Nueve horas para entender el arte de nuestros días (8/9)
Como hemos visto, en opinión de Robert Hughes, la faceta más banal del arte pop se exacerbó con la llegada del dinero fácil, y lo que entonces era un cierto malestar se transformó para él en una preocupación fundamental. Aunque en el último episodio de El impacto de lo nuevo, El futuro que pasó, Hughes dedicaba únicamente unos cinco minutos al tema, ya dejaba entrever cómo le afectaba la cuestión al afirmar lo siguiente:
“Empecé a escribir sobre arte hace veinte años; en esos lejanos días podías pasar el tiempo en un museo sin llegar a pensar ni una vez en el precio del arte. No era una cuestión relevante, y además el precio y el valor eran cuestiones totalmente distintas. Pero luego en los años sesenta, primero existió un goteo, luego una corriente, y finalmente una estrepitosa inundación de propaganda acerca de la inversión en arte. El precio de una obra de arte pasó a formar parte de su función; redifinió el arte, cuyo trabajo pasó a ser el de sentarse en una pared mientras se encarecía. Y el resultado fué que, donde antes las obras de arte eran como extraños con los que uno podía hablar y llegar a conocer de manera gradual, pasaron a asumir cada vez más el carácter de estrellas de cine, con el museo actuando de limusina. Dudo que hoy en día alguien pueda mirar un Braque cubista, un Rothko o una escultura constructivista rusa sin verse profundamente afectado por el hecho de que los precios de estas cosas ha pasado a ser absurdamente elevado. Y que en algún sentido crucial, esto las ha apartado del mundo de las experiencias cotidianas. Creo que los precios altos ciegan a la gente, que desplazan el sentido de la obra, y puedes pasarte mucho tiempo escribiendo sobre arte sin darte cuenta de que mucha crítica y erudición, lo quieran o no, terminan sirviendo al sistema de forma que un montón de intermediarios con caras como teteras plateadas terminan ganando fortunas endosando obras maestras modernas a otro montón de inversores en cromo en Manhattan y Zurich. Puede que a ustedes esto les parezca o no deprimente, pero indudablemente a mí me deprime.”
Con el triunfo de la posmodernidad ya no sólo se pagaban fortunas por un Rothko o un Braque, sino también por un cuadro de Schnabel o de David Salle; y la depresión de Hughes se transformó más bien en indignación y sarcasmo en sus críticas, así como en los párrafos añadidos al último capítulo de la reedición y puesta al día en 1991 del libro que acompañaba a la serie, donde además de las críticas ya mencionadas dirigía su atención a artistas como Philip Guston, Anselm Kiefer o Sean Scully [1].
EL FUTURO QUE PASÓ
Comenzamos nuestro penúltimo capítulo con una obra que hace gala al mensaje anterior “Complejo 1” de Michael Heizer, una escultura con apariencia de construcción en medio de un terreno baldío a 5.500 pies de altura a 4 horas de Las Vegas. 4 metros de longitud, 33 de altura y 7 de ancho, una escultura colosal con la audiencia más reducida que la que tenían los cubistas hace 70 años. Nunca podrá ser trasladada, ningún museo la podrá albergar jamás y las reproducciones en catálogos y libros nunca alcanzarán a mostrar su imponencia real.
La obra de Heizer en este sentido, deseaba mostrarnos que se puede cambiar la relación de la obra con el sistema del mundo artístico para apartarla de la corriente de opiniones sobre arte. El aislamiento es la esencia del arte de la tierra, al ir hasta allá, le estas dando un sí antes de verla, y le invertirás más tiempo de lo que lo hace cualquier persona frente a una escultura o una pintura en un museo.
