¡Miedo! En los Estados Unidos de Trump
Aaron Schlossberger sale corriendo. No encuentra muro que lo proteja, ni escapatoria posible o a la vista; así que toma su paraguas y se parapeta tras él. Huye. Nunca se lo imaginó; por su mente jamás cruzó la peregrina idea de que, algún día, tendría que poner pies en polvorosa en su propio país. En su propio país. Pero esta mañana lluviosa todo había ido para mal. Todo era tan raro; todo fue tan rápido.
Un incongruente y ridículo gorro de estambre protege su cabeza. La prenda desentona con el traje impecable, la camisa blanca y la corbata discreta. El uniforme rutinario. Aquél inusual remate tiene un objetivo claro: ocultarlo, mimetizarlo en el cosmopolita y muy populoso paisaje de Nueva York. La noche anterior, todo Estados Unidos, y buena parte del mundo, supo de la existencia de Aaron -Schlossberger es un apellido demasiado largo para abusar de él-. Pero supo algo más, algo vergonzoso: su intensa vocación racista.
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Orgulloso de las facciones angulosas de su rostro, Aaron, prototipo del abogado neoyorquino, nunca sospechó que sus bien delineados pómulos y mentón fueran exhibidos con tal intensidad. Mucho menos anticipó el contexto en que lo harían. Un video fue suficiente para lanzar al estrellato mundial a un orgulloso representante del racismo anglosajón. “Su personal está hablando español a los clientes cuando deberían hablar inglés -dijo en inglés Aaron- (…) Esto es Estados Unidos ¡Yo pago para que puedan estar aquí! Lo menos que pueden hacer es hablar inglés”.
El exabrupto histérico de Aaron ocurrió en una cafetería, donde, según la oficina del censo, cerca de la mitad de la población habla un idioma distinto al inglés. Un verdadero triunfo de la pluralidad, y una desgracia para el supremacismo blanco.
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Aquella lluviosa mañana, los reporteros del New York Post acorralaron a Aaron al salir de casa; la misma mañana en la que fue expulsado de sus oficinas por sus expresiones racistas. Un par de fotógrafos y un ácido reportero -“¿A qué edad decidiste ser racista?”, preguntó- lo sorprendieron. Si Aaron no conocía de las consecuencias de su “pequeño” desliz mediático, esa mañana las calculó en sus exactas dimensiones.
Debió ser una mañana ajetreada, por lo menos. Sus colegas le repudiaron, se quedó sin oficina ni trabajo, y un par de políticos -Adriano Spaillat, senador demócrata, y Rubén Díaz, presidente de El Bronx- presentaron una queja formal contra Aaron ante el Comité Disciplinario Departamental del Sistema Unificado de Tribunales de Nueva York.
LOS NÚMEROS DEL ODIO
Donald Trump no sólo es el presidente de los Estados Unidos, también es una dolorosa consecuencia de las muchas grietas que surcan el mapa social norteamericano. A la Casa Blanca no nada más arribó un candidato cuestionado, de vagas ideas y modos abruptos. Al corazón del poder político estadounidense llegó un discurso, una ideología, toda una narrativa del mundo, su composición e historia, que se finca en la anulación del otro, del diferente.
Las palabras no sólo son palabras; también representan ideas, conceptos, intenciones, modelizan sentimientos y recrean ambientes y contextos. El vocabulario de Trump, sobre todo el que empleó cuando hablaba de migración, no era uno especialmente conciliador. No. La migración, y sus múltiples y muy complejos caminos, arrancaron a Trump las peores expresiones y propuestas. Como el muro, por ejemplo.
De acuerdo con el Southern Poverly Law Center (SPLC), un observatorio dedicado a vigilar y denunciar los actos violentos inspirados en el odio, en Estados Unidos existen 954 organizaciones de variada membresía, dedicadas a fomentar discursos de odio. Desde neonazis, hasta supremacistas blancos, sin olvidar a organizaciones contra la diversidad sexual o el centenario Ku Klux Klan, todos estos grupos tienen en común dividir a la sociedad en dos polos irreconcialiables: ellos y nosotros.
Entretejida con aquella mixtura de odio, rencor y zafiedad, los grupos antinmigrantes cobran un papel particularmente relevante por su influencia y brillo mediático. El SPLC tiene registrados 22 grupos antinmigrantes. Del 2016 al 2017 -año en que Donald Trump llegó a la Casa Blanca-, estos grupos aumentaron su membresía: de 14, en el 2016, pasaron a 22 en el 2017. Se trata de grupos influyentes y, según el observatorio, con “aliados cercanos en la Casa Blanca, el Departamento de Justicia de los EE. UU. y el Departamento de Seguridad Nacional”.
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Lamentablemente para Aaron, el furor que levantó su descollante aparición en las redes sociales no sólo acrecentó su popularidad, también lo hizo vulnerable. Poco a poco, su rostro protagonizó otros videos. Al parecer, la carrera de Aaron en las filas del racismo era más robusta y completa de lo que se creía. Todo un veterano del odio racial. Allá aparece con una gorra roja en la que se lee: Make America great again -¿les suena?-; más allá, Aaron le grita a un supuesto extranjero: “Eres un maldito y feo extranjero. Así que jódete”. En estas apariciones, y en otras también captadas en video, Aaron luce pletórico, feliz. Pero el rasgo que mejor describiría su actitud es que se le veía satisfecho. Aaron era un hombre satisfecho.
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Aquí, ante los fotógrafos, el halo de satisfacción desaparece. Aaron luce asustado, desconcertado. Aquél hombre orgulloso de su fenotipo no atina más que a resguardarse tras su paraguas y quedarse quieto en una esquina. Inmóvil. Ahí, agazapado, es presa fácil de los fotorreporteros del Post. Su indefensión atrae a otro hombre que, a pocos centímetros de su rostro, dispara varias veces la cámara del celular.
