“Como todos, formo parte de una casta suicida”: Alejandro Tarrab

Alejandro Tarrab (Ciudad de México, 1972) ha publicado uno de sus trabajos más profundos: Caída del búfalo sin nombre. Ensayos sobre el suicidio (Malpaís/ Mantarraya Ediciones, 2017). El libro explora uno de los temas fundamentales de la vida o, como decía el filósofo Albert Camus, “el único problema filosófico realmente serio”. A partir del suicidio de su abuela, y de su mejor amigo, el autor se pregunta si él mismo forma parte de una casta suicida.

Mediante esta pregunta, la caída hacia la reflexión es tan honda, que se puede comprender en dos dimensiones: la racional y la espiritual, en términos literarios, esto se traduce en ensayos que también pueden leerse como poemas en prosa. “La caída está irremediablemente asociada con el suicidio. Los dos, suicidio y caída, son los actos más extremos de libertad y evanescencia”, expone Tarrab. Al finalizar el libro, muchas frases rezumarán en nuestra memoria, como ésta: “El suicidio es un acto de esplendor”.

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A continuación  presentamos un fragmento de Caída del búfalo sin nombre, seleccionado por su propio autor:


Resabios negros. Notas escritas a cuatro manos

 [En glosa, en el original tachado]

A mis hijos en la dispersión.

 

A mis hijos que caminan en la carne,

_____

_____

yermos, apacentándose a sí mismos. A mis hijos

 

errantes y despiertos en la oscuridad nuestra y reservada.

 

 

A mis hijos hijos maniatados,

ahogados en el alcohol negro de mi leche.

 

*

 

 

Milnovecientos setenta y siete. Estoy en el halo de un sol que se apaga, montada en un pez voluminoso y rojo cuando llega la noche. Las ciudades no fueron arrasadas. Siguen cayendo hojas de los nidos y los pájaros retornan a su causa, sólo que son otras brozas, otros zorros férreos y rapaces.


 

Seres que no presenciaré.

 

Por supuesto hay transeúntes cantando “la cuerda floja” en Canton, sosteniendo sus paraguas en Seattle ante la lluvia ácida, por supuesto hay niños portentosos hablando en lenguas contra los muros de Daraa, pequeños peces púrpura migran riendo a través de tus dedos morados, por supuesto hay cuerpos policiacos acallando, torturando a las sobrepoblaciones del mundo (los veo, llevan motorolas en los hombros, despiden estáticas y ceniza), por supuesto hay vestidos de organza en Missouri, toros árticos tirados sobre las praderas en Mongolia, mujeres ciñendo sus puños con vendajes de lino para boxear en Santa Rosa —yo era muy fuerte, decían mis amigos del esgrima, pero renuncié por supuesto a esa locura— por supuesto. Por supuesto habrá escritura sobre la roca, cascajos venidos del cielo rodeados por globos de fuego, restos que serán venerados y maldecidos, restos colocados sobre las lápidas para confirmar la sequía o el exceso de humedad, la sequía, habrá alfabetos flotando como basura en los vítreos del ojo, voces roncas y saladas en los embarcaderos en donde ellas vaciaron sus pechos, habrá deceso y resurrección, milagros sobre la corona del sexo, gente montando frenéticamente animales de distinta especie y animales remontando las colinas de los fresnos absolutamente solos. Por supuesto amé a un hombre y me bañé con él a oscuras durante la tormenta. Nos dejamos con miedo y cabalgamos, cada uno, el pez voluminoso y rojo cada uno de su propia conciencia.


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(Sintió como si un enorme pez lo hubiera enganchado por la nariz y lo arrebatara sin querer por las aguas, pero con su propio consentimiento).

 

Cosas que ya no presenciaré, cuerpos y lugares que ya no presenciaré.

 

 

Podría pensarse que el espacio se devorará a sí mismo, devorará el tiempo y las voces débiles de mis desconocidos. Pero, yo digo, el espacio se extingue por una mano en mi dominio.

 

No domino el espacio ni los ciclos lunares de la siega y la recolección, pero domino la mano, el hambre de la mano que cortará a un tiempo para mí, por mí misma.

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