Una de las ilusiones del siglo XIX es la idea de que el arte te mejora moralmente y algunos de los más importantes ricos americanos se apoderaron de esta idea para apadrinar, mejorar y edificar muchos de los museos modernos, veían su acto como una especie de actividad religiosa, el señor ama a los donantes generosos y éstos estaban siempre dispuestos. El gran cambio de los museos inició en 1929 cuando se fundó en Nueva York el Museo de Arte Moderno (MOMA); ahora este término es muy habitual, pero en su momento sonaba bastante raro, es decir, ¿No estaba la vanguardia en contra de los museos, no querían quemarlos los futuristas?
La idea de albergar las obras de los artistas de forma sistemática fue inicialmente de Alfred Barr, quien convenció a una cantidad de millonarios, concentrado en la familia Rockefeller, para que respaldaran a un museo como un hecho cultural, es decir, como la cultura de su tiempo. En 1950 el MOMA ya había reunido una colección de arte del siglo XX que ningún otro museo europeo podía superar; todas las rivalidades, diferencias y divisiones ideológicas, estaban recogidas en los muros del museo, no con un espíritu partidista, si no como hechos culturales. El museo descargaba las tensiones de todos los momentos convirtiéndolos en historia. Muchos de los museos se convirtieron en los años 60 y la mayoría de ellos parecían fortalezas con extrema seguridad, lugares donde la gente siente que está paseándose dentro del templo del arte sin sentirse obligado a orar. Si hay un lugar donde el arte puede ensalzar su propia estructura como institución, es este.
En el siglo XIX los artistas solían vivir en sitios bohemios que eran interesantes pero no de moda, hoy, son los artistas quienes hacen que los lugares estén de moda instalándose allí por unas temporadas hasta que los caseros suban los precios, los expriman y tengan que irse a otra parte. Este proceso lo conocemos como “renovación urbana”. Esta idea de la colonia artística como una enorme boutique, ha ocurrido en lugares como París, cuyo centro fue arrasado con excavadoras alrededor delos 70 para hacerle sitio a un conjunto urbano cuyo núcleo sería el Centro Pompidou. El Centro se inauguró en 1977 y recordando nuestro primer capítulo, si el nacimiento de la modernidad fue la Torre Eiffel, este centro sería su final, un palacio del centralismo francés.
En 1920 los constructivistas rusos proyectaban palacios de la cultura que jamás se construyeron; éste ideal marxista del museo como condensador social sólo tomó cuerpo 60 años después. Si alguien llegaba a insinuar que la radiación de la modernidad iba a generar estas mutaciones urbanas y culturales, nadie le hubiera creído. Esto es lo que sucede cuando grandes concentraciones de interés social deciden utilizar al arte como campo de prueba, y lo irónico de esto, es que el triunfo institucional de lo nuevo, ocurrió justo cuando los viejos usos del arte que daban a la vanguardia su significado, estaban a punto de desaparecer. En el siglo XV uno de esos usos era explicar dónde se puede obtener información en el mundo y cómo vivir en él. Habían entonces dos canales de información, la palabra hablada que incluía la charla en la fuente del pueblo, hasta la alta retórica del púlpito y el altar, y el otro canal eran las imágenes visuales, la pintura y la escultura; de las dos, la pintura era la más elocuente con un mayor poder de ilusión visual y su adaptación a prácticamente cualquier superficie. La Basílica de San Clemente de Roma, fue pintada por un artista llamado Mossolino de Panicate, hoy, podemos ver su obra con ojos de historiador de arte o con ojos de turistas, pero lo único que no podemos hacer es verla con los ojos de su audiencia, porque esos ojos suponían (cosa que ahora nuestra cultura no hace) que la pintura era una de las formas dominantes del discurso público. La misión de la pintura era imponer creencias y a partir de esas conductas; ahora bien, así lo entiendo yo, eso es lo que el arte público ha hecho desde siempre.
Hoy ya no tenemos un público crédulo en el arte, porque otros medios le han arrebatado su viejo poder. A lo largo de su historia hasta finales del siglo XIX el arte mantuvo sus propósitos didácticos, mostraba al público lo que se debía adorar, a qué rezar, en quien creer, qué valores adoptar; era el principal generador de símbolos sociales.
