La gata oaxaqueña

"Uno siempre escoge las peores compañías, construimos el sueño de que con nosotros el otro o la otra o lo otro será diferente", escribe para Vía Libre Roberto Acuña

Por Roberto Javier Acuña Gutiérrez

 

Hasta ahora recorrí el Centro de Oaxaca sin suerte, Toledo no aparece y una gata me sigue por todos lados, entra en mi cuarto y se duerme en alguna silla o debajo de la cama cuando se cansa de jugar con mis pies o dormirse sobre ellos.

No tengo buenas experiencias con los gatos, por lo regular termino arañado, pero esta gata oaxaqueña parece ignorar o no le da nada de importancia a mis turbias relaciones pasadas, uno siempre escoge las peores compañías, construimos el sueño de que con nosotros el otro o la otra o lo otro será diferente.

Al principio la acaricié con recelo, cuidándome los dedos, pero nada pasó, se amoldó a mi tacto, recargó su cabeza sobre la palma de mi mano. Algo parecido a lo que yo sentí ha de sentir una madre al tocar a sus hijos o dios al acariciar a su creación cuando ésta sale del horno,  aún calientita, suave, porque una vez fuera la masa o la carne, el aliento se endurecen y entonces es mejor echar a esa cosa fuera de la casa, correrla, defenestrarla, arrojarla fuera de nuestro paraíso.

Algo tienen los gatos que parecen alejar de ellos el mayor vicio de la edad: la fealdad. La podredumbre causada por la vejez en los felinos sólo se nota al querer notarla; por ello esta gata fue afectando mi tacto de tal manera que era ella quien movía mis uñas y las yemas de mis dedos sobre su pelambre, fue su culpa que las ganas por agarrarla y arrojarla por la ventana cesara de golpe. Codicié su condición, lo torvo de una juventud oscura, la decidía y la modorra de su cola se enredó en mi antebrazo y subió como el olor de las toronjas en el patio, como las sombras de las manzanas mordidas rodando en el jardín.

Lo hermoso de los animales y de los niños pequeños es que se encuentran en estado de gracia, son inocentes, aunque la inocencia no está peleada con el crimen, con la silueta fría del espejo, con el asesinato de un pájaro a la hora del desayuno.

Lucrecia ―así decidí llamarle a la gata― y yo nos acompañábamos todas las mañanas. Daba vueltas a mi alrededor mientras yo preparaba el café como trazando un círculo mágico alrededor mío. Después, al sentarme, arañaba mis calcetines un poco para que me los quitara, le gustaban mis pies ajados, desnudos y fríos para acostarse sobre ellos. La ropa no es buen compañero de la intimidad, y los pies siempre mantienen una pizca de la primera inocencia y una parte que raras veces dejamos tocar, de ellos nacen las cosquillas, el inicio de la aventura y la puerta para descubrir los misterios del mundo y de la muerte. Tener a Lucrecia sobre ellos era una especie de amuleto para el día que empezaba a madurar.

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Al terminar el desayuno me ponía de nuevo los maltrechos calcetines y no sin cierta tristeza por esa calma perdida me colocaba el sombrero y Lucrecia y yo nos despedíamos al salir de mi cuarto, muchas veces insistía en quedarse dentro, así que dejaba abierta la ventana, total, ay de aquel que intente robar en la morada de los gatos.

Sus maullidos se escuchaban al bajar las escaleras y aún en el portón, y a pesar de que el sol se asomaba siempre muy jacarandoso por la calle de Colón, sobre la cual me hospedaba, siempre había una sombra que me refrescaba por los tejados. Existen penumbras que son más vivas que nosotros mismos, hay oscuridades que dirigen el destino de todos los hombres sin que tomen jamás una forma definida. Quizá el sol de Oaxaca es el ojo dorado de un gato tuerto, un gato negro, casi azul como las noches de este cielo.

Continuará…

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1 comentario

  1. 31/08/2018 at 12:38

    […] Francisco Toledo no aparecía, me cansé de recorrer los musculados troncos de los árboles del Centro de Oaxaca. En la Ciudad de México no hay árboles así, la mayoría son de circunferencia estrecha, muy jóvenes, los más anchos y forzudos han sido talados sistemáticamente. Una edad avanzada es un problema en una gran ciudad, tanto para hombres como para árboles, acá no se soporta la vejez, la longevidad de una idea o una rama; los pinos, los abedules, las higueras, los pirules, los hombres y mujeres de más de cincuenta años parecen haber cumplido su vida útil, qué hacemos con tanto producto caducado, mastican y escupen los dientes de la urbe, no hay basurero ni madererías que quieran recibir esas maderas podridas por la inclemencia de la vida. […]