«Ahora ya no podemos sembrar en el asfalto»: la destrucción ocasionada por la carretera Toluca-Naucalpan
Dos ideas de progreso se enfrentan cuando un proyecto de infraestructura se plantea en algún país latinoamericano: por un lado la visión que defiende la tecnología a cualquier precio, aquella creencia que sostiene al asfalto como mecanismo de modernización y como una premisa del ascenso social o lo que podría traducirse en aquella farsa en donde el pobre con televisión y carreteras está un poco más cerca de la felicidad y más lejos de la miseria.
En el otro extremo, la defensa de los bosques, de los recursos naturales como el agua o la tierra, son las banderas de una vida mejor en tanto que existe un equilibrio entre el medio y el ser humano –sin idealismos y con mirada crítica–, una vida que se preocupa por su reproducción sin que ello signifique la destrucción del mundo conocido.
Estas dos visiones se enfrentan diariamente en los contextos en que, sobre todo pero no únicamente, pueblos indígenas resisten y luchan contra la imposición de proyectos que llevan el «progreso» y «las ventajas tecnológicas». Tal y como la socióloga boliviana Patricia Chávez sostiene: Ya no puede hablarse sólo de «tensiones» entre gobierno y algunos sectores de los movimientos sociales, sino de verdaderas contradicciones entre los horizontes de ambos: mientras para unos urge subordinarlo todo a los tiempos, proyectos y espacios de un supuesto proyecto desarrollista, para otros, estas proyecciones discursivas se hacen dudosas desde el momento en que no se traducen en condiciones para el mejoramiento de sus precarias condiciones de vida o de las posibilidades de su reconstitución como pueblos indígenas, sino que se muestran bajo el ala de vagas imágenes de trenes modernos surcando el territorio, del lanzamiento de satélites, de la construcción de modernas represas. Como si la modernidad se tratara básicamente de eso, de trenes, carreteras, satélites, fábricas, explotación de los recursos naturales, crecimiento de ciudades, etc».
Un ejemplo concreto ejemplifica muy bien la confrontación y que, de ganar la batalla el progreso, representaría una gran afectación al medio natural del centro de México:
La carretera Toluca-Naucalpan, uno de los proyectos de infraestructura que ha enarbolado el gobierno del Estado de México –primero con Enrique Peña Nieto como gobernador y ahora con Eruviel Ávila como titular de la administración–, continúa siendo polémico en su planteamiento, por su eficacia real y por el modo en que se ha querido construir.
Lo primero que debería tomarse en cuenta al plantearse la construcción de una carretera es la necesidad que va a atender y en segundo lugar la viabilidad del proyecto como respuesta a una situación específica. En el caso de la carretera Toluca-Naucalpan las dos premisas son refutables y, por si esto fuera poco, el proyecto ha despertado desde su comienzo –hace ya diez años– un rechazo amplio y firme en las comunidades más afectadas, las comunidades otomís de Santa Cruz Ayotuxco, San Francisco Xochicuautla y San Lorenzo Huitzizilapan, pertenecientes al municipio de Huixquilucan y al de Lerma, las dos últimas.
El cambio no es sustancial ni mejora las condiciones de vida de las personas que habitan esta zona
Mientras la carretera federal que actualmente comunica Toluca con Naucalpan, la nueva autopista –de pago– reduce en tan sólo 40 minutos el recorrido, por lo que el cambio no es sustancial ni mejora las condiciones de vida de las personas que habitan esta zona; en segundo lugar, el costo de la nueva carretera no estaría al alcance de los bolsillos de las comunidades, quienes continuarían usando la misma vieja vía de acceso, mientras que las personas con algo más de capacidad económica serían realmente las usuarias.
Caminando junto a la comunidad
Como un gesto de transparencia, la comunidad de Santa Cruz Ayotuxco organizó un recorrido por el tramo carretero que destruye la parte de bosque situada en los linderos de la comunidad, tramo que se encuentra construido en un 75%. La visita a esta comunidad y el caminar con la gente por un monstruo de asfalto que cercena las extensiones de tierra que son árboles o milpas, es sin duda una de las enseñanzas del modo indígena de entender la relación con la tierra.
A modo de una serpiente que divide dos colinas, el tendido de asfalto ensucia el verde del bosque, lo corta abruptamente y lo convierte en algo secundario, algo que se ha perdido para siempre y que significa ahora la más grande tragedia de la comunidad desde su creación en los tiempos anteriores a la Nueva España. Las personas que acompañaban en el recorrido tenían caras largas, «allá se sembraba maíz y era una vereda por dónde toda la gente pasaba para adentrarse en el bosque, ahora está todo ese concreto» me comenta una señora de alrededor de setenta años que ha vivido toda su vida en Ayotuxco.
Hilario Tomate, autoridad tradicional legitimada por el régimen de usos y costumbres, refiere que la carretera está destruyendo el bosque que por resolución virreinal es parte del patrimonio comunal, «los daños son en lo ecológico, lo cultural, en lo socioeconómico, rompió un tejido social que son nuestros usos y costumbres este proyecto carretero rompió muchos trazos».
Durante el recorrido hecho de la mano de la comunidad, las y los habitantes de Ayotuxco señalaron el lugar por donde estaba una vereda que conectaba algunos terrenos de cultivo (maíz, hortalizas y magueyes) con la zona de bosque cerrado, un lugar de mucha importancia porque justo ahí se encontraba hasta hace muy poco tiempo un manantial llamado el Pozote, de donde muchas personas se abastecían. Hoy este lugar luce atravesado por una gran masa de asfalto, el agua ya no está al alcance de nadie y en cuanto esté terminado este proyecto, las personas de la comunidad no podrán transitar libremente.
