El arte de nombrar la vida: Mozart, Bowie y la primera mujer que dio la vuelta al mundo.
Desde que tenía doce años, el aracnólogo alemán Peter Jäger es fan del recientemente fallecido David Bowie: “Era mucho más que un gran cantante”, declara el científico entristecido por no haberle podido conocer en persona. Sin embargo, su nombre quedará siempre unido al del artista británico: en 2008 llamó a una nueva especie de araña en honor a su ídolo, que tocó en los años 70 junto a la banda Spiders from Mars.
El artrópodo Heteropoda davidbowie, una araña con grandes dotes de cazadora y brillantes pelos amarillos que vive en Malasia, Singapur e Indonesia occidental, difícilmente hubiera logrado mantenerse en la cima de la popularidad con otro nombre. “Desde la trágica pérdida de David, la araña ha ganado mayor atención”, apunta Jäger, aunque desde el principio ha destacado por encima de las 45.000 especies de arañas que se conocen. Y todo por su nombre.
“Dar nombres sexis a las nuevas especies es mucho mejor que esconder nuestra ciencia en la torre de marfil”, manifiesta el investigador del Senckenberg Research Institute de Frankfurt, que ha descrito ya unas 300 nuevas especies de arañas, muchas de las cuales han adoptado nombres en honor a personas, la mayoría otros aracnólogos.
Para el científico, darles un nombre original es su forma de concienciar sobre sus amenazas. De hecho, doce de sus hallazgos hacen referencia al problema de la sobrepoblación al que se enfrenta la humanidad. Heteropoda zuviele (“demasiado” en alemán) o Heteropoda homstu (en latín “idiota”), son algunos ejemplos.
Desde que en 1753 el botánico Carlos Linneo estableciera el sistema binomial de nomenclatura en su libro Species Plantarum –considerado un punto de partida para nombrar a las plantas, de las que se recopilaron unos 6.000 nombres–, la denominación científica de especies ha servido para mucho más que para describir a una especie. Homenajes, reconocimientos, mensajes ocultos y venganzas se esconden detrás de las dos palabras en latín que identifican a un organismo.
Después de confirmar que el animal o planta (o sus restos fósiles) corresponde efectivamente a una nueva especie, la asignación de un nombre se convierte en una de las tareas más delicadas. Consta de dos palabras: la primera menciona el género al que pertenece –suele ser un nombre clásico adoptado por romanos y griegos, como Fagus, el nombre romano de la haya– y la segunda refleja las características concretas de la especie. La primera se escribe con mayúscula incial y ambas van siempre en cursiva.
Muchos de los nombres que constituyen la segunda palabra tienen un origen clásico; otros describen colores (rubra, eburnea, vitellina, citrina,albida, viridis), formas (ovalis, subulatus, inaequalis) o tamaños (gigantea, minor); otros son geográficos (orientalis, occidentalis, atlanticus, meridionalis, canariensis, australis), algunos hacen referencia al hábitat (nemorale, pinicola, fimicola).
Además de los tributos personales, entre los nombres de las más de 1,5 millones de especies descritas los investigadores también se atreven a mencionar composiciones musicales o incluso personajes de dibujos animados o de ficción. Es el caso del biólogo Dennis Desjardin, científico en la Universidad del Estado de San Francisco (EE UU), que describió en 2010 en Mycologia dos pequeñas especies de setas, procedentes de selvas sudamericanas, a las que denominó Mycena luxaeterna y Mycena luxperpetua. Ambos nombres no solo hacen referencia a su característica de bioluminiscencia, sino que también están inspirados en sendos movimientos del Réquiem de Mozart.
Un año más tarde, el científico publicaba en la misma revista la descripción de un hongo de unos 10 centímetro de ancho y 7 de alto de las selvas tropicales del Parque Nacional de Bukit Lambir (Malasia). Su principal característica, única para los biólogos, es que, una vez estrujado para escurrir agua, el hongo vuelve a su tamaño y forma originales, como hacen las esponjas de verdad.
Su nombre Spongiforma squarepantsii se adoptó por Bob Esponja (llamado en inglés SpongeBob SquarePants) por su aspecto y por liberar un olor afrutado, que recuerda a la casa en forma de piña del famoso dibujo animado. Aunque en un primer momento los editores de la revista rechazaron tal denominación por considerarla “demasiado frívola”, los autores insistieron para llamar la atención sobre la biodiversidad de las selvas con este original nombre.
Entre las historias que encierran los nombres de especies sin duda destaca la de Baretia bonnafidia. Este pequeño árbol fue descubierto por el naturalista francés Philibert Commerson (1727-1773), que viajó en la expedición francesa comandada por el explorador Louis Antoine de Bougainville que dio la vuelta al mundo de 1766 a 1769. El nombre de la planta, que presenta caracteres sexuales dudosos, estaba dedicado a Jeanne Baret (1740-1807), una pionera de la botánica que tuvo que disfrazarse de hombre.
Fue la primera mujer que circunnavegó el planeta, pero como las normas navales de la época prohibían la presencia de féminas a bordo, Baret tuvo que vestirse de hombre. “Estaba relacionada con Commerson, así que, al conocer que este había sido elegido como botánico de la expedición, se enroló en ella y, con atuendos masculinos, le acompañó y trabajó con él durante casi tres años”, explica Tellería.
Cuando fue desenmascarada tuvo que abandonar su travesía y tanto ella como Commerson desembarcaron en isla Mauricio, en el Índico, donde el científico, enfermo desde hacía tiempo, fallecería años después. Más de 70 especies fueron nombradas en su honor a través del epíteto commersonii.
Sin embargo, el nombre de la planta que intentó dedicarle Commerson a Baret nunca llegó a confirmarse, ya que investigaciones posteriores demostraron que la especie pertenecía en realidad a otro género. Por eso “perdió su nombre en favor de Turraea floribunda”, señala la investigadora española.
Hubo que esperar hasta 2012 para que una nueva especie rindiera homenaje a esta intrépida mujer. A la vuelta de un viaje de recolección de nuevas plantas en Perú, el científico Eric J. Tepe, de la Universidad de Cincinnati (EE UU), en busca de nombres y cautivado por la fuerza, persistencia y pasión de la botánica francesa, le dedicó Solanum baretiae, una planta originaria de una zona entre el sur de Ecuador y norte de Perú, de la misma familia que el tomate, el tabaco y la patata, con hojas muy cambiantes que le recordaron a la mujer que se vestía de hombre.
“Pensé que los logros y contribuciones de Baret a la botánica debían recibir un reconocimiento en la nomenclatura”, declara Tepe, fascinado por el entusiasmo y la tenacidad con la que la científica recolectaba las plantas. En total, llegó a recoger junto a Commerson unos 6.000 especímenes.
Teniendo en cuenta el número de especies que todavía quedan por encontrar, otras muchas hubieran podido homenajear a Baret y a otros científicos que en algún momento de la historia han quedado en el olvido. Pero algunas desaparecen antes incluso de ser descubiertas. “La naturaleza a nuestro alrededor está en declive y, por lo tanto, también lo está la taxonomía”, lamenta el aracnólogo alemán Peter Jäger, a quien aún le queda una ardua tarea en su laboratorio: identificar y nombrar unas 500 arañas que posiblemente sean nuevas para la ciencia.
Con información de Cienciaxplora