“Como todos, formo parte de una casta suicida”: Alejandro Tarrab
Tal vez en el camino de la escritura se tienen menos certezas que en el camino hacia la muerte. No se trata de asumir una posición romántica, se trata de confrontar en el espejo la imagen del suicida. He conversado con Alejandro Tarrab (Ciudad de México, 1972) sobre uno de los temas fundamentales de la vida: el suicidio; a propósito de la publicación de su más reciente libro Caída del búfalo sin nombre. Ensayos sobre el suicidio (Malpaís/ Mantarraya Ediciones, 2017), en donde explora, con absoluta lucidez y profundidad poética, el suicidio de su abuela.
En el libro somos testigos de la caída del autor hacia el abismo del silencio, la perturbación y el delirio, porque fue escrito como una especie de enfermedad. Tarrab me confiesa: “Le pedí a Malpaís Ediciones que ya lo imprimiera, no porque quisiera que estuviera en las librerías lo más pronto posible, sino porque me lo quería sacar de encima. El proceso de escritura fue largo —casi seis años—, y su revisión constante, escritura y reescritura me estaban haciendo daño”.
Quería que la editorial lo imprimiera no porque quisiera que estuviera en librerías sino porque me lo quería sacar de encima
Libro de ensayos o de luminosos poemas en prosa, Caída del búfalo sin nombre es un animal que posee la fuerza de la naturaleza y, al mismo tiempo, se convierte en un animal vulnerable sometido al umbral que existe entre la montaña y el precipicio. Entre sus páginas leemos lo siguiente: “La caída está irremediablemente asociada con el suicidio. Los dos, suicidio y caída, son los actos más extremos de libertad y evanescencia”. Al finalizar el libro, muchas frases rezumarán en nuestra memoria, como ésta: “El suicidio es un acto de esplendor”.
Alejandro Tarrab abrió las puertas de su casa y de su conciencia a Tercera Vía, para conversar sobre el tema que más lo ha obsesionado:
“Me enteré del suicidio de mi abuela a los veinte años. Antes de eso no era un tema que considerara dentro de mi trabajo artístico, que tocaba fundamentalmente la música y, es cierto, algunos temas asumidos como ‘enfermedad’. Dos años después se suicidó mi mejor amigo. Entonces comenzó a convertirse en un motivo remarcado y subrayado para mí, una herida más honda”.
¿Por qué comenzaste a escribir Caída de búfalo sin nombre?
Tras la muerte de mi abuela, un par de décadas después, mi madre me hizo una llamada. Lo que narro en el libro es cierto, estaba parado frente al Colón de Reforma, tomando café, cuando sonó el teléfono. En aquella llamada mi madre me hizo una pregunta que sería contundente para la reflexión en torno al libro: ¿el suicidio es hereditario?, me preguntó. Y este cuestionamiento, que es ponerle al otro un espejo para verse desnudo o descarnado, abrió aquello que no había cicatrizado nunca, despertó en mí la necesidad de explorar el tema. A partir de ahí quise buscar esas respuestas y, sobre todo, hacer preguntas.
¿Es una herida que nunca sana?
Esa herida no alcanza a cicatrizar nunca, porque no es una herida personal. Se trata de un corte familiar que trasciende el ámbito individual. Hay muchos involucrados en el asunto. Por ejemplo, mi tío que encontró a mi abuela muerta en su departamento después del suicidio; o mi madre, que estaba enferma, acababa de perder un hijo y nunca pudo salir de su casa a ver a su madre en ese momento. Nosotros éramos pequeños y era necesario para los demás evitarnos un encuentro frontal con el tema. Así se hizo.
Ahora sé que repasar esa herida era necesario.
Para mí, Caída del búfalo… es repasar con los dedos desnudos una herida abierta, una herida que había estado dormida, y es doloroso, porque es una confrontación con mi familia y con las diferentes experiencias entorno al suicidio. Cuando uno habla de su propio contacto con la muerte voluntaria hay una confrontación, en el mejor sentido, un diálogo necesario con las diferentes castas suicidas, si es que puede hablarse de tal modo. Curiosamente, las peores respuestas, las más cerradas sobre sí mismas, han venido de círculos ajenos al familiar, gente que tuvo contacto con este tipo de muerte, o tentativa hacia la muerte, me escribe para decirme: “tú no puedes hablar sobre algo así”. Ahora sé que repasar esa herida era necesario.