Sin embargo la empresa responsable del proyecto, la filial del Grupo Higa Autovan-Teya, continúa argumentando que la carretera es indispensable para acortar distancias y que es un beneficio para la región. Lo que no dicen los representantes de esta empresa ni sus abogados es que el 6 de abril de 2017, la magistrada María del Pilar Bolaños Rebollo, del Tercer Tribunal Colegiado en materia administrativa del Segundo Circuito, resolvió suspender todos los trabajos de construcción de la autopista Toluca Naucalpan en el tramo que atraviesa esta comunidad otomí, tal y como queda asentado en el recurso de revisión 27/2017 hasta que el juicio de amparo 1396/2015 se resuelva.
En otro tramo del tendido carretero se podía observar a los trabajadores colocando la grava y el chapopote, a su lado varios camiones de volteo transportaban material y de manera discreta, un autobús de policías estaba estacionado al final de una larga fila de vehículos. La empresa sabe perfectamente que al continuar con las obras está violando la orden de suspensión emitida por la juez y con ello, además, viola los derechos constitucionales de la comunidad, violenta un proceso jurídico y es merecedora de una gran multa. En opinión del equipo de abogados que apoyan a la comunidad, la empresa prefiere arriesgarse a pagar la sanción y apresurar la construcción total del proyecto ya que, de ser así, el amparo perdería su efecto, pues el recurso se aceptó contra la obra inacabada.
De manera rápida una camioneta acercó, hasta el punto en donde los trabajos se estaban llevando a cabo, a Carlos Valderrama, jefe del departamento de la Dirección de Gobierno del Estado de México, quien cuestionó la presencia de las personas de la comunidad y de los medios de comunicación argumentando que no había razón para parar los trabajos, sin embargo las autoridades tradicionales que encabezaban el recorrido mostraron el oficio de suspensión y prefirieron dejar constancia de ello ante las cámaras. Luego pusieron fin al recorrido para evitar confrontaciones.
La comunidad ha expresado su profundo rechazo a esta carretera al igual que las otras dos comunidades afectadas, quienes a través de sus formas han mantenido una lucha constante contra este proyecto del progreso capitalista. Por ejemplo, San Francisco Xochicuautla, comunidad otomí en la cual la empresa no ha podido avanzar en la construcción del tramo correspondiente, de manera no habitual, se ha presentado de manera pública un proyecto alterno que reduce de manera contundente los daños al bosque y además se enmarca dentro del presupuesto previsto por la propia Autovan-Teya.
Tras varios recorridos hechos por Ayotuxco para impedir el avance en las obras y con una convicción férrea en la defensa de su territorio y en el reconocimiento de la violación de la cual fueron víctima al no respetarse sus resoluciones contra el proyecto, la comunidad expresó en su más reciente comunicado del pasado 12 de junio de 217, que «la determinación en la defensa de la vida se ha crecido y hasta ahora la respuesta de los de arriba ha sido la de incumplir con su propia legalidad e ignorar la suspensión definitiva, en nuestro territorio, de la autopista privada Toluca-Naucalpan, porque de por sí así son sus modos, porque de por sí así muestran su desprecio hacia nosotros los pueblos indígenas».
Lugar de muchos armadillos
Santa Cruz Ayotuxco es una comunidad pequeña, alrededor de 5000 personas la habitan y le dan identidad. Su nombre significa «lugar de muchos armadillos», aunque ahora ya no queden tantos, el trazo carretero destruyó para siempre buena parte del bosque que rodea su territorio.
De origen hñähñu, o como se conoce más habitualmente, otomí, la población de esta comunidad guarda con mucho cuidado ciertas tradiciones que fundamentan su identidad indígena. Además de la siembra de maíz y de otros productos agrícolas o de la producción de pulque, la relación con el bosque se materializa en las peregrinaciones que cada año se hacen en esta región y que tienen como objetivo final, agradecer a la Madre Tierra sus productos y su fertilidad.
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«Nos han afectado bastante, no son árboles, son bosques los que han afectado bastante, ahí había agua, cuando metieron la mano de chango, salió como si fuera una fuente, entonces les dijo una persona de la comunidad: no la desperdicien» me comenta don Ausencio, un señor de juicio que se suma al recorrido desde el comienzo y que en la mano va cargando un hongo comestible, una de las tradiciones de esta región del país.
El agua que brotaba de manantiales ahora ya no es tan habitual, la expresión del progreso que una empresa constructora y el Estado mexicano han impuesto, prefirió arrasar con buena parte de su territorio y violar las disposiciones penales antes que comprender que no siempre el progreso está basado en la tecnología y en el control del mundo a través de ella. El respeto y conservación del medio ambiente es central para imaginar la reproducción de la vida.
«Aquí cosechamos –continúa don Ausencio– maíz, haba, frijol, pero ya casi todo se ha perdido; recogemos honguitos, aunque yo crecí cuidando a mis reces. A mi me hubiera gustado que el pueblo siguiera como estaba pero lo destruyeron, eso es lo que siento más de mi parte».
Sobre el autor
Heriberto Paredes Coronel
Periodista y fotógrafo independiente
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