Morir A Los Veinticinco: La Historia Del Tomy

Publicado originalmente en El Mineral

“Desaparecido” es un término que enmascara la magnitud del dolor para las familias que no saben cuál es el paradero de aquel ser querido que un día, sin más, nunca volvió. Esta palabra muchas veces oculta verdaderas historias de terror relacionadas con secuestro, tortura, asesinato, fosas clandestinas, crimen organizado e impunidad. Sobre todo, eso: impunidad. Según datos dados a conocer a mediados de 2020 por Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, tan solo en lo que va del gobierno actual se ha denunciado la desaparición de cerca de 65 mil personas. De esta cantidad, han sido encontradas alrededor de 35 mil personas, casi 2 mil 500 de ellas lamentablemente sin vida. En el siguiente texto, el periodista y escritor sonorense Carlos Sánchez recrea, con las palabras de una madre, doña Luz, la presencia del hijo “desaparecido” desde hace más de dos años. Sánchez —hombre sensible y siempre del lado de los marginados— hace posible que doña Luz nos cuente de Tomy, su hijo, de su nacimiento y su infancia, pero también de su adolescencia en el barrio y de la formación de su propia familia. Un relato que nos ayuda a entender la magnitud de lo que está pasando y que nos hace sentir, en primera persona, la fragilidad de la existencia.

Antes que el recuerdo se convierta en un cincho que obstruye la respiración, doña Luz cuenta que la última vez que platicó con su hijo el diálogo fue premonitorio: “Hice como que entendí, pero no entendí… o no quise entender”.

—Ái viene mi cumpleaños, ¿no, ‘amá? ¿Cuántos años voy a cumplir? ¿Veinte?

—Vas a cumplir veinticinco.

—No, mejor veinte.

—Estás pendejo, si tu hermana va a cumplir veintisiete y te lleva casi dos años, vas a cumplir veinticinco.

—Ay, ‘amá, ya se me está llegando la hora.

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—¡Cállate! ¿Por qué dices eso?

—Porque los que andamos en el vuelo no pasamos de los veinticinco.

Dibujar corazones al son de sus pasos

Luego de concluir la cita, debo esperar varios minutos para que la respiración en el cuerpo de doña Luz recupere su cauce y el temblor de sus manos aminore. Es viernes por la mañana. El encuentro tiene lugar en el interior de una biblioteca. Los títulos que se asoman desde los anaqueles de la biblioteca representan para ella un misterio que acecha. Por momentos se exaspera, no sé bien a bien si son los libros los que la inquietan o es porque se acerca la hora de pasar por sus nietos, llevarlos a su casa y edificar la felicidad en fin de semana. Viernes, sábado y domingo, tres días con los hijos de su hijo el Tomy, quien (en el momento de la conversación) está desaparecido desde hace dos años con ocho meses.

Doña Luz es descendiente de dos etnias de Sonora: yaquis y seris. Por eso sus hijos crecieron inmersos en ambas culturas. Y uno de los recuerdos más recurrentes sobre la existencia de su hijo desaparecido es el de aquella tarde de octubre en que lo veía dibujar corazones al son de sus pasos, con música de guitarra y violines acompañando la coreografía de matachines, el baile yaqui por tradición: “Fue en Magdalena de Kino. Esa vez se encontraron las dos etnias, los seris y los yaquis. El Tomy bailaba con los del barrio, los yaquis, y los de Punta Chueca, que también vieron crecer a mi hijo, empezaron a reclamarlo, a decir que él era de ellos, que si por qué andaba bailando con yaquis. Eso provocó un encuentro de ambas etnias para celebrar la llegada de año nuevo en Punta Chueca: mi Tomy provocando la coincidencia de los dos pueblos. No obstante que mi hijo era asmático desde que nació, él bailaba; su pasión era la cuaresma, ver correr a los fariseos, andar entre la bola con pascolas y matachines”.