¿“Abrir, repasar una herida” es una metáfora de lo que concibes como literatura?
La literatura es un acto de dislocación. El lenguaje, los temas, deben ser descolocados, subvertidos, puestos en posiciones incómodas, porque ése es el único medio para sacudir el estado de las cosas. Eso tendría que hacer el arte en general, buscar siempre la posición incómoda. Claro que, dentro de estos movimientos, hay momentos de calma y reposo, éstos necesariamente vienen después de que uno sacude la neutralización de las cosas. ¿Qué es la neutralización de las cosas? Por ejemplo, el lenguaje usado desde las esferas del poder. La literatura intenta torcer, llevar más allá las palabras.
El asunto es complejo porque en el acervo de obras y acciones que hemos recibido y vamos revisando de a poco esto se ha hecho de distintos modos y se ha hecho tan bien, pienso en Beckett y su poderosa trilogía, pienso en Zama de di Benedetto o en la poesía de Blanca Varela; resulta necesario leer y asimilar todo esto para pronunciarse desde un estado de no inocencia. “Repasar la herida abierta” es repasar entonces la obra, el legado de obras, y repasar también el cuerpo, los cuerpos y los espacios que hemos abandonado.
¿Cómo fue el proceso de abordar el tema?, ¿hubo una preparación, tratabas de mantenerte en un estado anímico?
Cuando decidí hacer Caída del búfalo sin nombre tenía algunas cosas claras. La primera, era que no quería en el libro motivos literarios sobre el suicidio, no quería resabios del efecto Werther o referentes tan pesados como el de Virginia Woolf, porque se han vuelto, con el tiempo, una marca demasiado común. No quería esos temas cerca de mi texto o, al menos, quería que llegaran a él de una manera más natural y necesaria. No por un compromiso con lo que “debe hablarse”. Quería indagar en mi propio tema, en mi propio cuerpo y experiencia. Claro, al mismo tiempo, quería leer lo que se había escrito sobre el asunto, las diferentes perspectivas, así que me hice de todo el corpus que me fue posible, y lo empecé a ordenar. También comencé a hacer entrevistas a mis familiares. Esto lo fui dejando porque encontré una natural resistencia, sobre todo en mis familiares más cercanos. Claro que accedieron, pero llega un punto en que uno insiste demasiado.
Entonces dejé de preguntar y comencé a concentrarme en las cosas que recordaba. Pero ¿cómo saber lo que uno recuerda?, ¿cómo estar seguro? Traté de enfocarme, como dice Doris Lessing, en esos momentos sensitivos, que eran muy pocos y muy fugaces. Por ejemplo, recordaba estar subiendo las escaleras de la casa de mis abuelos, que es el mismo edificio donde mi abuela se quitó la vida, pero no recordaba llegar al departamento; usé esa sensación de ir subiendo, sin poder llegar, como parte de mi libro Ensayos malogrados, el libro hermano de Caída del búfalo sin nombre.
Usé todos los retazos que sobraron de Caída del Búfalo… para hacer otro libro, que es Ensayos Malogrados —que se publicó el año pasado en Cuadrivio. Lo que hice fue trabajar con el desecho, tal cual. Me interesaba mucho lo que podía hacerse con lo que uno no considera de entrada, todos esos residuos que se dejan a un lado, pero que finalmente se guardan por algún motivo. Entre esos textos me encontré ese ensayo sobre las escaleras, que habla de la sensación de ir subiendo y no llegar nunca, como parte de los recuerdos de mi abuela y su muerte.
¿Cómo fue sumergirte en estas experiencias oníricas, en esas visiones, en el sentido anímico?
Hablaba de esa llamada que me hizo mi madre, donde me preguntaba si el suicidio era hereditario. La primera imagen que me vino a la cabeza tras esa pregunta fue la fotografía de David Wojnarowicz, donde se ve un grupo de búfalos cayendo al abismo, esa imagen que yo había visto en la portada de un CD. Se me quedó grabada. Luego comencé a obsesionarme con la idea de la casta suicida. ¿Qué tanto mi familia materna puede ser una casta de búfalos cayendo al vacío?
