Roxana Méndez #VocesVioletas
#VocesVioletas es un espacio semanal dedicado a compartir poesía escrita por mujeres de México y Latinoamérica.
Roxana Méndez (El Salvador, 1979). Es Licenciada en Idioma Inglés con especialización en Traducción y Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Es poeta, narradora y traductora. En 2012 obtuvo el Premio Alhambra de Poesía Americana para obra inédita en Granada, España. En su país obtuvo el premio Gran Maestre de Poesía en 2003, así como certámenes nacionales de narrativa y poesía infantil. Ha publicado los libros: La lluvia de 1979 (Poesía, Ed. Valparaíso, España, 2018); El libro secreto (Poesía infantil, DPI, El Salvador, 2017); El cielo en la ventana (Poesía, Ed. Valparaíso, España, 2012); Clara y Clarissa (Narrativa, Alfaguara Infantil, 2012); Mnemosine (Poesía, DPI, El Salvador, 2008 y Ed. Bombadil, Suecia, 2011) y Memoria (Poesía, Universidad Tecnológica, El Salvador, 2004).
Ha sido incluida en antologías de poesía como: El canon abierto (Ed. Visor, España, 2015); Humanismo Solidario (Ed. Visor, España, 2015); Theatre under my skin (Ed. Kalina, 2014); Poesía ante la incertidumbre (Ed. Visor, 2013); La poesía del siglo XX en El Salvador (Visor, España, 2012); Puertas abiertas, (Fondo de Cultura Económica, México, 2011) o La herida en el sol (Universidad Nacional Autónoma de México, 2008).
A continuación presentamos una breve selección de su obra poética:
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El huracán
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Era octubre y ambos corríamos
bajo la tormenta,
las nubes grises eran colinas
de hierba envejecida sobre nosotros,
los charcos en el suelo brillaban
como los ojos de los peces.
Y decidimos no volver,
decidimos detenernos bajo la lluvia,
volvernos un instante en la tempestad,
un residuo del cielo,
la palabra final de un rezo silencioso.
Como bañistas de otro tiempo
de pie a la orilla del mar,
nos volvimos del color de la niebla.
Una escena en grises y blancos.
Ausentes incluso de nosotros,
ni siquiera notamos
alrededor
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el mundo
que desaparecía.
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Recuerdo de la sombra
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No estoy sola, esta sombra
en la que me hundo,
posee la profundidad de mi cuerpo.
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De algún sitio abajo
o arriba, una cuerda
me sostiene para no caer
en mí misma, en el fondo, más abajo
que las raíces de los setos
que me rodean.
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Por eso no estoy sola,
no en este día
que me acompaña esa de abajo,
tan joven, tan simple,
tan lleno de tocados su cabello,
tan ágil, tan volátil
como una abeja de gas
que se enciende solo con el aliento.
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Por eso no estoy sola, caen
sobre mí los abrigos
que perdí cuando niña,
que perdieron
todas las niñas
de mil novecientos ochenta y tres
en las estaciones
del mundo.
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Una voz
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Hay una voz lejana que me llama,
y no sé si es la brisa que en la aurora
advierte que estás lejos,
que los rostros se exponen al olvido,
a la blancura de lo que se extingue.
Solo sé que me buscas sin mirarme,
que pronuncias mi nombre por la noche,
en sueños, al lado de lámparas que filtran
luces entre las sábanas.
Sé que deambulas entre las siluetas
de gente que no existe.
También sé que te escondes,
que buscas el silencio,
que imaginas la piel que alguna vez palpaste.
Sé que buscas la altura de una frente más baja
más joven, más ausente.
Y no sé más, solo sé que los sueños
deciden
cuánto deben quedarse.
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Hay una voz que llega cuando acaba la noche
te miro y me despierto.
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El instante, la vida
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He tenido una buena vida:
una guerra de diez años
y tres terremotos
que echaron abajo la ciudad
y cumplieron la profecía
de la abuela,
quien meses antes
nos había anunciado
la destrucción terrible
con una voz que era la misma
con la que nos contaba
los dulces cuentos
donde todo era del color
de las avellanas secas.
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Pero he tenido una buena vida,
apacible, sentada
a la mesa en el patio,
o escondida
entre los sacos de maíz,
a la espera de que las detonaciones
cesaran, de que las voces
cesaran, protegida en la oscuridad
donde el mosquito
era un murmullo
que me hacía dormir.
El mosquito cuya picadura
no causaba la muerte.
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Pero he tenido una vida buena,
un amor verdadero y brillante
como oro que ha adquirido
la forma de un broche,
un búho de grandes ojos blancos,
prendido siempre
bajo mi blusa, y por ello
una gota de sangre
es lo que queda
del pasado, una gota
suspendida
como un planeta frío.
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Pero he tenido una buena vida,
una vida donde la guerra
y el amor
han durado
los mismos años.
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Una donde la muerte
me ha visitado poco,
y donde he visto el mundo
y he escuchado
los sonidos de las grandes
aguas y los enormes
valles, donde los cascos
del caballo criollo
y el venado me muestran
su extraña diferencia.
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He visto y olvidado
lo que he visto
y he vuelto a asombrarme
con lo que había sido
asombro una vez.
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No me quejo.
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Las aguas siguen
abrazando mis pies,
aferradas con toda su tibieza
a la brevedad que poseo.
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Una carta de amor
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Necesito una mano tibia
y una historia contada
por un rostro que aún no he conocido,
un rostro
aparecido de pronto
tras una puerta
que diera hacia un jardín
donde todo parece
más breve y más oscuro.
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Necesito unos ojos
mirando al sol sin titubear.
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Necesito las sombras
de miles de palomas
temblando en el agua
de una piscina.
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Necesito una carta de amor,
sílabas frescas
y una cama sin término.
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Necesito el nombre
más exacto de la luna detenida
sobre la colina consumida por un incendio,
y el valor para repetirlo
y deshacer el mundo,
este mundo donde no queda música
que no hable del olvido.
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El horizonte, que inicia siempre
bajo una gaviota,
acaba en la profundidad
del ojo y no del cielo.
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Estamos solos
este instante del tiempo
y de la vida.
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