Nacer a contracorriente

Tomy en realidad se llama Raúl. El programa de televisión que dirigía Héctor Suárez en los noventa definió su apodo: “Le dicen Tomy porque mi hija así le puso desde que él estaba en la panza. Era el tiempo en que daban el programa de La cosa en familia, donde salía el personaje de Tomás. La niña tenía un año diez meses cuando mi hijo nació; mi hija decía: ‘Mi mamá va a tener un Tomasito’. Nació el niño y es moreno, se le quedó el apodo de Tomás, que así debió llamarse, pero su papá no quiso. Yo quería ese nombre porque le gustaba a la niña. Y además le pondría Andrés porque mi abuelo tenía un hermano fallecido con ese nombre y su mamá se llamaba Andrea. Yo quise ese nombre para él, pero su papá le puso Raúl. Y nadie lo conoce por su nombre, por Raúl, hasta el día de hoy.

“Era un niño muy tranquilo, nació de ocho meses, fue un parto riesgoso porque a pesar de que estoy muy gorda no tenía capacidad mi panza para tener al niño adentro ya crecido. Y fue un embarazo de alto riesgo en el que me la pasé acostada, con muchos cuidados.

“Tomy nació de ocho meses. Primero porque se me antojó un Maizoro y no tenía dinero para comprarlo. Esa vez llegué a con la Licha, mi tía; ella tenía una caja grandota de Maizoro. Le metí la mano con muchas ganas y vi que no había porque eran especies que tenía mi tía allí guardadas. No dije nada. Me fui a la casa, me acosté y ya más noche me dieron dolores de parto. Me llevaron al Hospital General y me dijeron que tenía que completar ocho meses porque era mucho el riesgo porque estaba por terminar los siete meses y entrar a ocho y es más peligroso un parto de ocho meses que de siete. Es más probable que se te muera una criatura de ocho meses que de siete. Duré una semana internada. Y una mañana me dieron Maizoro y me dieron de alta con el niño dentro de la panza. Y el hombre enojado me trajo a pie hasta la casa porque no parí. Él se enojó en lugar de decirme: ‘Ah, qué bueno que la libraste’. No, me trajo a pie. ¡Todo mulo venía por el camino! Y a la semana exactamente de que había salido del Hospital, me fui a sanar, pero yo ya rompí fuente porque ya no tenía capacidad de espacio para la criatura. Me fui a sanar y cuando me metieron para revisarme le dijeron a él: ‘Salte a esperar afuera’. Y como le dijeron que se podía retirar, que se saliera, se fue a trabajar, me dejó sola, pero como era un parto prematuro y riesgoso, el niño, en lugar de bajar, se subió por el mismo miedo que yo tenía; en lugar de bajar, se me subió. Entonces me tenían que hacer cesárea. En aquel tiempo tenía que firmar el marido o la mamá para que a una la pudieran abrir, y, pues yo confiada en que estaba él allí afuera, le dije al guardia: ‘Señor, busque a mi esposo, ahí tiene que estar en la sala de espera, para que venga y firme’. Salieron a buscarlo y ni sus luces. Entonces le dije al doctor: ‘Yo le firmo, pero sáqueme a la criatura, ya no aguanto, ya no puedo respirar’. Ya me estaba ahogando porque el niño se me subía. Pues no hubo más, me hicieron fuerza, un doctor gordito se me subió y así se vino el niño, pero nació con alergia bronquial, asmático, alérgico al polvo y al olor de las cucarachas, porque sus pulmones no alcanzaron la oxigenación que se necesita para salir al mundo. Antes de eso, me ponían inyecciones para que le sirvieran a sus pulmones. Eso fue cuando estuve internada.