Sabemos también que el arte está basado en el placer, en el miedo y en la tranquila meditación más allá de la política; tan amplio como la gama del mismo sentimiento humano, pero a finales del siglo XIX el discurso del arte continuaba unido a su papel como discurso político. De hecho, sin ese papel no hubiesen podido existir las vanguardias porque si el arte no encarna valores, entonces no puede actuar como una conciencia y eso es lo que la vanguardia pretendía ser, la conciencia de una clase: la burguesía, de sus tradiciones y sus costumbres, su principal enemigo, pero también su principal cliente.
Dice Hilton Kramer crítico de arte del New Yok Times: “La relación entre la vanguardia y la clase media es enormemente compleja porque como todo los días la cultura moderna era tan cambiante, el gusto establecido de la burguesía en una generación, era abandonado por la siguiente por el gusto de lo que fue concebido como vanguardia. Fue una gran equivocación histórica tanto en la cultura del siglo XIX como en la del siglo XX mantener la noción de la vanguardia como una especie de guerrilla cultural, haciendo correrías en los reductos de la clase media”
Uno de los primeros pintores que encarnaría la idea de la vanguardia fue Gustave Courbet; en la política, un radial, en arte, un realista, en persona, un egoísta que podía presentarse saludando el mar de tú a tú. Se autodefinió como el hombre más arrogante de Francia y cuando le preguntaban a qué escuela pertenecía, él contestaba lo siguiente: “Soy Courbetista, eso es todo, mi pintura es la única y verdadera, soy el primer y único artista de este siglo, los otros son aprendices o bobos”
Courbet se opuso con firmeza al arte que reinaba en su época, y el castigo fue el insulto: “De qué fabuloso acoplamiento de una babosa con un pavo real, de qué antítesis genital, de qué fangos cenagosos puede haber sido engendrada esta cosa llamada Monsieur Gustave Courbet. Bajo qué invernadero, con la ayuda de qué estiércol como resultado de qué mezcla de vino, cerveza, mocos corrosivos y flatulentas hinchazones pudo crecer esta ruidosa y peluda calabaza, esta imbécil e impotente encarnación del ego”
Ya no se escribe una crítica de arte como ésta, no por timidez editorial, sino porque ahora nadie se siente amenazado por las obras de arte como Honoré Daumiere se sintió por la obra de Courbet. Ésta es la clase de lenguaje que utilizan las sociedades para auto protegerse, y su frenético insulto fue una especie de halago de rebote, es brotado de una intensa fe de la importancia de lo que el arte decía y que sus obras tenían repercusión en el mundo real.
A partir de Courbet, la idea del artista de vanguardia como una especie de anarquista quedó entonces establecida en la mente del público, y contribuyó a la idea de que el arte moderno no le debía nada al pasado, oponiéndose a todas las tradiciones. Su papel era crear un modelo de disensión. Pero los modelos son diseñados por otros medios y cuanto más avanzamos en la cultura del espectáculo de masa, más mengua el impacto del arte museístico; lo máximo que ocurre, es que algunas veces el público se enfade con algún objeto porque le parece que no vale el dinero que el museo pagó por él. Es lo que sucedió con los 120 ladrillos del artista Carl Andre. La diferencia real entre esta escultura y todas las que se han hecho en el pasado, es que ésta depende no un poco, si no totalmente del museo. Un Rodín en un basurero por ejemplo, sigue siendo un Rodín desplazado, pero los ladrillos de Andre en la calle, sólo son eso, unos ladrillos.
Entonces el museo se convirtió en un socio a la par con el artista ayudando a crear la obra en el único lugar en el que la pila de ladrillos puede ser vista como arte, unida al contexto de un movimiento del arte llamado minimalismo; es como observar las obras de Donal Judd que generalmente son cajas de madera, pero lo que el museo les da, es una opción en el debate sobre la naturaleza y los límites del arte.
