Justicia estructural y el dilema de los fondos
Por: Waldo Fernández y Adán Pérez-Treviño
En un mundo ocupado por pensar lo que está pasando en la declarada guerra contra el terrorismo, donde decir “París” y “Siria” ya no solo evoca a los países en cuestión, sino que ahora sus nombres se han convertido en íconos que remiten a un conflicto, a la nueva confusión, a la sensación de desconcierto y a la no comprensión, aún cabe voltear a nuestro amado México y recordar nuestros propios terrores…
Sin pretender fatalismos ni una actitud pesimista, es verdad que el terror nos circunda más de cerca, y no sólo al otro lado del planeta. Con justa razón los acontecimientos de índole mundial invaden nuestros pensamientos y preocupaciones, hoy más que otros días, sin embargo no por ello hemos de olvidar que de modos sutiles, y lamentablemente constantes, la violencia tiene una presencia cotidiana en nuestro país. Y algo habría de hacerse al respecto.
Es natural que cuando uno piensa en violencia, algunas de las primeras imágenes que nos lleguen a la mente sean las de una bomba estallando con espantoso estruendo desde el cinturón de un suicida, las de una metralla atacando comensales en una pizzería, o las de un misil cayendo sobre un campamento supuestamente enemigo. Y si pensamos en la violencia mexicana quizás vengan a la mente las balaceras por las calles, o las narco ejecuciones. Sin embargo, hay un tipo de violencia que sólo podemos contemplar si nos detenemos a pensar con mayor serenidad y visión: la violencia estructural.
En el universo académico, uno de los pensadores que nos acerca a esta idea es el sociólogo noruego Johan Galtung, quien introdujo la noción del “triángulo de la violencia” señalando que detrás de la violencia directa, aquella que es visible para todos, ya sea de forma física o verbal, hay también una violencia estructural y una violencia cultural, las cuales están a la raíz de la violencia directa y se constituyen en fuerzas invisibles debido a que son la forma sociopolítica adoptada por una sociedad. Dichas fuerzas que se enraízan en el modo de ser y de operar de un país se establecen a modo de estructura, y pueden quedar como cimientos de represión, explotación, marginación, que luego se convierten en una cultura que los legitima.
Al ser invisible, es una violencia sutil, que requiere de una sutil atención. Cuando un ciudadano ha decidido actuar, desde su trinchera, para combatir la violencia, no siempre basta con las acciones directas. Claro que es muy bueno que nos ocupemos, como sociedad, en buscar soluciones que ataquen directamente todo brote violento, pero hay acciones que podrían resultar de mayor profundidad.
La impartición de justicia no puede limitarse a atender sólo al vértice más visible, sólo a un ángulo del problema, pues este es sólo “la punta del iceberg” que trae detrás una injusticia estructural que sostiene, soporta y mantiene a las injusticias visibles y a los conflictos sociales como lo es la violencia. Sin esta visión del fondo de las cosas es muy fácil quedarse en el supuesto de que una persona que incurre en violencia de cualquier tipo, llámese delito o agresión, es el único culpable de su proceder. Es fácil juzgar a un sujeto, procesarlo, encarcelarlo y desentenderse de lo que hay detrás.
Pero a una sociedad que quiere extirpar sus males de raíz no le bastará con juzgar sujetos. Nuestro juicio habrá de extenderse a pensar en lo que consiste una auténtica justicia social. Por ejemplo, pensemos ¿Quiénes son las víctimas cuando se comente un delito? Efectivamente hay víctimas directas, los primeros destinatarios de una acción delictiva. Mas, sin querer deslindar a las personas de sus responsabilidades, es preciso también contemplar que hay condiciones sociales que arropan y acompañan a las acciones de los individuos. Y más aún, hay otras consecuencias; si pensamos en lo que sucede con los familiares de un sentenciado o con la familia de cualquier interno de uno de nuestros penales, podríamos darnos cuenta de las condiciones de vulnerabilidad en las que quedan sus miembros, sobre todo cuando hay una dependencia económica o moral de éstos.
¿Acaso estas familias no son también víctimas? ¿Acaso no merecen la atención de quien pretende una justicia social? Y es que pretender una justicia social implicaría, según lo que hemos analizado, comprender las estructuras de injusticia y buscar atenderlas, tocarlas, modificarlas. Así, hablar de justicia social es hablar de justicia estructural.