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Alrededor de esa fotografía empecé a soñar figuras. Una de ellas, que está en el libro, es la imagen en donde se superponen los rostros de mi abuela, mi madre y el mío, para formar una especie de figura monstruosa. “Una misma cabeza. No tricéfala o ternaria, una trinidad trifacial”, digo. Me parece que, a partir de ahí, sobre todo en esa parte que se llama “Dolora (un retrato)”, hay una serie de sueños que tienen que ver con lo que me preguntas.
Por ejemplo, en el libro hablo de otro sueño, que realmente tuve, en donde veía a mi padre hincado en una llanura enorme y morada. Aunque la imagen era inestable, podía ver que sostenía en el regazo una bestia enorme. Al acercarme, mi padre me ofrecía al animal, un búfalo, y me decía que lo guardara porque ese animal era mi religión. En el sueño yo lo rechazaba. Y es que en realidad yo no tuve religión, porque la familia de mi padre es judía y la familia de mi madre, católica. Mis padres decidieron que nosotros —mis hermanos y yo— no íbamos a tener contacto con lo religioso hasta que tuviéramos conciencia de esa presencia y de ese contacto. Este sueño trata, quizá, entre líneas, de la posibilidad de hablar de un tema tabú a partir de un paréntesis; esa oportunidad que otorga el hecho de no tener metido hasta la médula el discurso prohibitivo de una religión, por ejemplo.
Otra idea que me obsesionó desde el inicio fue la figura del suicida que debe enterrarse boca abajo, a veces en un cruce de caminos. El cadáver que debe abandonarse y olvidarse, olvidar, ante todo, su nombre… Empecé a soñar con estas imágenes y comencé a somatizarlas. Lo último que escribí del libro fueron las cartas “Resabios negros”. Mi abuela no dejó nota de suicidio y yo intenté imaginarme una serie de anotaciones escritas a cuatro manos.
¿Esta obsesión con los búfalos nació a partir de aquella fotografía o era una especie de tótem que tenías?
Las dos cosas. El búfalo es una figura que siempre me ha impactado por su fuerza y nerviosismo, un nerviosismo a veces estático que se proyecta desde la mirada. El ojo nervioso del búfalo… siempre que pienso en búfalos pienso, por su cercanía, en el búfalo americano. Mis encuentros con búfalos han sido fugaces pero significativos. Recuerdo el primero: varios búfalos en un gran llano cercado. Algunos niños, un poco más grandes que yo, jugaban a cruzar por aquel llano, yendo y viniendo de un lado a otro de la valla. Los búfalos iniciaban una pequeña carrera para perseguirlos, pero pronto desistían, y no porque no pudieran embestirlos, sino porque sus deseos se apagaban o no alcanzaban a encenderse. Eso pensaba yo. Deseaba, más que nada, en aquel momento tener el valor de aquellos niños para entrar en contacto directo con esos enormes animales, pero más hondo, seguro, deseaba ser el animal yo mismo.
Hay algo monstruoso y fascinante en la grupa de los búfalos. Cuando vi esa portada me voló la cabeza. Entonces no tenía idea de que ciertas tribus, como los Blackfoot de América del Norte, orillaban a los búfalos a tirarse al vacío para cazarlos. Los acorralan y los orillan. Los búfalos se arrojan con el impulso primario de escapar del hombre, pero también, me parece, quieren embestir el aire.
¿Qué otras ideas te obsesionaban?
¿Hay dos dimensiones en el libro, una dimensión racional y una espiritual, cómo te relacionas con estas dos dimensiones?
Claro, estas dos dimensiones no son una. Es difícil nombrarlas y retenerlas, y a veces es complicado mantenerlas separadas, porque también las vemos conjugarse y fluir tanto en prosa como en verso. Herta Müller hace una reflexión excepcional sobre este tema en El rey se inclina y mata. Para ella la diferencia entre un texto potente y otro plano está en la densidad de los pasajes que llevan a la mente a desbocarse, pasajes —racionales o espirituales— que nos arrastran hasta un punto en que ya no hay palabras.