Por otro lado, la mayor parte de las grandes voces de la modernidad no son ni de la derecha, ni de la izquierda de la sociedad, sino de afuera de ella, y la razón básica de que la vanguardia tenga tan poca relevancia en la acción y más en la sensibilidad es porque en cierto punto, es solitaria. Este rechazo de la actitud pública no sólo está en el arte abstracto, también está en el arte descriptivo, hay un inmenso abismo entre las ambiciones de un Courbet o un escultor americano como George Segal porque su tema no es la sociabilidad humana, como su imposibilidad de comunicarse.
Gran parte de los estilos de vanguardia desde el cubismo se plantearon como una crítica de la vida, pero el estilo dominante del museo en los 60 por supuesto que no. Una artista que se destacó dentro de la pintura de campos de color fue Helen Frankenthaler, la progenitora de toda una escuela de la mancha; su obra lleva un hilo constante de imágenes de paisaje pero otros pintores que adoptaron su técnica prescindieron de ello.
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Morris Louis quería presentar una superficie decorativa e impersonal de la que todo carácter simbólico estuviese excluido, Kenet Noland redujo aún más los elementos, convirtiendo el dibujo en plantillas, sus cuadros estaban basados en las formas más simples que se suponían formas de color, nada más. En el polo opuesto de la sensibilidad, estaban los cuadros de Frank Stella de los 70, llenos de una especie de agresividad magnética decorativa.
La patente energía de esta clase de obras desmiente la idea tan comentada recientemente, de que la pintura abstracta como tal, es una forma moribunda,como lo hacen de modo distintos los cuadros de Bridget Riley, pues el arte abstracto puede servir como modelo de limpia sensación, es exactísimo al mostrar los deslices que pueden ocasionar en el proceso de ver, y lo inseguros que pueden ser los ojos; y aunque algunos crean que este arte no tiene contenido, uno puede opinar que este proceso de ver y sentir expuesto en el lienzo, es el contenido. El talento de Bridget tan agudo, no fue meramente decorativo, pero el mundo comercial del arte, hizo que pareciera así en los 60 engullendo su obra y escupiéndole como una moda, el Op Art.
Ahora, el mundo de la publicidad como sistema se fundió con el mundo del arte como sistema y eso era nuevo, de una manera muy insidiosa la idea del enfrentamiento cultural se vio sustituida por la de estilo, y eso también era nuevo; a partir de este proceso, hubo una avalancha de arte instantánea para gente instantánea, todos obteniendo sus quince minutos de atención exclusivo donde nuevas clases de coleccionistas veían su modernidad como una forma de respaldar sus carreras sociales o de comprar una imagen moderna de relaciones públicas para sus compañías. El emblema de esta cultura no es ninguna obra de arte determinada, si no el mismo mercado artístico que comenzó a crecer y sigue creciendo mientras que el dinero va decayendo; el resultado fue que mientras antes las obras de arte se nos presentaban como extraños con los que uno podía dialogar y gradualmente iba conociendo, ahora tienen un carácter más de estrellas de cine. Dudo que alguien pueda mirar hoy en día a un Braque cubista, a un Rothko o a una escultura constructivista rusa sin estar afectado por el hecho de que el precio de estas cosas se ha puesto absurdamente alto y las han apartado de la expresión ordinaria.
La ley básica del mercado artístico es que el arte mismo no tiene ningún valor intrínseco, ningún valor como material, su precio sólo refleja dos cosas: Deseos y esclavitud. Así, una reacción entre los artistas de los años 70 fue la de dejar de producir objetos, para hacer un arte que en teoría no podía ser vendido, un arte que fuera simplemente un acto que sólo dejara su rastro en película o cinta, y como su material básico es el cuerpo del artista, algunas piezas de actuación requieren presiones externas como la pieza de Stuart Brisley cuando estuvo a punto de ahogarse en un depósito de agua.