En este esfuerzo por comprender la injusticia estructural, y con miras a encontrar caminos de procuración de una justicia profunda, o de reestructuración social, hay en el mundo diversos estudios desde las ciencias sociales, la medicina, la antropología, la sociología del delito o la filosofía social que nos muestran que las familias son víctimas secundarias respecto a la pena impuesta a un sentenciado, y con base en estos análisis se han señalado los riesgos y tensiones por los que pasan los familiares, situándolos en condiciones de incertidumbre, depresión y necesidades límite. En México, y concretamente en Monterrey contamos con los recientes estudios que ha coordinado la Dra. Patricia Liliana Cerda conformando la trilogía: Percepción y realidad del secuestro en Nuevo León, Prisión y familia, y Vulnerabilidad y silencio; en los cuales se concluye que el fortalecimiento de la familia es una labor indispensable, pues, por ejemplo, la forma en que son recibidas las personas que dejan los centros penitenciarios y que luego llegan a su casa, es determinante para evitar o estimular la reincidencia. Cuando la familia no está informada, cuando no sabe cómo tratar a esa persona, o cuando ha estado empobreciéndose a causa de que el proveedor familiar estuvo preso, los familiares no saben cómo tratar la situación y se convierten en otro tipo de víctimas, incluso de discriminación.
Por eso es imperante la necesidad de atender a este sector de la población y promover las políticas públicas pertinentes, así como habrá muchas otras situaciones que es preciso detectar y analizar, para actuar, pues hay en nuestro entorno próximo gente que vive el terror cotidiano. Sabemos que a nuestro alrededor hay zonas que son el perfecto caldo de cultivo para grupos delictivos, donde habitan niños y jóvenes que crecen en ese contexto de pobreza, marginación y violencia y, ¿Qué hacemos?
Es de admirarse que hay ciudadanos desinteresados conformando asociaciones para atender algunas de estas necesidades, una formidable labor, pero ¿es eso suficiente? ¿Qué nos toca hacer en trincheras como la legislativa? En principio, no dejar de voltear a ver esta realidad y ocuparnos de lo que le preocupa a nuestra gente. No podemos dejar de voltear a Rusia, Francia, Siria o Estados Unidos, hay cuestiones que nos atañen a todos como humanidad; pero no nos distraigamos demasiado, hay trabajo por hacer desde aquí, y aquí mismo.
Y hablando de esto, no podemos cegarnos ante la realidad de muchos de los municipios de nuestro querido Nuevo León. Si recorremos algunos de ellos podremos darnos cuenta del estado de desarrollo en el que se encuentran. ¡Qué dilema este de la asignación del presupuesto para infraestructura!
Mal afamado de entrada, y con un mote despectivo, el fondo para inversión en infraestructura de estados y municipios fue una realidad en manos de los legisladores federales. Para evitar el dilema ético, lo más fácil habría sido rechazar la bolsa y no “meterse en problemas” con la asignación. Pero por otra parte, si vemos la carencia de recursos, y lo que puede representar este presupuesto en algunos municipios, ¿Qué es lo que se debía hacer? ¿Qué resultaba lo mejor, desde una lógica ética, más allá de una lógica política?
Lo más responsable resultaba, en primer lugar, enfrentar el dilema y ocuparse de una seria reflexión que nos llevara a tomar decisiones. Luego aquilatar las opciones y actuar. Lo primero a considerar es que se tiene la posibilidad de señalar en concreto hacia qué municipios dirigir recursos financieros y considero que no se debe desaprovechar esa oportunidad. Ciertamente en el pasado ha sido un fondo que ha servido para cobrar favores. Pero no menos cierto es que se trata de un fondo que habría de impactar positivamente, sobre todo a municipios rurales.
Con todo lo dicho y analizado en este artículo, ¿Qué aportaría más a la justicia estructural? ¿Asignarlo o no asignarlo? Sin involucrarnos en la contratación de proveedores para la ejecución de los proyectos, hemos creído que lo más justo ha sido asignar responsablemente el recurso con el que se contó, de manera legal, y en el marco de la transparencia al exponer claramente a dónde habría de parar éste.
Un dilema como este no es fácil, pues en consecuencia pueden darse señalamientos o suspicacias, sin embargo tales consecuencias redundan en la persona del legislador. Si uno tiene claro el principio de que primero es el bien de la sociedad, por encima del costo político particular, y si uno tiene en mente la justicia social estructural, las decisiones han de inclinarse por lo que uno piense que resultará mejor para el desarrollo de las comunidades, sobre todo si hay iniciativas y proyectos que se prevé que contribuirán a hacer más justas las estructuras que soportan al estado de bienestar de las personas.
Como éste, habrá muchos más dilemas éticos qué enfrentar. Pero mientras se tengan claros los principios, y la intención de contribuir verazmente a la conformación de estructuras sólidas, se podrá asumir en armonía cada nuevo reto.