Aprendemos los géneros para considerarlos, sí, pero para después verlos estallar.
En Caída del búfalo… yo quería conjugar estas dos dimensiones, quería verlas mezclarse y de pronto trabajar de forma independiente. Decidí nombrar estos textos como ensayos, no porque piense que se ajustan todo el tiempo al género ensayístico —aunque es verdad que por momentos lo hacen y me gusta que lo hagan— sino porque representan búsquedas al interior del cuerpo y del propio misterio del acto suicida, del acto de pronunciarse con el cuerpo o de guardar silencio; son indagaciones que utilizan a veces el argumento o la opinión despojada de argumentos o búsquedas basadas en lo narrativo o en lo lírico o, incluso, una reunión de varias intenciones.
Aprendemos los géneros para considerarlos, sí, pero para después verlos estallar. En este sentido, no me interesa tanto la discusión de si esto es un ensayo o un poema en prosa o una prosa poética. Los nombré “ensayos” porque ensayar es también probar, abrir, buscar en la superficie y en las entrañas de lo acontecido. Lo que más tarde sucederá en el texto.
Después de esa indagatoria, ¿cómo te sentiste una vez que terminaste el manuscrito?
Hubo varios manuscritos, varias versiones del libro. Primero vino un proyecto para la beca del Sistema Nacional de Creadores. Metí el libro como proyecto, esto no importa tanto, lo que sí importa es que en esos tres años de beca yo no logré hacer el libro. Es decir, escribí varios textos pero decidí hacerlos a un lado porque no había conseguido, sentía, el tono que estaba buscando. La mayor parte de los textos escritos durante aquella época los deseché o intenté reescribirlos más adelante. Ya sin beca, seguí escribiendo y llegué a otra versión de la Caída… que se acercaba más a lo que había estado buscando. Al final, decidí publicar, para descarga gratuita, ese segundo manuscrito en la red. Me olvidé momentáneamente del libro físico y de las editoriales, porque quería ver qué pasaba con aquellos fragmentos al entrar en contacto con los lectores y entrar en contacto, también, con otro perfil de lectores.
Empecé a recibir comentarios del libro, a la par que lo iba releyendo y revisitando. Al mismo tiempo, seguí en la búsqueda de obras relacionadas. Recuerdo que por entonces llegó a mis manos el impactante, absolutamente impactante, último diario de Sándor Márai, y esa última entrada antes de quitarse la vida, porque estaba viejo y solo, ya todos sus queridos habían muerto: “Estoy esperando el llamamiento a filas. No me doy prisa…”. Tremendo. Ese período duró cerca de un año y ese manuscrito que subí a la red, en su propio dominio, fue transformándose de a poco. La vigencia del dominio marcó naturalmente, podríamos decir, el final de aquella etapa. Como no podía seguir manteniendo la página me di cuenta que ese periodo había terminado. Cuando Malpaís se acercó a mí para conversar la posibilidad de una publicación, me pareció que era momento de pasar al papel: un nuevo ciclo de lecturas.
Todo este camino me sirvió para encontrar esa voz que es la voz de una casta suicida
Pero la historia no termina ahí. Durante el proceso de edición aún tenía la inquietud de escribir algo que no estaba en el segundo manuscrito. Mi abuela —ya lo he dicho— no dejó una nota de suicidio y a mí me interesaba explorar varias posibilidades a partir de esa ausencia. La decisión fue fuerte porque implicaba romper, una vez más, el silencio o la decisión de alguien que no quiso o no pudo, o no le dio la gana, escribir algo como un punto final. Si yo hubiera decidido escribir una sola nota, una y no varias, estaría cerrado un final abierto lleno de posibilidades. Así que hice lo siguiente: mientras el libro se dictaminaba y editaba fui escribiendo, en un período de seis u ocho meses, una serie de notas y cartas que se incluyen como “apéndice” al final del libro. Lo que pienso ahora es que todo este proceso de escritura, los dos manuscritos en sus distintas etapas, me sirvieron para llegar a estos textos. Es decir, para mí el libro, hoy, está en esas cartas y no en el propio cuerpo de la obra. Pero quizá mañana cambie mi perspectiva.
