Intemperie: políticas de la voluntad y poéticas del cobijo
Texto: Patricio Azócar Donoso / Alina Peña Iguarán
Imagen: Marco Silva / @tucofotos / Museo del Estallido Social
Hace tiempo que no espero ya nada. Me construyo pequeñas narraciones que apaciguen la desesperación. Gusanos de sentido merodean alrededor del lecho. ¿Por qué necesito sentido(s) si la verdad está ya marcada en mi cuerpo?
SANTIAGO LÓPEZ-PETIT
Los pliegues en el mapa, una escritura de encuentros:
La amistad nos convoca a generar una pequeña narración transfronteriza, para en ella encontrar pistas que permitan develar las intensificaciones con las cuales se actualiza el ethos neoliberal como régimen de verdad en el contexto de la pandemia. En este sentido habitamos una frontera común: el neoliberalismo. Y esta escritura teje cercanías solidarias en medio de la distancia física y las divisiones nacionales, asumiendo la urgencia de contrarrestar los impactos agudizados por el virus Sars-CoV-2.
La gestión de la pandemia nos dispone a una producción de daño e intemperie que buscamos pensar desde nuestras geografías específicas no para desplegar una comparativa de casos, sino para dar cuenta de un continuum del desastre y que la emergencia sanitaria nos deja ver como quien pudiera hacer un corte transversal en el tiempo.
Así entonces, esta escritura quiere ser un gesto vivo y desafiante a la parálisis de la imaginación que hoy se expande más rápido que cualquier otra cosa a partir de la acelerada presentación de muertes. Proponemos pensar la intemperie en clave gubernamental (disposición a la vida y a la muerte de manera diferenciada) y revisar esa inclemencia a partir de lo que llamamos la imposición de las políticas de la voluntad (ese sálvese quien pueda que bien expresa la operación de la individualización de los sujetos). Y finalmente convocamos desde nuestros rincones algunas poéticas del cobijo como tácticas en tensión que hacen posible la vida cotidiana en medio del sobresalto y la precarización.
I. Intemperie.
Estar a la intemperie significa ser expuesto a cielo descubierto, sin techo ni otro reparo alguno; la palabra viene del latín intemperies y significa «expuesto al tiempo, en sentido de clima». Sus componentes léxicos: el prefijo in- (hacia dentro) y temperies (temperatura, equilibrio y justa proporción) nos llevan a reconocer estados inmoderados de algo o de alguien, estado excesivo; por ejemplo la intemperie climática. Es lo opuesto a la templanza de las disposiciones moderadas. Entonces también podemos pensar que implica estar a merced de lo que pueda suceder.
La pandemia del Covid-19 nos coloca en una dimensión singular de la intemperie social y política que se extiende incluso bajo el resguardo doméstico tan solicitado. La política del #QuédateEnCasa pareciera suponer una acción sencilla. Sin embargo, el refugio del hogar no solo produce un afuera hostil sino también un adentro que puede ser contaminado. Y más aún un guardarse sabiendo que se está a merced de las penurias económicas que vendrán y frente a las cuales pareciera hay pocas estrategias de atemperamiento.
II. Políticas de la voluntad.
Entendemos por políticas de la voluntad al llamado de los gobiernos a la responsabilización individual de lo que es una experiencia de exposición general al contagio. En este sentido, sostener la vida depende del sujeto y sus capacidades de aislarse, y de este modo hacer privada la gestión del confinamiento. Es así como se exacerba el ethos individualista en donde la persona laboral, la que puede hacer teletrabajo, debe generar ahora sus propias condiciones de producción. Por ejemplo, asegurar el acceso a la conectividad, proveerse del equipo de trabajo, acondicionar el lugar y sostener las condiciones anímicas suficientes para soportar la carga laboral diaria, y la administración de la vida doméstica. No estamos hablando del teletrabajo por sí solo sino de un desbordamiento de la precarización laboral en el contexto de la agudización de las desigualdades sociales.
