El monstruo que enmascara la persona: crítica a la corrección política
En las redes sociales leemos comentarios que pelean a capa y espada contra toda forma de discriminación y de odio. Vemos argumentos contra las etiquetas y todos los días presenciamos la pugna a favor de lo políticamente correcto, que muchas veces es abanderada por la pretensión de una total inclusividad en el uso de la lengua. Hoy, contra la corrección política, quisiera cuestionar estas perspectivas.
Podemos partir del discurso anti-odio, que suele expresarse como la satanización del odio hacia grupos específicos, basada en la tolerancia como valor máximo. Odiar a los homosexuales nos convierte en homófobos, pero la bandera de la tolerancia nos impide odiar a los homófobos, so pena de convertirnos en homófobofobos. Al prohibir el odio a ultranza, se nos exige que toleremos lo intolerable: que toleremos la intolerancia. Se nos increpa que pidamos respeto si no respetamos, lo cual cancela en el discurso la posibilidad de defendernos ante una agresión. Pero no podemos respetar que no nos respeten, y aquello que hagamos para impedir que nos vulneren de nuevo no puede medirse con la misma vara que la violencia del opresor. Entonces, el odio a ese desprecio es muy distinto que ese desprecio “por adelantado”.
Dicen por ahí que en tiempos de Trump hablar mal de Hillary Clinton se está volviendo políticamente incorrecto. Y decimos por aquí que la corrección política es la forma políticamente correcta de la censura.
Diría, por cierto, que además de revisar los discursos de odio, habríamos de poner el ojo en los discursos alrededor de otros afectos. Hay muchas causas que se abanderan con el amor para ocultar su desprecio total hacia ciertas formas de vida. Lo podemos ver en el disfraz con el que se justifica un frente nacional “por la familia” o una marcha “por los niños” que pretenden impedir el acceso a los derechos de las minorías sexuales. Sara Ahmed expone este mecanismo a detalle en el capítulo En el nombre del amor de su libro sobre La política cultural de las emociones, donde relaciona esta idea con el nacionalismo-racismo.
En línea con el discurso anti-odio, se insiste con frecuencia en un discurso anti-discriminación. Pero ¿de verdad podemos dejar de discriminar? En sentido estricto, discriminamos todo el tiempo cuando escogemos una cosa en lugar de otra: ésa es la definición de discriminar. Como diría Xabier Lizárraga, no se trata de erradicar la discriminación, sino la desigualdad social. Sin embargo, más allá de cuestiones semánticas, lo que está detrás del discurso anti-discriminación es una pretensión de “igualdad” donde la inclusión se convierte en el valor máximo, introduciendo el problema de la unificación y la homogeneización de los grupos (como en el caso de la nación). Frente a este conflicto, me parece prudente plantearnos el rescate de la diferencia que han llevado a cabo movimientos como el feminista, que a través de espacios deliberadamente excluyentes como los grupos de género no mixto han conseguido resultados interesantes. Sí: hablo de la exclusión y la autoexclusión como una táctica subversiva y provechosa.
En la pretensión igualitaria se nos machaca que debemos eliminar el uso de las etiquetas de una vez y para siempre. Esto proviene de una suerte de ingenuidad lingüística que no da cuenta de la naturaleza categórica del lenguaje: la imposibilidad pragmática de renunciar al uso de categorías para pensar-nombrar el mundo, que es análoga a la imposibilidad de no discriminar. Además, es sumamente fácil defender la desaparición de las etiquetas desde el privilegio, pues al hacerlo sucede una borradura de las posiciones de la reivindicación pero también de los privilegios del grupo opresor. En términos sencillos, es muy fácil decir que no vemos el color si somos blancos, o que no vemos la necesidad de informarle al mundo sobre nuestra sexualidad si somos heterosexuales.
Hay muchas causas que se abanderan con el amor para ocultar su desprecio total hacia ciertas formas de vida. Lo podemos ver en el disfraz con el que se justifica un frente nacional “por la familia” o una marcha “por los niños” que pretenden impedir el acceso a los derechos de las minorías sexuales.
La supuesta neutralidad favorece al poder. Éste es el dispositivo que opera cuando se le exige al feminismo renunciar a su nombre en aras de reverenciar un “igualitarismo” o un “humanismo” generalizado (y más bien vacío). Quienes defienden este discurso se olvidan de que lo “humano” es una etiqueta, y lo esconden debajo de la alfombra: “ni hombres ni mujeres, todos somos personas”. La persona es (etimológicamente) la máscara con que los discursos psicologizantes han encubierto su producción de sujetos individualizados y dotados de una esencia y una “naturaleza”; detrás de ella se oculta el afuera constitutivo de estas categorías. Más allá de los animales no-humanos, con ese afuera me refiero a aquellos cuya humanidad ha sido despojada junto a la dignidad de sus vidas, a los cuerpos que no importan: la nuda vida, como la ha nombrado Giorgio Agamben.