Todo este camino me sirvió para encontrar esa voz que es la voz de una casta suicida. Y no es que uno se conforme con algo, no es que yo esté contento con las cartas, no se puede hablar en esos términos. Tampoco estoy en paz, pero finalmente quedó ahí algo que yo estaba buscando. Lo que encontré fueron desechos como uno se puede ir encontrando partes del cuerpo de alguien que murió, alguien irreconocible, así yo fui encontrando fragmentos, y me parece que el libro me ayudó a llegar a esas piezas. Hoy veo el libro como un puente hacia esas cartas, que es lo que más me significa.
¿Fue una especie de reconstrucción?
Fue una suerte de reconocimiento de lo que queda, porque sabía, desde el inicio, que lo que quedaba era poco. Es decir, no hablo de la figura de mi abuela, hablo de las sensaciones, de las experiencias y las vivencias en conjunto, y también individuales. Sabemos que la memoria es pobre, entonces intentamos reconocer, o rescatar. Más que reconstruir, yo diría que fue como si pusieras esas piezas sobre una mesa donde van a yacer por un momento. Ahí lo que sucede es que van a mezclarse con otras piezas de la inteligencia y la imaginación para formar un cuerpo que deberás después abandonar. No un cuerpo enterrado, sino un cuerpo escindido al que después se renuncia, algo así es la obra.
Te incorporas a una tradición literaria: la de los escritores que hablan del suicidio. Esto también es un estigma…
Hay escritores que lo han sabido llevar de manera, si no increíble, muy particular. Uno es Thomas Bernhard, que escribe del suicidio obsesivamente, con ese estilo de voz con repeticiones, que es sumamente poderoso. Me parece que la prosa de Bernhard es justo como el pensamiento suicida, un espacio lleno de rebotes que se van ampliando e intensificando, una repetición que nunca es la misma, que se altera y va creciendo como una especie de onda expansiva… Todo el mundo pensaba que Bernhard terminaría quitándose la vida, pero no lo hizo —al menos hasta donde sabemos. Un escritor que habla del suicidio, de la corrección, pero que burló este final.
Hay escritores, por otro lado, que ven el tema con ironía, satíricamente. Pienso, por ejemplo, en Henri Roodra y su brevísimo libro Mi suicidio. Roodra, sin una desesperación aparente, decidió quitarse la vida porque resultaba demasiado arduo para él permanecer en este mundo: para ello hay que trabajar y abandonar en varios momentos la comodidad, el lujo. Recuerdo estas frases: “Amo la vida, pero para disfrutar el espectáculo hay que tener una buena butaca”. La mayor parte de las butacas del mundo son malas y los espectadores son fáciles de contentar. Él no.
Hay figuras muy trágicas, hay casos muy conmovedores como el que comentaba antes de Márai. Claro, escribir sobre ese tema automáticamente te inscribe en el diálogo —en el que, por otra parte, ya estábamos inscritos— en la discusión, y hay que intentar estar a la altura de ese diálogo que va transformándose con obras increíbles como Corrección de Bernhard o “Gloomy Sunday”… El estigma ya estaba ahí, lo que cambia, me parece, es la forma de abordarlo, la exigencia que implica tanto la revisión del corpus, como la mirada y la postura. Desde dónde y cómo se dice.
¿Eres parte de esta casta o no eres parte?
Solemos pensar en el suicidio como algo catastrófico, como algo que hay que hacer a un lado, que hay que evitar, pero siento que puede ser un arma poderosa. Las personas que he conocido y que se han quitado la vida, mis tres muertos suicidas, a los que les dedico el libro, me han entregado esta libertad, esta posibilidad que es un legado muy brillante. No es que ya esté resuelto para hacer algo, pero siento, sí, que, como todos, formo parte de una casta suicida. No necesariamente debes estar resuelto a hacerlo o tener alguien que lo haya hecho, sólo hay que saberlo-dentro, así, con guion, verlo de frente, porque estamos hechos de nuestra propia muerte, eso es lo único que nadie puede arrebatarte. Nadie puede despojarnos de la posibilidad de nuestra propia muerte. Tampoco de considerar y tomar como nuestro, porque es nuestro, este acto de libertad.
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