“Nació el niño por parto normal. Lo parí porque no tuve quién firmara y me forzaron a tenerlo. Nació y al siguiente día fue muy bien recibido en el barrio, un niño muy querido y sobreprotegido por su enfermedad. Tanto lo cuidaba que mi marido me decía que lo iba a hacer joto porque lo cuidaba de más, al chamaco, pero no era que yo lo cuidara de más, yo lo cuidaba porque él requería esos cuidados por su enfermedad. Y así creció en una infancia normal, como todo niño, muy buen chamaco, muy noble para todo, y tengo la dicha de que su hijo, el mayor, es igualito que él, pero el otro, el más chiquito, es un tremendo”.

Jugar a los fariseos

El Tomy creció en el barrio La Matanza; barrio de Hermosillo donde habita una comunidad yaqui que manifiesta sus rituales de cuaresma, allí donde el escenario lo conforman las piedras del cerro y la arena de un río extinto, allí donde la tragedia también es una constante ingrata e inevitable, allí donde acribillados en la calle e incluso en el interior de sus hogares son temas de la nota roja que aluden al barrio. Contemporáneos del Tomy se suman a la lista de desaparecidos, con la suerte de que la mayoría de ellos han tenido cristiana sepultura. Lo más cruel, dice doña Luz, es no tener ese lugar adonde ir a llorarle a su hijo o adonde dejarle flores, el no saber si está vivo o muerto. Las esperanzas son a veces la mayor confusión: ha visitado a curanderos y clarividentes, pero la mayoría de las ocasiones el desasosiego crece. Porque no hay nada cierto. Porque todo es especulación. “Y a todos les he pagado”, afirma. Una vez a un brujo de la colonia Metalera, en otra ocasión a una curandera del barrio El Coloso; ya más internacional la cosa, a una vidente que consultó a través de Facebook: “Ella sólo me cobró quinientos pesos, que igual se perdieron en el camino porque nunca pudo cobrar el depósito”.


Quizá la única certeza de que Tomy vive es precisamente las palabras que acuden al recuerdo. Por eso doña Luz cuenta los sucesos de la infancia de su hijo.

“Un día m‘ijo se alborotó a salir de cabo, con los fariseos, pero por su enfermedad no pudo. A él le daba vergüenza decir que padecía de asma, era su tabú: ‘’amá, no me gusta que sepan que tengo asma’. Jugaba con su vida como si fuera normal, quería jugar con todos los niños y yo lo dejaba, con los cuidados de ‘métete a bañar’, ‘te voy a sacudir’… En aquél entonces era muy raro cuidar a un niño así, por eso él me decía: ‘’amá, no me gusta que me cuides’. Así fue creciendo, siempre amoroso, apegado a mí, porque yo los crie a ellos, sola, trabajando siempre, saliendo adelante a como pude.

“Pasaron los años, terminó la primaria, supo leer y escribir. Luego entró a la secundaria número 24, pero era muy pintero, no entraba a clases, yo sólo le daba cinco pesos para su escuela, era todo lo que podía, pero un día fui a una junta de padres de familia y resultó que los maestros no lo conocían porque se la pinteaba, entonces acordé con él y lo saqué de la escuela. En ese tiempo sus rutinas eran de ayudarme a barrer y lavar los trastes, hacía comida, lavaba ropa, trapeaba, hacía de todo, por eso mi marido me decía que yo lo haría joto; él, mi marido, nunca estuvo conmigo, él trabajaba en la playa y yo aquí. A Tomás nunca lo solté para que anduviera solo en los camiones. De repente empezó a crecer y se empezó a juntar con los chamacos. Yo lo regañaba, le decía que no anduviera en la calle, que no se juntara con malas compañías.

