Brujería y contracultura jotas
Hace unos días participé en una presentación del libro Brujería y contracultura gay de Arthur Evans, publicado por primera vez en inglés en 1978 y en castellano en 2015. El año pasado se publicó una edición latinoamericana por Pensaré Cartoneras que incluye un prólogo colectivo. Éste trata de aterrizar el texto de Evans, que versa en principio sobre una historia que sucede en Europa, aunque también es la historia de un genocidio donde una religión ancestral o natural fue aplastada por el cristianismo. Es importante tomar nota de que el propio Evans intentó trazar paralelismos entre esa historia y la colonización de África y la de la tierra que llamamos América. En este texto trato de recuperar los apuntes que presenté y que conversamos en Cuerpos Parlantes, un espacio feminista autogestivo en Guadalajara, como un exhorto a retomar los trabajos de pensamiento, afecto y magia a que anima el libro.
Algo que atraviesa el documento entero es la referencia a las distintas manifestaciones de una religión natural, o a distintas religiones naturales que tenían un núcleo común, diseminadas por Europa o por el mundo entero en los pueblos catalogados como primitivos. Evans narra que ese núcleo común incluía un papel muy especial para las mujeres, quienes solían oficiar los ritos espirituales, así como se fundaba en el uso del sexo como ritual (orgías públicas) y permitía o incluso exaltaba prácticas homoeróticas y de travestismo. Se trabajaba la tierra y la relación de los humanos con los otros animales y el resto de la naturaleza no estaba atravesada por una jerarquía antropocéntrica (ni androcéntrica). Dado que el sexo no tenía un papel exclusivamente reproductivo, se utilizaban anticonceptivos y en muchos casos se practicaban abortos.
Evans critica cómo los relatos de la historiografía dominante suelen reducir estos cultos a rituales de fertilidad, y a lo largo del libro muestra cómo la posición de los historiadores hombres, blancos, europeos y heterosoexuales produce una lectura de la historia que no sólo es racista, sino falsa. Él, por su parte, cuenta que había dos deidades muy especiales que en cada territorio recibían nombres distintos. Diana (Astarté, Tanit, Ma, Afrodita, Isis…), la Gran Madre, y Dionisio (Cernunnos, Herodias, Robin, Baco, Osiris…), un homo dios cornudo. Evans cuenta que es probable que sus cuernos salieran de las cabras y otros animales cercanos a la gente de entonces, que tenía una relación completamente distinta con ellos al grado de adorarlos e integrarlos a sus dioses.
Con la llegada de los invasores romanos se destruyó mucho de la religión ancestral, pero ésta resistió. Incluso resistió a los embates del cristianismo durante siglos, o llegó a mezclarse con él. En todo caso, los cuernos de Dionisio se convirtieron en una imagen del diablo, y el inquisidor español Tomás de Torquemada llegó a afirmar que Diana era el demonio. Así, la inquisición y la historia dominante convirtieron a la religión natural y al paganismo en herejía y brujería.
Tras numerosas formas de tortura las adoradoras de la Gran Madre eran forzadas a “confesar” una adoración al demonio que a la fecha sigue horrorizando a muchos incautos que quizá se asustarían más de las prácticas de la Inquisición aprobadas por uno u otro papa… Las acusaciones de “homosexualidad” (o sodomía) y de herejía estaban tan entremezcladas que no es posible diferenciarlas con claridad, e incluso había quien argumentaba su inocencia frente a la herejía defendiendo su “heterosexualidad” (esposa, hijos…). De cualquier forma, Evans menciona que no hubo un solo caso de exculpación por parte de la Inquisición. Quienes no confesaban eran torturados hasta confesar o eran asesinados, quemados en la hoguera… Quienes confesaban podían tener la gracia de la piedad cristiana, que se traducía a dejarles “vivir” encerrados a base de pan y agua.
Las dinámicas de la tortura y de la confesión recuerdan, o más bien le preparan el terreno, a la psiquiatría. Hacer valer la realidad como poder y hacer valer el poder como realidad, dirá Foucault cuando hable de la función psi. Foucault que, para bien o para mal, queda fuera de toda mención del libro y de su bibliografía, sumamente críticos con la academia y la universidad. En todo caso, no es arriesgado decir que las brujas de un tiempo son las locas de otro. Y vale considerar, al menos, el planeamiento de las compañeras feministas sobre los feminicidios en México como una nueva cacería de brujas.
El cristianismo y las religiones patriarcales, además de contravenir el núcleo de las religiones naturales, van aparejadas con el militarismo, con el antropocentrismo y, como consecuencia, con el colonialismo e inclusive el industrialismo: la necesidad de una mediación industrial para satisfacer nuestras necesidades de vida. Hay un momento en que Evans narra una historia rápida de Estados Unidos y cómo está atravesada por esto: la doctrina Monroe, el destino manifiesto, la misión encargada por Dios de poblar y civilizar toda América. Que, por cierto, el propio Evans no puede escapar de su posición y termina por mencionar a México cuando habla de América central y del sur, no de Norteamérica. Pero no tiene sentido pedirle todo a un solo texto o autor, y una crítica útil es la que rescata lo provechoso a la vez que aprovecha las grietas para decir algo más.
Algunas feministas asociarán de inmediato la temática del libro de Evans con Calibán y la bruja de Silvia Federici, donde se destaca que el despliegue del capitalismo requirió no sólo de la explotación de mano de obra esclava americana y africana, sino de mujeres de los tres continentes forzadas al trabajo reproductivo e invisibilizado. Me parece que combinar ambas lecturas es un gesto potentísimo que abre, de nuevo, las alianzas posibles entre los feminismos y las mariconerías. Ambos textos dejan claro cómo el patriarcado, el colonialismo y el capitalismo tienen una relación muy íntima y cómo ninguno, a estas alturas, puede ser abordado cabalmente sin pensar los otros dos.
