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Un letrero de “Se busca”

Una ausencia puede vaciar al mundo entero.

Querida Ara: no encontrarte es vivir en una ciudad repleta de gente, pero deshabitada de ti, que me haces falta. Te he buscado, he preguntado por tus pasos, he recorrido sin tregua los sitios en los que podría encontrarte. Pero tu presencia se hace esperar por razones que escapan a mi juicio. Por eso también anhelo que, de maneras que no alcanzo a abarcar, un día de estos tu recuerdo se funda con tu estampa y nos encontremos de nuevo. 

Me queda confiar en eso. Me convenzo de que no nos hemos perdido el uno al otro; en lugar de eso, le propongo al destino que lo que vivimos es un aplazamiento, un intervalo franqueable, como aquella pintura de dos amantes que se miran desde los extremos opuestos de un puente. 

“Estoy harto de vivir de corazonadas, de espectros que cruzan de reojo”
Por eso camino todos los días por la ruta de nuestros paseos cotidianos. Incluso me ha pasado que, viendo el final de la calle, siento por un instante inmenso que la esquina no se desdobla para mantener en vilo una cascada de presentimientos, como sí, al dar la vuelta, fueras a estar tú. Pero continúo, y no apareces. Estoy harto de vivir de corazonadas, de espectros que cruzan de reojo. Mi vida ya no es un flujo, sino que se ha vuelto vivir a saltos, como si todo yo fuera un corazón. 

¿Dónde estás, Ara?

En un mundo de billones de seres, ¡Es inmenso lo que podría sanar una sola presencia!

Aunque no les prestamos demasiada atención, los carteles de “Se busca” se han multiplicado por distintas partes de la ciudad. Generalmente incluyen una fotografía, una breve descripción, algunas señas particulares y algún número de contacto. 

“La desaparición no es un tópico de la imaginación, sino de la más descarnada realidad.”
Ciertas ocasiones, mientras esperaba el transporte público, me había detenido a imaginar las historias de vida que se pierden detrás de la escueta información que ofrecen los anuncios. Puede parecer un juego mental frívolo, pero es lo contrario, porque al imaginar el dolor de quienes buscan a un ser amado, surge la empatía. ¿Puede ser que algún día los carteles nos cuenten historias en lugar de solo ofrecer una imagen y algunos datos biográficos que se sienten tan impersonales?

Como digo, había imaginado el dolor, la angustia y la desazón de quienes solicitan ayuda para tener noticias de quienes aman, y también había recreado el destino, o mejor dicho, el anti-destino que cumplen quienes, por cualquier razón, no pueden volver a casa. Sin embargo, cuando Ara no regresó y yo mismo tuve que poner carteles de “Se busca” en la avenida Chapultepec, reafirmé que aquí la desaparición no es un tópico de la imaginación, sino de la más descarnada realidad. 

Es odioso que la vida continúe a la mañana siguiente de que un ser amado desapareció. El sol se alza indiferente a que existen vidas sagradas que han sido destrozadas brutalmente en la víspera. 

Tú desapareciste un jueves, Ara, y desde entonces detesto los jueves. Me parecen chocantes. Instintivamente los gasto entrevistándome con películas de nuestros recuerdos juntos. Revisito detalles, quicios y pliegues de momentos precisos a tu lado. Me he convertido en un arqueólogo de instantes, un laborioso profesional que atraviesa capas de memorias para desenterrar un hallazgo, un detalle tuyo que ilumine mi día. 

Es difícil vivir así. Uno se harta de imágenes gastadas, de recuerdos borrosos, y lo que urge es palpar un cuerpo, sentir el pulso de quien ama. Mientras que tu presencia se demora, mi impaciencia se redobla. ¿Dónde estás, Ara? 

¿Estás? 

Es desesperante considerar el ejército de peligros que conspiran para lastimar a quien amamos; nos herimos al dibujar mentalmente los escenarios posibles de quienes no regresan. ¿Y si no me extraña tanto como yo? ¿Qué tal que quiere volver, pero alguien se lo impide? ¿Se las arregló para continuar sin mí? ¿Me necesita y me invoca en sus adentros, sin obtener respuesta? 