“Un día se enojó y me dijo: ‘Me voy a ir para con mi tía Lupita porque tú no me dejas salir’. No lo dejaba porque tenía asma. Ya luego como que agarró fuerza en sus pulmones y empezó a bailar matachín, eso fue cuando cumplió los doce años. Fue a Tucson. Bailaba porque le gustaba mucho andar con los yaquis. Ya después empezó a trabajaba en la pesca. Desde los catorce años se fue a ayudarle a mis hermanos con el equipo de buceo, en Punta Chueca. Ellos se sumergían en el agua y sacaban callo, él les arreaba las herramientas. Le gustaba mucho andar allá, le caía muy bien el clima del mar, se podía bañar con agua helada aunque fuera tiempo de frío y no le pasaba nada, pero nomás venía para acá y se me enfermaba”.


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Llegaron los años de juventud, que es tiempo de sentirse grande, de abrir los brazos y de pretender abarcarlo todo. El Tomy chambelán de todas las quinceañeras del barrio: gorditas o flacas, chaparras o altas… Las madres de las chavas tocando a la puerta de la casa del Tomy para solicitarle que acompañara a sus hijas en el evento social, la ejecución del vals con el más chulo del barrio.

Al paso de los días, lo inevitable, lo que parecería ser una condena para la raza del barrio: el Tomy se enredó en dos acontecimientos que lo llevaron a la cárcel; uno de ellos, el robo del estéreo de un carro: “Un robo que él no cometió, pero yo le dije muy claramente que no se anduviera juntando con chamacos vagos, así que lo dejé encerrado para que aprendiera la lección”, cuenta doña Luz.

Luego vino la segunda ocasión. El Tomy andaba en una fiesta a la que su madre lo obligó a ir: “Lo hice que fuera para que cuidara a su hermano, era una tardeada, pero resulta que unos chamacos les quitaron las gorras a otros que andaban allí y como mi hijo andaba con ellos, pues a él le cayó la bronca. Esa vez me lo golpearon, le rompieron el tobillo con una cruceta. Cuando fui a la cárcel a averiguar, me encontré a un señor que era tío de los ofendidos. Casualmente me preguntó qué andaba yo haciendo allí. Le expliqué lo de mi hijo y él me respondió: ‘Fíjese, señora, que es el mismo caso de mis sobrinos’. Yo tranquila le dije que si mi hijo era culpable, pagaría por eso; pero en lo que fui y miré a mi hijo, regresé con el tío de los ofendidos y le pregunté: ‘¿Qué lesiones tienen sus sobrinos?’ ‘Ninguna’, me dijo, ‘sólo les quitaron las gorras’. ‘Pues mi hijo tiene un tobillo quebrado, y si las gorras de sus sobrinos valen, también la vida de mi hijo vale, así que yo también pondré una denuncia’. Eso bastó para que me regresaran a mi Tomy, el tío de los ofendidos mejor retiró la denuncia”.

Eclipse de luna

“A los diecinueve años mi hijo tuvo a su primer hijo, Tomy, ése sí se llama Tomy. Cuando salió embarazada la muchachita, ella tenía catorce años, él tenía dieciocho, él me pidió que hablara con la mamá de la muchacha. ‘Si no me invitaste cuando la embrazaste, tampoco me invites ahora para que hable con su mamá, vaya usted y hable con ella, y si te chingan porque eres mayor, allá tú’. Gracias a Dios la mamá entendió y se pusieron de acuerdo, sin llegar a casarse porque la muchachita no quería vivir en pareja, pero se llegó el eclipse y Tomy me dijo: ‘’amá me voy a traer a la Mary para acá porque donde viven entra la luz de la luna, está mal el techo’. Y pues ya se quedó en nuestra casa. Nació el niño y mi Tomy se volvió loco, yo también, y hasta el día de hoy estoy loca porque así nací.

“Tomy tiene dos niños y una niña. El niño va a cumplir ocho años, la del medio es niña, de siete años, el más chiquito tiene cinco años. A cada rato preguntan por su papá. Es cuando me duele el alma. Tienen muy bonitos recuerdos de él; para todo, su papá. Un día los llevé al cerro de la campana y me dijeron: ‘Nana, aquí nos traía mi papá, y mi papá nos compraba pizza’. Y no es que mi hijo les diera vida de lujo, sino que los sacaba a pasear, estaba al cien con ellos, por eso todo les recuerda a su papá, y pues qué voy a decir yo. Ahora los niños están conmigo los fines de semana; de hecho, al rato voy por ellos. Viernes, sábado y domingo están conmigo, y en vacaciones… Me adoran los chamacos”.