“Estos invasores europeos aniquilaron las culturas de los pueblos nativos con los que se encontraron […], y prestaron especial atención a barrer del mapa sus sagrados travestis gays [sic]. El oro y los lingotes de plata robados a los pueblos naturales fue devuelto [sic] a Europa, donde sirvió de base para las expansiones financieras de los negocios europeos. En los siglos sucesivos, los europeos blancos esclavizaron a millones de personas provenientes de las culturas naturales para proveer de la fuerza de trabajo necesaria para sostener al creciente monstruo industrial.”
Recordé una visita de Rita Segato en que le preguntábamos cuál era el papel de los hombres racializados en el ejercicio de dominación de los hombres blancos. Nos respondió que se trataba de una bisagra, de un puente entre los dos mundos que facilitaba tal dominación. La postura de Evans me parece muy similar: aquellos sitios donde ya había una cultura patriarcal (aztecas e incas) la dominación pudo fluir de una manera distinta. Es curioso pensar en los hombres racializados como esta bisagra cuando tradicionalmente se ha hablado de una mujer, la Malinche, como la traicionera que permitió la dominación española.
En cuanto los colonizadores europeos llegaron con los pueblos originarios de América, de Aztlán, de Abya Yala, trataron de inculcar en sus habitantes vergüenza por sus propios cuerpos (en algún momento del medievo los europeos no se duchaban, lo que produjo cantidad de patologías cutáneas…) y en especial hacia el norte, mucho del esfuerzo colonial consistió en erradicar a los indios para repoblar la tierra con blancos. (Curioso: uno de los motivos para la independencia de Estados Unidos fue su oposición a Inglaterra que estaba en contra de erradicar a los indios del Oeste porque quería seguir explotando sus “artesanías” de pieles.) Esta perspectiva de control poblacional recordará a algunos los planteamientos de Foucault sobre la biopolítica y el racismo. Pues bien, en esta misión civilizatoria de los gringos Evans mira una explicación, al menos parcial, a la heterosexualidad compulsiva que promovían.
No sé qué tanto Evans se enteraba de Foucault o discutía con él, y me parece muy valioso su esfuerzo de escribir un libro fuera del academicismo, accesible y potente. Pero también me parece potente el intento de leer lo que a la luz de ambos se esclarece. En su historia breve de Estados Unidos, Evans habla de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) y de su listita de “enfermedades mentales”. Nos cuenta cómo ésta surgió de un contexto militar, pues tales “enfermedades” eran impedimentos para participar en el benévolo sacrificio que implica el ejército:
“La sociedad americana [sic] considera a los hombres que interiorizan estos valores dotados de una salud mental admirable. Pero este es el concepto de salud mental que sustenta la guerra. Cuando llegan las órdenes, estos saludables hombres están listos para matar a otros hombres siguiendo dichas órdenes.” [217]
De vuelta a la Inquisición y a los discursos sobre la herejía y la brujería, no hay que perder de vista la economía política involucrada ahí. Evans cuenta el caso de los Caballeros Templarios, que fungían como una suerte de banco, quienes fueron acusados de herejía cuando Felipe IV necesitó retirarles sus privilegios. En 1310, Felipe lanzó “acusaciones póstumas de conjura, apostasía, asesinato y sodomía contra el Papa Bonifacio VIII” por razones políticas asociadas a un impuesto que Felipe trató de imponer. De cualquier forma, el siguiente papa actuó como secuaz del rey y no fue necesario continuar con el caso del papa anterior, que fue cerrado.
Con todo esto pienso que hay algunos puntos que no han cambiado tanto. El papa actual ha recomendado a los padres de niños con “tendencias homosexuales” acudir a un experto (léase: un psiquiatra). En México y en Francia se convoca a manifestaciones por la familia (o por “todos”, como en La manif por tous) que, en nuestro caso, pueden tener detrás a los intereses de nefastos personajes de la iglesia católica, como apunta Jenaro Villamil. Y, no podemos dejar de preguntarlo: ¿quiénes se benefician de que las mujeres sean criminalizadas por abortar mientras la gente se debate sobre lo moral o inmoral de hacerlo? A la vez: la resistencia continúa. No podemos pasar por alto la dimensión decolonial que implica la despenalización de la homosexualidad en la India frente a la ley victoriana de 1861.
Brujería y contracultura gay no es precisamente un manual de hechicería, pero sí que al final hace una exhorto a la magia, a recuperar ciertas conexiones entre nosotras mismas y con el resto de la naturaleza, a vivir un sexo más gozoso y menos culpable, más provechoso y menos (re)productivo. Hace un exhorto a buscar la autonomía voluntaria y de la salud, y a prescindir de instituciones que no siempre han parecido necesarias; pienso aquí en Gustavo Esteva diciendo que necesitamos comer, aprender y sanar, más que secretarías de educación o salud.
Pero, sobre todo, creo que Evans nos exhorta a recuperar vidas vividas con magia. Aquí quiero hacer eco de otros discursos a los que muchas hemos aludido: vidas dignas de ser vividas, vidas dignas de ser lloradas. En tiempos donde la guerra se hace para perpetuarse y no para ganarse, hay que buscar metáforas distintas a la esperanza, que confabula con la espera, como dicen otros amigos. Para eso sirven las pequeñas luces, las luciérnagas a las que alude Didi-Huberman. Pero también la magia que rescatan brujas como Arthur Evans.
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