El problema no es el millennial
Por Mónica Vargas, Le Nakawé
Nací hace 35 años en una esquina del Tercer Mundo. Crecí viendo a mis padres trabajar duro y no fueron pocas las veces en las que debía quedarme sola, o al cuidado de alguien más, para que ellos pudieran ir tranquilos a cumplir con sus deberes laborales; todo eso entre calles en las que explotaban bombas y trasmisiones televisivas en las que los políticos prometían acabar con “el flagelo del narco”, del que luego nos enteramos, muchos de ellos hacían parte. Soy colombiana.
Por ser del 83, según la mayoría califico como millennial, es decir, de la generación del milenio –pasa que aún no hay consenso sobre las fechas, algunos dicen que somos los nacidos entre 1980 y 2000, pero otros dicen que es desde 1984-. Me (nos) describen como floja, débil y pretenciosa. Me (nos) acusan de creerme mejor que mis jefes y querer vivir una vida loca, sin ataduras ni compromisos, de relaciones superficiales; además de esclava de los dispositivos digitales y adicta al mundo virtual y sus redes sociales.
No tengo casa, ni carro, ni me interesa por ahora. El dinero que he ganado en los trabajos que he tenido me lo he gastado en viajar.
Soy (somos) una gran preocupación para los estudios de mercadeo porque, sí es innegable que los hábitos de consumo han cambiado. Por ejemplo yo, ya tan entradita en años, no tengo casa, ni carro, ni me interesa por ahora. El dinero que he ganado en los trabajos que he tenido me lo he gastado en viajar. Tampoco tengo marido y sí, en vez de hijos, una gata. Eso puede cambiar a futuro. Todo puede cambiar a futuro.
Pese a la “flojera” que debería caracterizarme, trabajo desde los 18. Empecé en una cadena de comidas rápidas gringa en la que debía asar hamburguesas, lavar trastes, limpiar mesas y letrinas, y atender clientes que a veces no eran tan amables. Ganaba poco y perdía mis fines de semana pero, por alguna extraña razón, creíamos que eso era mejor que quedarme en casa mirando al techo y sin ganar ni un solo peso. Eso pasada la Perestroika, lo que le abrió la puerta a esa cadena de restaurantes para llegar hasta la Plaza Púshkinskaya, en pleno centro de Moscú.
Pero el Muro de Berlín –del que, curioseando, encontré un pedacito en un cajón de una mesita en la que un tío guardaba ese y otros tesoros- no sería lo único que vería caer. De adolescente fui testigo de cómo se derrumbaron las Torres Gemelas en Nueva York y, en parte gracias a eso, cómo después caían las bombas sobre Afganistán. Además de los muertos televisados, tanto fuera como dentro de mi esquina tercermundista, se vino una recesión económica que además de pánico generó escases. Crecimos en medio de eso y, sin embargo, ahora osan llamarnos débiles.
Luego, cuando entré a la universidad a estudiar comunicación social y periodismo, seguía trabajando, esta vez en un call center en el que me contabilizaban el tiempo que gastaba yendo al baño; también mal pago y con jornada los sábados. Digamos que celebré que me quedara el domingo, que perdí otra vez fungiendo como reportera. La labor del periodista implica malos salarios y peores horarios.
Pero temo que no es algo exclusivo de las salas de redacción. En uno de esos tantos eufemismos de los nuevos tiempos –en los que el “progreso” y el “desarrollo” son más importantes que el agua y la vida, por ejemplo– la “flexibilidad laboral” hizo de la precarización la bandera de las empresas. Millennials o no, somos un número fácilmente reemplazable. Detrás de nosotros hay miles de curriculums vitae esperando a ser llamados, por eso la queja, o el señalamiento de una que otra injusticia, no son la mejor opción.
En mi esquina tercermundista, por ejemplo, la vida vale muy poco y terminar con algunas de ellas se justifica con facilidad.
A mi esquina tercermundista, al tiempo que caían las torres llegaba un mesías de mano firme y corazón grande que quitó el pago de las horas extras y las bonificaciones a las que teníamos derecho por trabajar los domingos. Todo eso con la excusa de generar más empleo, lo que nunca sucedió. En el periódico en el que inicié mi carrera, en el que pasé cerca de cuatro años y que muchos califican como el más importante de mi país, sacaban gente cada tres meses. Las oleadas de despidos generaban un ambiente incómodo y tenso, no solo porque todos esperaban a ver quién sería el siguiente sino también porque los que quedaban terminaban con el doble y hasta el triple de la carga laboral.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año alrededor del planeta cerca de 800.000 personas, muchas de ellas millennials, se quitan la vida por culpa de la depresión y la ansiedad. Algunos dirán que este mundo no está hecho para los débiles, flojos y pretenciosos con baja tolerancia al fracaso. En mi esquina tercermundista, por ejemplo, la vida vale muy poco y terminar con algunas de ellas se justifica con facilidad. Pero temo que no es algo exclusivo de mi esquina.
Las generalizaciones siempre serán peligrosas. Ni todas las mujeres son iguales, ni todos los hombres cortados con la misma tijera. Tampoco pueden meternos en una única bolsa a los que nacimos en un rango determinado de tiempo para descalificarnos. La culpa no es del millennial sino de un sistema que es cada vez más hostil con los humanos, cada vez más precario y criminal. No perdamos de vista que en medio de la incertidumbre económica y laboral, entre otras presiones propias del neoliberalismo, no son pocos los que toman la decisión de suicidarse, y también para eso hace falta fortaleza.
1 comentario
Lo has condensado muy bien, el problema no son las “burdas” (y tontas) etiquetas que usan los medios de “desinformación” masiva, si no del sistema que hace que muchos se vean como una amenaza, y no como lo que realmente somos, una promesa.
Un abrazo