El último abrazo

“A mi hijo lo vi el martes, a él se lo llevaron el jueves. En el Face… vi que estaban vendiendo una mesa, y yo a mi hijo… (Puedes preguntarle a la gente por él y te dirán cómo era; él, para la gente, estaba al cien; por ejemplo, la Lupe gorda, la vecina, me dice: ‘Lo extraño porque siempre que me veía me daba raite’. Así trajera el carro lleno de amigos, los bajaba para subir a doña Lupe. Igual a mí, donde me veía me decía: ‘’amá, súbete’. Nunca pasó de largo, aunque trajera a sus amigos les decía: ‘Se va a subir mi ‘amá, bájate de ahí o hazte para allá’. Nos daba raite a cualquiera). Ese martes yo iba a entrar a trabajar a las tres de la tarde, porque iba a cuidar a unos niños, y le hablé a mi hijo, le dije: ‘Están vendiendo una mesa en el Face… pero es para el rumbo de la Nuevo Hermosillo, ¿me puedes llevar?’. ‘Sí, ‘amá, nomás que ahorita ando ocupado, aguántame’. Yo, que siempre he sido muy grosera, no ofensiva (así era mi manera de llevarme con él) le llamé entonces y le dije: ‘Chamaco, qué estás pensando, me tengo que ir a las tres, ¿vas a venir o no?’. ‘Ya, madre, ahorita ya voy’, me dijo. Llegó y nos fuimos a la Nuevo Hermosillo.

“Ahora me regreso un poco. Yo dejé de vivir con mi marido más de veinte años. Crie sola a mis hijos, pero un día le hice una promesa a mi mamá, cuando ella estaba mala, de que nunca les daría padrastro a mis hijos, le prometí que seguiría con el papá de mis hijos, aunque él ya tenía otra mujer; pero ella me decía que no le diera padrastro a mis hijos porque ella tuvo una vida muy pesada. Mi padrastro era muy celoso con ella. Yo le dije: ‘No, mamá, tú vete tranquila’. Por eso seguí con él; sin vivir juntos, pero teniendo marido; por allá, lejos, pero asegún teniendo marido.

“Ya regreso a lo de la última vez que lo vi… Pues llegó el martes 13 de marzo de 2018, ese martes que te digo me dio raite, fuimos por la mesa. Cuando estábamos de regreso, me dijo: ‘Ái viene mi cumpleaños, ¿no ‘amá? ¿Cuántos voy a cumplir? ¿Veinte?’. Y yo: ‘Estás pendejo, vas a cumplir veinticinco’. Y me dijo: ‘No, mejor veinte’. ‘Si tu hermana va a cumplir veintisiete y te lleva casi dos años, vas a cumplir veinticinco’, le dije. Y recuerdo tan bien las palabras que me dijo: ‘Ay, ‘amá, ya se me está llegando la hora’. Me le quedé viendo y como que entendí, pero no quise entender. ‘¡Cállate! ¿Por qué dices eso?’. ‘Es que los que andamos en el vuelo no pasamos de los veinticinco’. ‘¡Cállate!’ ‘Sí, ‘amá, te acuerdas de aquél y de aquél otro, tenían veinticinco cuando se fueron, no pasamos de veinticinco, ‘amá’. Yo lo dejé así, sólo le dije: ‘¡Cállate, m’ijito!’. Llegamos a la casa. Subió el carro de reversa a casa de con la Licha y le dije que comiera con nosotros. Me dijo que tenía que ir a un mandado y me abrazó. Fue la última vez. Ya no lo volví a ver”.

