Sobre humanos y osos
Historia de un Oso, el corto animado que ganó un Oscar este año, nos acerca en diez minutos a la vida de un oso adulto que se gana la vida activando un aparato ingenioso que cuenta con marionetas y motores su propia historia. Separado de su esposa y su osezno, es llevado por unos seres de aspecto militar a ser una pieza de circo: un oso que hace piruetas. Movido por el impulso de reencontrarse con su familia logra escapar. Y al volver a su casa ahí lo esperaban, ahí estaban esperándolo. La ficción que activa cada vez que pone en marcha el aparato le sirve no sólo para ganarse la vida en sentido figurado, sino literalmente para sobrellevar la vida: soluciona en la ficción de su deseo su drama real, ya que en la realidad ese reencuentro con su familia nunca se dio. Activar su artificio le sirve para mantener viva su esperanza.
Según su creador, Gabriel Osorio, el corto cuenta la historia del exilio de su abuelo, que vivió fuera de Chile y lejos de su familia por 10 años tras ser expulsado del país por la dictadura de Pinochet. Pero en realidad el corto cuenta mucho más. Decía Gabriel en una entrevista que le sorprendía el que audiencias distantes hayan terminado relacionándolo con sus propios procesos políticos (Los taiwaneses con la invasión japonesa, por ejemplo). Y es que el corto en realidad cuenta una historia profundamente humana. Habla –desprovista de la frontera del idioma- del apego primordial a la familia y del dolor también primordial vinculado a su pérdida.
Durante la semana pasada estuve pensando en la difundida incapacidad de empatía de nuestra sociedad. Algunas cosas me habían llevado a obsesionarme con el tema: el tonito burlón y despreciativo en que gente de mi entorno hablaba de la premiación de Máxima Acuña, el apoyo aparentemente masivo que tenía la medida de pena de muerte ofrecida por Keiko, la soltura con la que gente en redes ha empezado a utilizar más y más el mote de terrorista. Terminé la semana viendo La Última Noticia, película peruana sobre la época del conflicto armado interno que nos pinta este escenario, repetido ya por otras producciones, de la población civil atrapada entre dos fuegos; igual de brutales, igual de inhumanos. En mi opinión, la película cae un poco en el estereotipo, lo que la aleja de la comprensión de la complejidad. Pero la película funciona: Conmueve y genera miles de preguntas sobre la maldad ¿Qué nos llevó a desfigurarnos como sociedad? ¿Qué nos lleva ahora a anular nuestra capacidad de reconocernos en el otro? ¿Qué nos lleva a que nuestra sociedad descalifique valores universales como la compasión, tildándola de caviar, blandengue, roja?
“Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse en un monstruo”, decía Nietzche. Es verdad que el conflicto armado iniciado por Sendero Luminoso desató un espiral de violencia que nos llevó al abismo: miramos hacia el abismo y el abismo nos miró de vuelta. Y el corazón de ese abismo no fue otra cosa que el fanatismo. El engranaje principal del fanatismo es la compactación del Otro en una etiqueta que termina borrando su humanidad. Pero no tuvo Sendero Luminoso, ciertamente, el monopolio del fanatismo. La reducción del enemigo a la etiqueta, en el caso de Sendero a “representantes del viejo Estado”, “burgueses”, “enemigos del pueblo”, fue un mecanismo utilizado también por sectores del Ejército y los gobiernos de turno para no ver más allá del “terruco”, “comunista”, etiquetas que lamentablemente convirtieron en sinónimos de “serrano”, “ayacuchano”, “quechuablante”. Las grietas de nuestro fallido proyecto de nación, siempre presentes, fueron el combustible de nuestra propia implosión. Así nos matamos, así nos violamos. No entre humanos, sino entre (imaginados) monstruos. Pero hubieron intersticios en la guerra. Como aquel intersticio en el que un oficial del ejército rescata a Lurgio Gavilán, un senderista de 15 años, que termina convirtiéndose en militar (luego en cura y luego en antropólogo). Intersticios en donde se hacía visible el rostro humano del enemigo y se volvía posible la empatía, la compasión, el arrepentimiento.
Ahora, con el fujimorismo tan cerca de la toma del poder ejecutivo, los discursos fanáticos invaden la esfera pública posicionándose con descaro. “El problema de la gente mala es que utiliza los argumentos de la gente buena”, decía un personaje de una de las series con las que mato el tiempo algunas noches. La pena de muerte se usa para supuestamente defendernos de la violación de menores. El recorte de la libertad de expresión se usa para supuestamente defendernos de la difamación. La negación de los derechos de los homosexuales se usa para supuestamente proteger la familia. La noción de derechos humanos se manosea como si fuese una mala palabra, encasillándola en una postura política, arrinconándola hacia un bando del espectro, para defender el atropello, la tropelía.
El sacerdote belga Hubert Lanssiers, uno de nuestros héroes contemporáneos silenciosos, que se pasó la vida en escenarios de posguerra y trabajó durante los noventas y hasta el final de su vida en las cárceles peruanas, lideró la comisión de indultos en el segundo gobierno de Fujimori. Más de quinientas personas apresadas injustamente y condenadas por medievales jueces sin rostro, fueron liberadas. Lanssiers se posicionó más allá de los bandos políticos para defender nuestra última reserva como sociedad: nuestra humanidad. La fijación de ese límite intransitable se reflejaba, por ejemplo, en cómo nos alertaba contra medidas como la pena de muerte: “si tenemos que combatir caníbales, eso no nos otorga el derecho a comer carne humana”. Combinó su aferramiento a la justicia, con la fe en el perdón, en el arrepentimiento. Hizo de su vida un testimonio, como dirían mis amigos católicos.
Mi cuentacuentos favorito, Francois Valleys, terminaba uno de sus cuentos diciendo que “en este mundo, en el que nos desgarramos en desigualdades, al menos todos morimos por igual”. Creía en ese cierre genial hasta que, con profunda tristeza, tuve que contradecirlo hace un mes en mi mente cuando ante el accidente causado por una transportista minera, donde murió un familiar mío y cinco personas más, se empezaron a delinear los ofrecimientos de indemnización en función de cuánto dinero habían ganado las víctimas en vida. Habría que reenfocar la búsqueda de esas fibras que nos hermanen más allá de la desigualdad; esta vez ya no en la muerte, sino en la vida.
Y vuelvo así, para cerrar, a la historia inicial del oso. Los destellos, la pista de aquello que nos iguala debe buscarse en esos apegos primordiales, esa nostalgia en la que todos (hijos o padres) nos podemos reconocer, ese dolor del otro que podemos anticipar y ese deseo por evitar ese sufrimiento. Por eso, cuando acechen cerca los fanatismos, el de Sendero renovado en Movadef y el del fujimorismo renovado en Keiko, recordemos que la principal batalla no se libra entre ellos. Ese no es ni fue el eje de la guerra. La principal batalla, acá y en tantos otros sitios, se da entre la barbarie y la piedad. Y recordemos que, como el padre Lanssiers, nuestro deber último no está en la defensa de posturas políticas, sino de nuestra última trinchera: nuestra humanidad.
Texto original para TerceraVía: Sandra Rodríguez Castañeda (Antropóloga Peruana)
Enlace para mirar completo el corto de Gabriel Osorio: Historia de Un Oso
1 comentario
“…la última trinchera”, es verdad, parece ser la única también.