Oaxaca es libertad

"La libertad es un terremoto que nos enseña a bailar, que destruye y crea y conserva el corazón en hoja santa. La libertad tiene su mayor expresión en el surco, en el color y en la palabra, su región y su claridad es el arte", escribe para #VíaLibre Roberto Acuña

Por Roberto Javier Acuña Gutiérrez

 

Francisco Toledo no aparecía, me cansé de recorrer los musculados troncos de los árboles del Centro de Oaxaca. En la Ciudad de México no hay árboles así, la mayoría son de circunferencia estrecha, muy jóvenes, los más anchos y forzudos han sido talados sistemáticamente. Una edad avanzada es un problema en una gran ciudad, tanto para hombres como para árboles, acá no se soporta la vejez, la longevidad de una idea o una rama; los pinos, los abedules, las higueras, los pirules, los hombres y mujeres de más de cincuenta años parecen haber cumplido su vida útil, qué hacemos con tanto producto caducado, mastican y escupen los dientes de la urbe, no hay basurero ni madererías que quieran recibir esas maderas podridas por la inclemencia de la vida.

En Oaxaca hay un culto a la vejez  y a la paciencia, a la sabiduría de la tierra y de los hombres que también son de tierra, hijos del maíz, semilla que si no se cultiva muere, como el conocimiento, como el arte, como el mole, plato que se da con los tiempos del metate, chiles y semillas que arden y brillan en la lengua, como el amor, como todo el amor.

Los árboles son gruesos y grandes, templos de quietud y rabia, podrían hablar de epopeyas y conquistas pero se llega a una edad en que todos superamos la épica y la violencia, tan dada a los arrebatos juveniles, al sacrificio de un ideal o ideología, de una rabiosa bandera que aún no es y se impone sobre la tranquilidad de los hombres, sobre su sueños, sobre la paz que parece siempre ir armada.

Héctor, Aquiles, el Cid representan el rapto de la juventud, en cambio, los dioses prehispánicos: Quetzalcóatl, dios tolteca, concupiscente deidad de mayas y nahuas, vieja que muda de piel como el mundo, serpiente melancólica, dios exiliado, trazo en el agua y en el cielo, sueño de un mundo mejor, de una flor que se siembra para morir en la tranquilidad de la noche, se parece tanto al dios de la lluvia Cocijo y a la propia Pitao, diosa del maíz, ambas zapotecas.

La vida es un ciclo que se cultiva, es el hombre jaguar y el águila es las plumas de barro del hombre. El oaxaqueño es un nahual, no un hombre de conquista; es violento, sí, irredento pero así es la naturaleza. El sol de Monte Albán no puede más que quemar al alumbrar, los árboles exigen su espacio, el aire, sus pájaros y los toman, se han ganado el reposo de sus frondas y la gente después de tantos siglos entiende su lenguaje y sus querencias, el reclamo de su vida que es la suya propia.

La libertad es un terremoto que nos enseña a bailar, que destruye y crea y conserva el corazón en hoja santa. La libertad tiene su mayor expresión en el surco, en el color y en la palabra, su región y su claridad es el arte. Son las sandías y las guitarras de Tamayo y el bestiario y el nahual blanco que es el propio Francisco Toledo; son las mujeres y las flores de Rodolfo Morales; las blusas de San Antonino que son pétalos vivos; la arquitectura grecada y el trazo salvaje y prehispánico del jardín etnobotánico; el “Dios nunca muere” y es esta búsqueda insaciable de los sentidos que no se cansan de recorrer el fresco cántaro de las mujeres oaxaqueñas o el paso infatigable de las gubias sobre esa curva insalvable del suicidio que todo grabador hunde en la madera, en el metal, en el cobre, en sus propias manos, en el delirio negro de sus venas…

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De algo estoy seguro, en Oaxaca a pesar de los rencores entre los pueblos, de los malos gobiernos, de la situación precaria de los maestros y la educación, a pesar de todo Oaxaca es libre y sonríe con el arte de su gente, Oaxaca es ese Toledo que miré caminar en una calle cercana al Centro el último día de mi viaje, todo él de manta blanca, entero, un árbol que en su centro es color, es fronda, es el nahual que se transforma en mono, en cocodrilo, en terremoto para que nosotros mismos aprendamos de una vez por todas a bailar.

 

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