Podemos ver claramente a qué traducción pertenecen estas obras que son lo que hoy conocemos como Performance art, aunque este término no estaba aún en el léxico de Robert Hughes y muchísimo menos imaginó su impacto, pertenecen al expresionismo. El retrato, el artista, su propio cuerpo visto a la vez como sujeto y como objeto. Si se quiere encontrar un cruce entre el primitivo romanticismo del arte americano y el narcisismo de los 70, éste sería uno de ellos; sus orígenes se remontan hace más de 70 años cuando Marcel Duchamp se afeitó una estrella en la cabeza.
Uno de sus representantes más interesantes se encontraba en Viena, y es curioso puesto que Viena fue la ciudad de Freud, una cuna del psicoanálisis y su cultura está impregnada del deseo de poner en duda el campo neurótico. Arnulf Rainer se inspiraba en fotos de poses catatónicas y muecas en el manicomio con las cuales representaban sus propias versiones de ello frente a una cámara para luego alterarla con sus propios trazos.
Por otro lado, la esperanza de los surrealistas y los constructivistas o futuristas en que el arte influye en la política ya se ha casi extinguido, uno de los artistas importantes que veía el arte así fue un Alemán, Joseph Beuys, un ex piloto de guerra cuyos happenings, manifiestos y su reputación general como el flautista de Hamelin en la política, le han convertido en una figura anómala cuya obra completamente contestataria frente al establecimiento Alemán, está cotizada irónicamente entre la mitad de los banqueros y financieros de Alemania Occidental. La obra de Beuys por lo tanto, tampoco escapó a su destino mercantilista, todas las vanguardias dirigidas a la sociedad o no, eran efectivamente vaciadas por el mercado, pese a esto, su obra era sorprendentemente potente. Beuys construyó cajas de cristal donde introducía recuerdos del pasado Alemán, una de las piezas más conocida es “La caja de auschwitz” la obra es demasiado personal, demasiado cargada de memoria.
Lo que describiremos a continuación puede que haya sido la “escultura” (Ahora lo llamamos instalación, sólo que en ese entonces, Robert Hughes aún no utilizaba este término) más costosa que se haya hecho, costó más de un millón de dólares, se alza en el desierto de Nuevo México a unos 300 Km de Albuquerque: 400 barras de acero inoxidable con sus puntas formando un campo de lanzas uniformes de 1 km de ancho y una milla de largo, todo dispuesto con exactitud hasta el último centímetro. El campo de los relámpagos se llama, su artista es Walter de María.
Está claro que el museo no puede albergar todo el arte y no es un buen sitio para pequeños gestos, porque los pequeños gestos no combinan muy bien con la colección permanente, toda institución tiene sus límites aunque trate de negarlo; pero eso no es culpa del museo por supuesto, un museo no puede contener toda la cultura, así como el sol no puede abrigar a toda la naturaleza. Entonces ¿Si la vanguardia ha perdido sus funciones, es el arte moderno sólo una salida histórica?
Tomas Messer quien fue director del museo Guggenheim, afirma que mientras haya vida en este planeta, habrá arte, lo reconozcamos o no como tal, lo tomemos o no por lo que es, o lo miremos desde un punto de vista equivocado y deduzcamos que es arte algo que no es (Ese es otro asunto), pero el arte estará seguro.
Acabamos este capítulo justo donde comenzó la modernidad: La Torre Eiffel.
La historia nos ha enseñado una cosa muy importante sobre saber qué va a pasar en el futuro y cómo ha funcionado el sistema artístico: Que los críticos de arte mirando a su bola de cristal para adivinar cómo será este futuro, invariablemente siempre se equivocan, pero lo que puede decirse como una certeza final es que ya no tenemos vanguardias, pero ciertamente, siempre tendremos arte.
Ésta entrada es una recopilación de diferentes fuentes: (1) Introducción de Xavier Ferré en Jot Down | (2) Descripción del documental de Ursula Ochoa en La Artillería | Documental alojado en youtube porLaurentix1701