Cuando lloras se me parte el alma

“El jueves 15 de marzo yo iba a la colonia San Luis. En el camino a agarrar el camión sentí la necesidad de hablar con él, algo presentía, ya habían pasado dos días de que no lo veía. Decidí marcarle para ver si me podía llevar. De veras que si él me hubiera dicho que sí, no se lo hubieran llevado o me hubieran llevado junto con él porque fue en el momento. Cuando le hablé, me contestó; porque siempre me atendía y esa vez me dijo: ‘¿Qué pasó, madre, qué necesitas?’. Le expliqué que quería ver si me quería llevar. No pudo y sólo me dijo, bromeando: ‘Sigue participando’. Colgamos y yo caminé hacia el parque Madero a la parada del camión, me fui a la San Luis, cuando llegué a casa de doña Trini me sonó el teléfono y era mi hijo Andrés, quien me dijo: ‘’amá, se llevaron al Tomás’. Andrés me dijo que eran los policías quienes habían detenido al Tomy, porque andaban vestidos de negro, pero no, el Chacho, que en paz descanse, vino a avisar que habían levantado al Tomás en la colonia San Juan junto con otros dos. A los dos los soltaron al otro día, a mi Tomy no.

“Me dijeron que eran cinco los que lo levantaron y que andaban en un carro deportivo. Ya no supe más, y no me puse a investigar por miedo. Cuando supe que no eran policías los que lo levantaron, ya no quise averiguar más; es mi hijo, lo adoro, era buena persona, pero no sabía en qué andaba metido, y tengo otros hijos, nietos, y los policías ni me hicieron caso.

“Una vez le dije a Dios: ‘Señor, ayúdame a entender lo que está pasando, hazme sentir si mi hijo está vivo’. Sé que Dios no me va a decir las cosas, me va a dar indicios, sueños premonitorios; entonces, cuando vivía en Villas del Sur (adonde me fui porque ya no puedo vivir en el barrio, todo me recuerda a Tomy y me da mucha vergüenza que la gente me vea llorando) le pedí a mi Dios que me ayudara, y tuve un sueño que fue entre sueño y realidad. Soñé que fui al barrio a ver a mi hijo y a mi nieta, que me encontré al Maizoro y me saludó, pero seguí mi camino, no le quise dar la cara porque me iba a ver llorar. En el mismo sueño vi a Tomás, me estaba esperando en la escuelita, y no pude llegar, en el camino me encontré a la Lupita, mi hermana, y me preguntó si vi a Tomás y le dije que no. Cuando me regresé a buscarlo me lo encontré en la cancha, me dijo que él estaba bien, que no llorara, me dijo: ‘No llores, madre, porque cuando lloras se me parte el alma, no te quiero ver triste’. ‘¿Y tú cómo sabes que lloro?’, le dije. ‘Porque yo nunca me he ido, aquí me la llevo; y el Maizoro me dijo que el día que te saludó te vio llorando’. Yo le pregunté que por qué el Maizoro no me había dicho que lo había visto, y me dijo: ‘Es que yo ando de incógnito y no lo saben’. Yo me solté riendo y le dije: ‘Ay, sí, ni modo que no sepan que eres tú, si nomás te ríes y saben que eres tú por los colmillos’. Y me dijo: ‘Ay, ‘amá, ya vas a empezar’. Yo lo agarraba a carrilla siempre, y ya fue cuando me dijo que tenía que irse: ‘Pero yo aquí ando, ya me tengo que ir, pero me iré por otro camino, porque si me voy por aquí me saldrá la gente ésa que me quiere llevar, tengo que andar escondido’. Yo le dije: ‘Vete por aquí, por el Callejón del Cochi, baja por allá, dile a mi tío Rubén que te dé chance de estar un ratito con él mientras se hace noche’. Me abrazó. Y se fue”.

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