En todo caso, las pretensiones de igualdad e inclusión se han extendido como una forma de discurso “políticamente” correcto. Se intenta producir una “inclusión total” en el discurso, que notamos en construcciones sintácticas como “las y los”, “maestros y maestras”. Esto, además de ser poco operativo por su escasa economía lingüística, no da cuenta de que siempre hay quien se quede fuera: “las y los” nunca incluirá a todo mundo si asumimos una correspondencia exacta entre el género gramatical y el género sexual, al menos en tanto existan cuerpos que no se identifiquen como hombres ni como mujeres.
Bajo estos supuestos, el pretendido lenguaje incluyente no es tal. Si el lenguaje es categórico y sus categorías funcionan discriminando, entonces el lenguaje es excluyente o somos incluidas también en algunas de las ocasiones en que decimos que no lo somos. No existe una correspondencia entre los géneros gramatical y sexual: la silla no es una mujer y “el gato” no es necesariamente macho. Más aun: cuando decimos “todos” no nos estamos olvidando de las mujeres: se trata de una cuestión práctica, pues utilizamos una fórmula corta y económica para referir al colectivo presente. No obstante, no podemos negar que existen usos patriarcales de la lengua y que los sistemas de categorías que usamos llevan implícita una jerarquía polarizada, punto que atenderé más adelante.
Rascando un poco, vemos que más allá de las buenas intenciones con que invocamos a la corrección política ésta aparece como un mecanismo del capitalismo para comerse las luchas y las reivindicaciones. Así, el feminismo institucional es reducido a groseras cuotas de género (tal como las violencias contra las mujeres son ofuscadas en el ambiguo “violencia de género”), y no podemos olvidar el “ciudadanos y ciudadanas” del ex presidente vicente fox. Incluso enrique peña nieto se ha atrevido a decir que “todos somos Ayotzinapa”, cosa por demás incorrecta (sobre todo políticamente).
La corrección política se impone como una nueva norma que cancela alternativas políticamente incorrectas (la sátira, la burla) como generadoras de otras ficciones posibles. Dicen por ahí que en tiempos de Trump hablar mal de Hillary Clinton se está volviendo políticamente incorrecto. Y decimos por aquí que la corrección política es la forma políticamente correcta de la censura.
Entonces, propongo que en lugar de convertirnos en cascarrabias anticuados como los viejitos que imaginamos en la RAE, volvamos a hacer de la lengua un espacio del juego. En este lugar nadie tiene por qué decirle a los demás cómo jugar. Hay quienes usan “los y las” y fórmulas similares, o quienes cambian la vocal de género por un @, una ‘x’ o una ‘e’, que frente a la ‘x’ tiene la ventaja de pronunciarse con facilidad. Hay quienes prefieren la ‘a’, usando el vestido rosa, y generalizan en femenino diciendo “todas” en vez de “todos”, por ejemplo. Incluso habrá cuerpas que inventarán usos no vislumbrados ahora.
Puede que la lengua se convierta en un caos, pero ¿acaso no lo era ya? Al fin y al cabo, la comunicación es una sucesión de malentendidos (Greimas). Aquello que hacemos con la lengua no se reduce a intercambios normados y exactos de signos: por el contrario, el sentido (que no es unívoco) se produce encadenando diferencias, errores, diversiones, y a veces ni siquiera tratamos de transmitir un sentido, sino de hacerlo estallar. Como en la poesía, que vuelve inoperante la lengua para hacer otra cosa con ella.
Los discursos de la tolerancia, el respeto, la igualdad y la inclusión (con sus paralelos anti-discriminación, anti-odio, anti-etiquetas) junto a las máscaras de lo humano y la persona acarrean los peligros de la unificación, la homogeneización y la censura totalizante que es la corrección política. Abrazar la exclusión, la diferencia e inclusive la digna rabia y la monstruosidad han sido tácticas que muchas compañeras feministas, zapatistas y de los movimientos queer nos han enseñado.
Entonces, si las categorías del lenguaje son inevitables, sabemos que podemos usarlas para desactivar las jerarquías que imponen. No como el blanco que insulta al otro llamándole “negro”, sino como quien se re-apropia de ese insulto y lo resignifica; como quien se autodenomina maricón en medio de una agresión homófoba. Se trata del monstruo que se muestra en lugar de la persona que enmascara la política que la produce, edulcorándola y descafeinándola. Así, las palabras se convierten en trincheras: posiciones que tomamos o dejamos para defendernos desde ahí. Defensas que no son políticamente correctas pero sí políticamente necesarias.