Inventando nuevos tiempos. Los Rolling Stones en Cuba
Crecí escuchando la épica historia de cuando mi papá fue al primer concierto de Queen en México. Ellos y Sus Satánicas Majestades, mejor conocidos como los Rolling Stones, eran sus bandas favoritas. Las escuchaba a escondidas porque “en sus tiempos”, escuchar rock te convertía en un “marihuano, malandro, malviviente”. Entre amigos se prestaban los acetatos y bajito los escuchaban cuando no había nadie en casa.
A principios de los ochenta las tocadas todavía eran clandestinas, tomaban camiones y se iban a campos recónditos de la ciudad de México, que hoy se han convertido en zonas industriales o viviendas de interés social, para ver a Three Souls in My Mind.
En aquel entonces, 20 años después del rompimiento de relaciones cubanoestadounidenses, alrededor de 130 mil cubanos salieron del puerto Mariel hacia EE UU para “escapar” del socialismo. A partir de entonces el embargo en el país se endureció y la propaganda en contra de la isla se incentivó. Cuba se convirtió ante los ojos del mundo en un misterio. Se hablaba de la prostitución, el “jineteo”, los mejores médicos del mundo, la dictadura, un paraíso sin democracia del que miles de cubanos huían en balsas con la esperanza de un mejor futuro en Miami o donde fuera.
En esa época, mi papá dice que la gente no pagaba por un concierto de rock,
“…porque si no, no es rock, niña”.
Aquella vez de Queen hizo una excepción y con todo su esfuerzo, cuando era poco más que un adolescente, ahorró para comprar un boleto para el concierto en Puebla, pero sólo como prueba irrefutable de ese evento histórico. Cuando tuvo el boleto en sus manos, lo guardó dentro de un libro que dejó en su escritorio y emprendió su viaje “a dedo”.
Después de la travesía, los asistentes hicieron lo que, en sus tiempos, era lo lógico: un portazo. Era apenas medio día, mi papá corrió en cuanto se vencieron las puertas del lugar y logró acomodarse en una estructura con una bocina en la que permaneció horas para ver a Freddy Mercury y guardarlo en su memoria.
14 años después, cuando yo tenía cuatro, los Rolling vinieron por primera vez a México. OCESA no era el monstruo que es ahora, no había lectores electrónicos y bueno, la seguridad del Foro Sol era lo suficientemente ingenua para dejar a mi papá llegar a las primeras filas sin boleto. Porque ¿qué clase de rockero sería si hubiera comprado uno para verlos?. Esos eran sus tiempos.
En mis tiempos, una tiene que tener una cuenta de banco para comprar entradas en preventa meses antes del show o queda a expensas de los revendedores. Con esa tarjeta que tengo desde la universidad, un par de amigos y yo compramos boletos para ver por primera vez a los Rolling Stones. Con algunas interrupciones de los vendedores de cerveza y unos borrachos que querían sacarse todas las selfies posibles, presenciamos uno de los mejores espectáculos de nuestras vidas. Al terminar pedimos un Uber y nos fuimos a casa con un buen sabor de boca después de haber escuchado Satisfaction y ver los fuegos artificiales.
Pero eso no podía ser todo, ¿o sí?.
En 2016 Cuba sigue siendo un misterio. Aunque el bloqueo permanece, el presidente estadounidense visitó la isla por primera vez en 88 años. En mi caso, hacer dedo no era una opción, pero Dios bendiga a las tarjetas de crédito.
En mi viaje a la isla conocí cubanos con Iphones y que pagan 50 CUC (50 dólares) al mes por un disco duro con lo último de los productos culturales “de afuera”. Game of Thrones, el Señor de los Cielos, House of Cards, el último disco de Rihanna, todo está ahí. Conversé con otros, Jineteros, que pasean por las calles intentando conquistar extranjeros con la esperanza de que les ayuden a salir de la isla o que les inviten a pasar una tarde en la playa o en algún bar, pues una cerveza cuesta lo mismo que dos semanas de su salario.
También envidié a otros cubanos que no se imaginan la vida fuera de su país, que disfrutan los atardeceres jugando ajedrez y las noches conversando, bailando, cantando y sonriendo en el malecón; ya a aquellos que creen que, si bien el socialismo no les dio todo lo prometido, salvó la vida de millones y eso, es más que suficiente.
