La leyenda que sucede en el Metro durante los aguaceros
Una leyenda mexicana cuenta una anécdota que sólo sucede en días terribles bajo el subsuelo. Es una historia atroz que tiene un sustento de verdad; porque el Metro es un espacio mítico que alberga distintos tipos de realidades, unas atroces y otras placenteras.
Durante los aguaceros, en el umbral del subterráneo y su salida, una anciana te pide que la ayudes a cubrirse con un roído gabán para no mojarse. Una vez que la miras cubrirse la cabeza, mientras sostienes su sucio bordón, que no es más que un palo de escoba, la anciana te regala un tepalcate con la efigie de Tláloc. Te dice, “es lo único que tengo, tómalo en agradecimiento, era de mi hijo”.
Hasta aquí la historia puede ser bastante anodina, pero hace falta algo de sangre. Su hijo se suicidó, tirándose de cabeza a las vías para ser arrollado por el tren que va hacia Indios Verdes. Esta es una historia verídica que sucedió en la línea 3. Algunos dicen que el hijo de aquella fantasmal anciana se mató en la estación Hidalgo en hora pico, y otros dicen que fue en Balderas.
Si te llevas el funesto tepalcate, te darás cuenta que es una flauta. Hay dos formas de percatarse de esto, la primera es evidente, pero hay algunos estúpidos que sólo se dan cuenta hasta que sucede la segunda. Por las noches la flauta se toca sola. Escalofriante y real.
Los ojos de la vieja estaban nublados por las cataratas. Lo sé muy bien porque la historia que quiero contar es en primera persona. Si no me hubiera pasado a mí no la estaría contando.
No soy una buena persona, pero intento serlo de vez en cuando. La vieja se me acercó y al ver su estado de vulnerabilidad sentí odio y compasión. Odio, sobretodo, porque pensé que me pediría dinero, estoy harto de que me pidan dinero. Cuando me dijo lo que necesitaba, actué en contra de esta emoción que me devoraba, y la ayudé a ponerse su cobija sobre el cuerpo.
¿Por qué no se espera un rato?, le pregunté a la señora al ver que el aguacero arreciaba. Las gotas chocaban contra el techo de la estación produciendo un sonido alarmante. Es de todos sabido, que el paradero Indios Verdes se convierte en una verdadera laguna, donde suceden historias trágicas llueva o no. Esta situación resulta muy peligrosa para una anciana que apenas puede mover las piernas. Sobre todo si tiene una cobija encima que le impide moverse, además de ver. La señora, que caculo tendría unos 70 años, sonrió, enseñándome sus dientes podridos.
Me dijo, “vivo muy cerquita joven”. Le ofrecí dinero para que tomara un taxi, pero me rechazó amablemente, diciendo que en verdad “vivía muy cerquita” y que prefería caminar. En agradecimiento me dio el maldito Tláloc.
La vi subir con mucho esfuerzo las escaleras y perderse entre el mar de gente que bajaba y subía como una marea provocada también por la lluvia. De hecho sí había una marea creciente porque el agua comenzaba a bajar por las escaleras.
Ese día fue caótico porque el paradero se había anegado de una forma nunca antes vista. Al llegar a casa, después de tres horas de camino por las lluvias —cuando normalmente me hago una hora— vi en los noticieros el reporte de las inundaciones. Lo que escuché en el televisor me dejó helado: “una anciana murió ahogada cuando intentaba cruzar el paradero Indios Verdes”.
La noticia funesta me increpó a la incredulidad. Tomé el Tláloc y lo arrojé a la basura, en un activo instintivo de rechazo. Por la noche sonó su melodía fantasmal. Ahí me di cuenta que la leyenda era verdadera. Así que cerré la bolsa y la aventé por la ventana. A las cuatro de la madrugada pasó la carreta de basura —en mi colonia en Ecatepec, un drogadicto pasa con una carreta tirada por un caballo recogiendo la basura. Le aventé cinco pesos desde mi ventana y se llevó la bolsa.
Esuché el ruido de la flauta alejándose, cada vez más fuerte. Pese a las leyes de la física. Era una evento acústico aterrado, como eso de que cuando la Llorona se escucha lejos es porque está cerca. Llegó un momento en que la música espectral cesó y pude dormir. Dormí como un bebé.