desencanto. Hace 50 años fueron ustedes quienes le dieron vida a los otros: perpetuos sean en la rebeldía de su pueblo.
No voy si no es con ustedes,
a reconstruir la historia,
a contarnos, a resarcir
las heridas del México
denuestros tormentos.
El olor pútrido de la historia nos hace hundirnos, el beso frio de las rocas que de algún modo se siguen llenando de sangre. ¿Por qué no ir de rodillas a la Plaza de las Tres Culturas?: sería una bella necesidad de sufrimiento.
La raíz de un mundo se desplaza cómo serpiente en el centro de Tlatelolco: rituales cotidianos en el transcurrir desolado de esta ciudad. El 68 es un dolor de país de esos que por necesidad nos han de perdurar eternamente.