Ya no queda mucho del orgulloso supremacista. El patetismo de su actitud recuerda a aquellos niños preadolescentes que, sorprendidos en falta, quedan inmóviles y silenciosos frente al regaño. Aaron ya no es un hombre satisfecho. No parece avergonzado, sólo asustado. Aaron es un hombre asustado.
VIVIR CON TRUMP
Carmen no se llama así. Me ha pedido no revelar su verdadero nombre. En otro momento, quizá, no habría tenido empacho en verlo publicado. Pero estos no son días felices para los mexicanos que viven en Estados Unidos. Carmen prefiere ahorrárselo por razones prácticas y personales.
La familia de Carmen tiene cinco años en Estados Unidos. Llegaron a un estado del norte hacia el final de la administración de Barack Obama. Su esposo, ingeniero, fue contratado desde México por una empresa que le pidió trasladarse a Estados Unidos. Con él se fueron Carmen y su hijo; más adelante tuvieron una niña que nació en México, y que ahora vive con sus padres y hermano.
Carmen me cuenta emocionada los primeros años de su vida en Estados Unidos, periodo en que logró concluir una carrera técnica vinculada a la medicina; entonces, Donald Trump era sólo un empresario bravucón que protagonizaba, de cuando en cuando, bochornosos episodios en la prensa amarillista. Nadie auguraba el papel que jugaría años después.
“Cuando no había llegado el presidente Trump, no sentía tanta diferencia, tanto racismo ni nada. Como que todo el mundo estaba muy chill, y como que todos entendían la diversidad. Posterior a eso, incluso empezando la campaña electoral, fue cuando se comenzó a notar el racismo en la gente. Supongo que muchas de las personas que piensan como Trump se sintieron apoyados, y entonces fue cuando se empezó sentir más racismo en las calles. Sí se sintió diferente”.
Fue miedo, según Carmen, lo primero que sintieron durante el desarrollo de las campañas por la Casa Blanca. “Muchas personas empezaron a sentir miedo. Al principio todo el mundo lo veía como una burla (…); pero sí se sentía en el ambiente un poco de incertidumbre, porque Hillary Clinton no se sentía tan fuerte como se esperaba. Obviamente, lo que no se esperaba era tanto racismo”.
“Ya cuando él (Trump) empezó con toda su campaña, nos dábamos cuenta de que había muchísima gente dividida, que había muchísima gente que se sentía como alejada, fue cuando empezamos a sentir más racismo en la gente. Incluso en los coches se veía gente con letreros: Make America great again; mucha gente tenía leyendas en su coche que decían ‘regrésate a tu casa’. En la escuela de mi hijo tuvieron una plática y se le solicitó a los niños que no hablaran de política dentro de la escuela”.
Inevitablemente, al círculo social y familiar de Carmen se colaron las campañas presidenciales. “A mí -relata- me tocó una tía con la que tuve un serio roce, porque aun siendo mexicana, nacida en Puebla, apoyaba completamente las políticas de Trump, y me parecía una estupidez, porque ella llegó de Puebla buscando una mejor oportunidad, como muchos”.
A ella o a su esposo, amigos y conocidos les pidieron disculpas por las expresiones del candidato republicano, sin embargo… “También había gente que me comentaba que ellos estaban de acuerdo con Trump, que nosotros a lo mejor no lo entendíamos, pero que a ellos los habían dejado atrás por proteger a los migrantes”.
Para Carmen y su esposo la situación se tornó lo suficientemente complicada como para evitar el tema de la campaña con sus amigos. Pero eludir el tema no fue suficiente. “En la escuela, mi hijo se sentía un poco inseguro (…), él escuchaba a sus compañeros hablar y escuchaba a quienes sus papás iban a votar por Trump. Luego él me preguntó: ‘oye, mami, y si gana Trump ¿nos tendremos que ir de aquí?”.
Entonces, Trump ganó.
“Se sintió mucha incertidumbre. Se sintió miedo, mucho. Incluso para nosotros que tenemos una visa de trabajo, porque él (Trump) ya había comentado que harían cambios migratorios. Cuando él empezó a mandar policía del ICE -la policía migratoria- (…) la gente no salía ni siquiera a comprar, iban de su trabajo a su casa porque tenían miedo”.
Un año después, me dice Carmen, la incertidumbre continúa.
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Aquí está Aaron -¿lo recuerdan?-. Parece que lo peor ha pasado, pero no se engañen. Todavía faltan un par de sorpresas para este abogado destronado. Una más incómoda que la otra. Aaron camina con la misma ingenuidad del peatón gratuito, el que nada más camina por el puro regocijo del paseo. Hasta parece disfrutarlo; seguramente, después del ajetreo, el anonimato de sus lentes negros y ese maldito gorro de estambre le sientan bien. Para su mala fortuna, un camarógrafo improvisado lo identifica. El disfraz –Aaron viste una playera roja y un desgastado pantalón de mezclilla- no es eficaz.
Primera sorpresa. Las reacciones de Aaron son desconcertantes, o, mejor dicho, incongruentes. Aaron actúa como quinceañero asustado. En este nuevo capítulo, sin paraguas que lo oculte, Aaron corre. El camarógrafo se detiene en su presencia, le lanza un grito: “¡shame!” -vergüenza-. El abogado se desboca en una carrera vertiginosa hasta perderse de vista.
Segunda sorpresa. Apenas se tuvo noticia de Aaron y su explosión histérica contra el idioma español, se convocó a una manifestación de desagravio frente a la casa de Aaron. Tocó un mariachi. Cantaron el “Cielito lindo”. Y, claro, les pagaron en dólares. Nadie sabe para quién trabaja. Ni siquiera Aaron.