No cabe duda que cuando la imaginación y el corazón se entrevistan en el dolor, podemos convertirnos en nuestra peor compañía. 

“Algunos piensan que me he ido adaptando a tu ausencia; ignoran que las heridas que más duelen sangran hacia adentro”.
Tu alegría tiene duende, Ara, y por eso te extraño tanto. La gente me pregunta por ti, y he burocratizado la explicación de tu ausencia para protegerme. Así, hablar de tu desaparición con terceros me cansa, en vez de que me duela tanto. Es por eso que algunos piensan que me he ido adaptando a tu ausencia; ignoran que las heridas que más duelen sangran hacia adentro. Por lo demás, necesitaría desenrollar nuestra vida juntos en cada conversación para que los demás puedan alcanzar a entender la pausa existencial en que permanezco desde que te convertiste en un rostro sin rastro. 

Cuando estoy triste, Ara, subo una torre muy alta de la ciudad, que tiene un mirador en la punta. En el horizonte se despliega la mancha urbana, tremenda, y muestra el enigma de los innumerables recovecos que pueden estar ocultándote. La primera vez que tuve esta visión, me pareció insoportable: era abrumador dimensionar el espacio que no puedo agotar en tu búsqueda. Sin embargo, esa sensación se transformó, y al tiempo, comencé a poder presentirte en esta inmensidad, y a tener la certeza de que estás ahí, en algún punto ciego, y que es través de las vastedades –espaciales y temporales– que podemos comunicarnos. 

Fue en la contemplación del paisaje inmenso donde experimenté la catarsis del buscador: presentir que quien amas está bien de una manera que se te escapa. 

Cuando estoy triste, Ara, ahí permanezco, en silencio, mientras que tu sombra se eleva en los atardeceres del alma. 

Un adiós que no se dice a tiempo es un interminable decir adiós…

Yo sé que de a poco tengo que acostumbrarme a tu ausencia. Pero no quiero despedirme todavía, Ara. Tengo claro que necesito continuar mi vida y abrirme a nuevas posibilidades, pero hacerlo me produce una culpa enorme. Vivir sin ti, amar sin ti y sonreír sin ti me sabe a un acto de alta traición. 

“El amor también encuentra formas de imponerse a la muerte”
Supongo que el tiempo lo cura todo. Por eso los antiguos decían que el tiempo le gana al amor. Con ello querían expresar que no existe un amor que pueda contra su propia muerte, ya sea porque se extingue el fuego de su pasión, ya sea por la condena de nuestra finitud. Sin embargo, el amor también encuentra formas de imponerse a la muerte, porque se puede proyectar más allá de la presencia e incluso de la existencia de quien ama y es amado. Concluyo que, desde el origen, el dios del amor y el dios del tiempo juegan a los dados, y que ambos ganan y pierden partidas. Nunca hay un vencedor ni un vencido absoluto, y gracias a ello continúa girando el disco de las estaciones, de las lunas, de los siglos. 

En alguna de esos ciclos, ¿Te volveré a ver, Ara? 

Espero que sí.

Creo que lo atractivo del paraíso cristiano no es el horizonte de nubes esponjosas y la calma seráfica de los bienaventurados, sino la promesa del reencuentro con quienes amamos. Por mi parte, aceptaría incluso ir al infierno y morar en el horror más desesperado si puedo reunirme allí con quienes he querido. Prefiero compartir el dolor de ser un mismo grito con ellas y ellos a vivir una eternidad de goces por actos individuales anodinos, como si lo bueno que he hecho se agotara en mí mismo, cuando en realidad es fruto de un árbol ancestral, un nudo de mi red colectiva y un relámpago de mi libertad que quiere iluminar a quienes están por venir. 

Dirán: «¡Pero solo es una perra, solo es un animal!».

«¿Y qué?», les respondo. Nosotros también somos animales, un tipo especial, si se quiere: somos los animales que piensan, que sueñan, que extrañan. 

 

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