Científicos demuestran que hacer la guerra no es parte de nuestra naturaleza
Hablar de “Naturaleza humana” resulta cuando menos polémico. Somos un cúmulo de construcciones socio culturales que se fusionan con nuestra herencia biológica para constituirnos como la especie más compleja y contradictoria del reino animal. Es por esto que nos dividimos al dar explicaciones de nuestro comportamiento, que van desde el extremo biologicista y hasta aquel que nos pretende sólo como el resultado de nuestras herencias culturales.
Otros pensamos que estamos en el medio de ambas propuestas, es decir que somos el resultado del despliegue genético y a la vez esa manifestación orgánica interacciona con las estructuras sociales para constituirnos. Y esto parece tener fuerza, ya que cuando los científicos buscan evidencia para identificar cuál de estas explicaciones es la correcta, invariablemente encuentran evidencia que soporta ambas hipótesis.
En éste sentido, cabe recordar la histórica frase de Thomas Hobbes “El hombre es un lobo para el hombre”, con la cual asume que el egoísmo y la violencia son innatas al ser humano. Al respecto un estudio publicado a principios de este mismo año en la revista Nature ponía sobre la mesa evidencias de una matanza en una sociedad de cazadores recolectores de hace 10.000 años. Los restos encontrados en Nataruk (Kenia) correspondían a 27 personas asesinadas, entre hombres, mujeres y niños, que murieron por heridas infligidas con flechas y otras armas. El descubrimiento es, según los autores de la investigación, la evidencia más antigua conocida de un acto de guerra.
Los resultados de esta investigación parecían mostrar que el conflicto no es simplemente un síntoma de nuestras sociedades modernas y que “las muertes en Nataruk son testimonio de la antigüedad de la violencia y la guerra entre seres humanos”, según aseguró la principal autora de aquel estudio, la paleoantropóloga de la Universidad de Cambridge, Marta Mirazon.
Sin embargo, otro grupo de esqueletos descubierto recientemente en Japón cuenta una historia completamente diferente. Estos restos corresponden al periodo Jomon de Japón y pertenecen a una sociedad de cazadores recolectores similar a la de Nataruk.
Aunque no es posible distinguir las lesiones de un asesinato asilado de las de una guerra, los investigadores concluyeron que solo un 1’8% de los adultos y un 0’89% de la población (incluidos los niños) murieron violentamente. Un resultado mucho más bajo que los porcentajes de entre un 12 y un 14 por ciento obtenidos en estudios anteriores.
Además, los investigadores no pudieron encontrar ningún lugar con restos similares a los encontrados en Nataruk, es decir, con un elevado número de fallecidos por muertes violentas. Tampoco encontraron una mayor tasa de mortalidad violenta en un período de tiempo corto. Por el contrario, los resultados mostraron que las muertes violentas estaban dispersas en el tiempo y en el espacio, lo que sugiere las guerras no eran comunes en Japón durante esa época.
Según argumentan los autores en el estudio, publicado en la revista Biology Letters, “resulta engañoso tratar algunos casos aislados de masacre [como el de Nataruk] como algo representativo de nuestro pasado cazador-recolector” y han asegurado que creen que “la guerra depende de las condiciones específicas sobre las que hay que analizar más datos”.
Éste es un caso típico de investigadores que llegan a conclusiones dispares, mutuamente excluyentes, porque en el primer caso sólo han considerado un grupo reducido de datos para hacer sus análisis. Aunque está claro que, cómo en toda investigación científica, las conclusiones del equipo Japonés son probabilísticas y dejan abierto el problema para seguir avanzando en el conocimiento, gracias a ellas podemos reconocer, desde nuestros inicios como especie, ese campo de libertad que nos distingue; la cual puede ser ejercida de manera violenta o constructiva.
Con información de Cienciaxplora y agencia Sinc.