Muchos de los cubanos se la pasan “inventando”, es el término que utilizan para denominar todas esas actividades que les permiten ganar un dinero extra, pues el salario estatal no alcanza. Pero también inventan vidas fuera, en las que tienen una casa y un auto después de una semana de trabajo y no quieren escuchar que la vida no es como en Friends.
Muchos de esos y otros cubanos se dieron cita el viernes 25 de marzo en la Ciudad Deportiva de la Habana. Desde medio día se podía ver un campo inmenso lleno de personas tiradas en el pasto conversando y riendo. Tenían agua, ron, palomitas, maní, pan y una curiosidad rebosante.
También había muchos extranjeros gritando, agitando sus banderas con torpe nacionalismo, con playeras conmemorativas o boinas del Che Guevara.
No hubo largas filas para entrar. La policía sólo se aseguraba que en tu mochila no hubiera algo de vidrio y listo. En las calles aledañas había pocos puestos de comida y agua, algunas personas vendían “pases VIP” de 20, 30 y hasta 50 CUC (eran reales, una reja apartaba una zona para “invitados especiales”).
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Los cubanos charlaban con sus amigos y familia, tomaban siestas, daban algunas vueltas para encontrarse con más amigos, otra vuelta para ver a las turistas, algunos para coquetear con ellas. Un niño me dijo “hueles a extranjera, como a perfume costoso”, –se refería al desodorante que había comprado en el aeropuerto a última hora– y me invitó a sentarme con sus amigos. Dos de ellos eran tatuadores, en la cárcel aprendieron a hacer una maquina con bolígrafos, “duele menos que con las de verdad”, me contaron. La última vez que estuvieron presos fue por tres días. Por sus antecedentes la policía fue a buscarlos a su casa y los retuvo por el delito de “Peligrosidad social”, para que en la visita del Papa Francisco no “hicieran problema”. Después de unas horas conversando, uno de ellos me pidió que fuera su novia, “tengo una casa con tres cuartos. En una vive mi madre, en la otra yo y la tercera puede ser para nuestro baby”. Decliné la oferta, me despedí y seguí caminando entre la gente.
El tiempo pasó volando hasta las 8:38 de la noche, hora exacta en la que se escucharon los primeros acordes. Más que la música de quienes fueran símbolos de rebeldía en los 70’s y que al igual que Cuba, han sobrevivido a la globalización y la vertiginosidad del mundo moderno; el verdadero espectáculo estaba en la gente. Las miradas de quienes todavía se dejan sorprender, de los que bailan sensuales cualquier ritmo porque no conocen otra manera, de aquellos que a pesar del calor, se abrazan con pasión y alegría.
En Cuba los extranjeros resaltan porque son los que toman fotos en los conciertos, esa manía de querer empaquetar recuerdos era la que nos hacía evidentes. Aquí no había vendedores de pizza y cerveza gritándote al oído. Tampoco ambulantes ofreciendo los calcetines, pines, playeras, tazas y almohadas conmemorativas.
No se a carne propia como fueron los 80, pero esto fue lo más cerca que estuve de un viaje en el tiempo. Acá tomar una foto borrosa no era una prioridad, la gente bailaba, disfrutaba, brincaba, gritaba y se dejaba embargar por la euforia como no lo había visto antes.
En Cuba no hubo fuegos artificiales y al terminar el concierto no había otra manera de regresar, más que una caminata de dos horas por calles llenas, vivas y seguras. Aquí se puede andar con falda y sola sin temor a que alguien te baje los calzones o te viole. Claro que van a gritarte, pero la diferencia radica en que sus palabras no llevan a la muerte.
Al otro día fui a recorrer la Habana Vieja, zona de turistas por excelencia. El taxista que me llevó me preguntó si había ido al concierto, quería saber como había estado. Él no pudo ir porque estaba trabajando, igual que toda su familia.
Después de unas horas caminando sin rumbo, llegue al cruce de Amargura y Habana que son calles que se cruzan en Cuba con atardeceres de utopía.
Fotos: Alexandria Sevilla