Entrevista inconclusa con Ricardo Piglia: “Me importa menos la literatura que la muerte”
Con el deceso de Ricardo Piglia (Androgué, Buenos Aires, 1940) hemos perdido a uno de los líderes indiscutibles de una especie condenada a la desaparición: el intelectual latinoamericano. El escritor argentino, que había cumplido los 76 años, formaba parte de un grupo amenazado por muchas cosas: el fantasma de la dictadura argentina, la comentocracia del internet, la ignorancia y el olvido de lectores que privilegian los pasatiempos, la enfermedad (padecía esclerosis lateral amiotrófica), y por supuesto, la literatura.
Autor de obras fundamentales de la narrativa en español como Respiración artificial, o La ciudad ausente. Su obra ensayística es considerada por algunos críticos lo más importante de su producción, en la que destacan los libros Formas breves y Tres Vanguardias.
A través de su literatura se atisba un pensamiento incadescente que se propuso dilucidar sus obsesiones, que representan el reflejo de la muerte del siglo XX y el comienzo del siglo XXI. Y sobre todo, como señala el escritor Martín Caparrós: “Piglia ha definido como nadie qué es la literatura argentina contemporánea, cuál es su canon, cuáles son sus problemas. Entre ellos, el asunto central del fin de siglo en ese fin del mundo: cómo escribir después de Borges”.
Recuerdo una tarde de hace tres años cuando visité por primera vez la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Mi presencia en aquel evento se debía más a una casualidad que a un interés. Obligado por una beca, el departamento de prensa de la Feria me había encomendado la tarea de entrevistar al maestro Piglia antes de una charla que daría en uno de los foros principales.
Temeroso de enfrentarme a una de las mentes más lúcidas de todo el continente americano (la mente más lúcida a la que me he enfrentado), me aterrorizó la idea de que mis preguntas ofendieran al escritor de frente amplia y surcada por las estrías que se producen principalmente por la elongación del cerebro. Producto de la reflexión, sus arrugas representaban para mí, algo más que la simple evidencia de la vejez. Su cabello encrespado semejaba más la locura de Arreola que el genio reposado de Borges.
Tal vez ninguno de los periodistas que nos encontrábamos en el lobby merecíamos entrevistar a Piglia, quien era considerado por la prensa como “un hombre sabio que además era educado”. Saber esto me reconfortó, cualquier cosa que le preguntara no lo haría enojar. Los mexicanos, por una cuestión inmanente, somos débiles ante la grosería ajena, y nos inflamamos y ofendemos ante cualquier acto que vulnere nuestra cursilería emocional. No fue el caso, Piglia era realmente amable, desde mi lugar podía apreciar sus ademanes que mostraban una educada timidez sólo comparable con los atributos de la paciencia.
Prendí la grabadora del celular y esperé mi turno mientras ensañaba en una libreta las preguntas decisivas. Esperé alrededor de treinta minutos hasta que la sala comenzó a aullar, el escritor había sufrido una jaqueca. Y se encontraba al borde de la migraña. Su enfermedad y el estrés del viaje eras las causas probables. Su voz de profesor de literatura enojado, alivió nuestras preocupaciones: “Nadie se puede preocupar, aún no me he muerto”. La frase nos hizo reír, porque no supimos reaccionar de otra manera.
Mi nerviosismo me impidió observar con atención a mi entrevistado, mi memoria registró tan sólo un par de gestos del escritor de cinco grandes novelas, una de ellas Respiración artificial, en la que aborda con valentía el oscuro túnel de la dictadura militar de la Argentina.
Casi llegaba mi turno, yo me encontraba detrás del periodista de ¿El País? Escuché la última frase de esa entrevista: “Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez”. No sé si el escritor se refería a sus famosos Diarios de Emilio Renzi, o si la respuesta tenía que ver precisamente con ese instante.
En el preciso momento en que el periodista y el escritor se estrechaban la mano, supe que esa era la última vez que entrevistaría al escritor. Fue una punzada, y al mismo tiempo, una amenzada de mi propio pesimismo. Pero aquella presión del destino no era causada porque pensara en la muerte de alguno de los dos, de Piglia o la mía, sino más bien porque pensé en abandonar el periodismo. No soy bueno para esto, me dije, pero ya tenía frente a mí el rostro cansado de Ricardo Emilio Piglia Renzi, lector, crítico, editor, guionista, profesor de literatura, narrador, intelectual, maestro de escritores, y sobre todo, sabio.
¡Carajo, en la vida había visto yo a hombre más cansado! ni siquiera a mi abuelo que fue toda su vida obrero en uno de los barrios industriales de Ecatepec. Jamás imaginé que un escritor tuviera los ojos más negros y abismales. Le pregunté si estaba cansado, e inmediatamente, le sugerí que dejáramos la entrevista para otra ocasión. Su respuesta la recordaré siempre: “Hijo, ¿estás loco? ¿Qué van a leer los lectores de tu diario?” Me avergoncé, y no me atreví decirle que la entrevista era para el más miserable de los diarios, el boletín cultural de la Secretaría de Cultura, este nadie lo lee ni siquiera quienes trabajamos en él.
Balbuceé mi primera pregunta.
¿Se considera un buen escritor?, dije, y jamás me he sentido más arrepentido.
Su respuesta enigmática, se volvió clara a los pocos minutos: “los escritores lo único que sabemos es lo que no queremos escribir, pero estamos imposibilitados para escribir lo que queremos hacer”. Después de esto, me lanzó una sonrisa amplia y bondadosa que me hizo sentir como si estuviera hablando con un tío lejano al que nunca había visto pero que conocía porque en la casa siempre hablaban de él. Esta sensación me hizo recordar una sentencia de Respiración artificial en la que se habla de un crítico ruso que asegura que la literatura evoluciona de tío a sobrino y no de padres a hijos.
Por razones de modestia profesional (está de más decir que aquella fue la peor entrevista de la historia), resumiré aquella conversación, que duró escasos 10 minutos, en unas cuantas preguntas más.
“Estoy convencido de que nunca nos sucede nada que no hayamos previsto, nada para lo que no estemos preparados. Nos han tocado malos tiempos, como a todos los hombres, y hay que aprender a vivir sin ilusiones”. Me contestó el maestro tras una de mis mejores preguntas.
—¿Al decir ilusiones se refiere a que es imposible la utopía?
“Sólo a través del exilio se puede escribir la utopía. El exilio es eso.”
—¿Y la muerte? ¿Se puede escribir la muerte?
“Me importa menos la literatura que la muerte. Ya no puedo escribir.”