En otros casos, la pandemia evidencia de manera más preocupante otras precarizaciones laborales, las de aquellos que deben salir de casa y exponerse al contagio como un resultado del mismo retroceso de las garantías de protección social, derivando en algunos casos, incluso, en su criminalización. Nos referimos a la culpabilización social que recae en la declaración de una “falta de voluntad” del sujeto frente al virus y se le responsabiliza del fracaso de los planes de contención.
Una tercera dimensión de este escenario, tiene que ver con la promoción de un yo capaz de adscribirse y mostrarse parte, activamente, del imperativo de la productividad. Y, en esta línea, mantenerse y hacer frente, emocionalmente, a la crisis y la incertidumbre del contexto para dar el mayor rendimiento. La intemperie desde el voluntarismo articula, en una nueva clave, las violencias estructurales e ideológicas que han construido un callejón sin salida: no podemos dejar de trabajar frente a la inminente crisis, pero tampoco podemos parar y dar cuenta de ella.
Estar a la intemperie es resultado de una determinada racionalidad de la voluntad que inocula en los cuerpos y las vidas los códigos de la lógica del management individual como únicas herramientas para aceitar la máquina financiera: aislamiento, desinformación, indiferencia y promoción de sí. En cierto sentido, estos códigos de comportamiento convierten la máquina financiera en modos de vida que a su vez aceitan su funcionamiento. Y es a partir de la interiorización afectiva de éstos que se configura (no de manera determinante) una gramática social en la que las expresiones de experiencias de vulnerabilidad y daño se traducen en una semántica sostenida por las auto-exigencias de rendimiento y éxito cimentadas en el sufrimiento del sujeto.
Entre Chile y México encontramos dos gestos de la intemperie que nos han permitido entender la compleja densidad de lo que estamos viviendo en un contexto de disputas polarizadas del paisaje social. Por ejemplo: AVE, la Alianza por el Valor Estratégico de las Marcas en México, en su campaña del #QuedateEnCasa, participa en la polarización social al suponer que la vida se puede decantar, casi de manera moral, entre la obediencia y el desacato. AVE pone en práctica “Quédate en casa, quédate vivo” y la docilidad como si fuera la principal estrategia que solicita el gobierno federal.. En Chile, la encrucijada a la que se somete a las personas a través de discurso presidencial es similar cuando Sebastián Piñera hace un llamado a “los ciudadanos de buena voluntad” a “acogerse a un pacto de buena fe” entre empleados y empleadores para responsabilizar a los primeros del cuidado de su empleo durante la crisis. La única condición es que los trabajadores asuman los costos individuales de salvar su propio trabajo por medio de la renuncia al sueldo, confiando, no obstante, en la promesa de que, superada la pandemia, su empleo se les devolverá. Ambas prácticas, una desde la iniciativa privada y la otra desde el discurso oficial de la presidencia chilena, se acercan en una mirada donde, como decía David Harvey, impulsan una idea fraudulenta de la libertad que esconde sus estrategias de precarización.
Es necesario ejercer un derecho a la tristeza y la ansiedad frente al contexto, que nos permita politizar el malestar desde un nosotros que acciona encuentros, resguardos y relatos. Y es aquí donde encontramos algunas prácticas del cobijo que ponen en tensión el lenguaje dominante a partir de poéticas cotidianas distintas.
III. Poéticas del cobijo.
Buscamos poner atención a la expresividad de prácticas cotidianas que convocan a una colectividad para resolver necesidades, intercambiar inquietudes inmediatas y darse el tiempo para imaginar juntos maneras más plenas de vivir. Estas prácticas activan el acompañamiento, la escucha y la complicidad. Pero más aún, hacen posible una vida a partir de estrategias fragmentarias que generan salidas creativas del aislamiento y vitalizan los relatos que articulan las experiencias diarias más allá de la captura del discurso estadístico, el de la vigilancia y el del management.
Las prácticas del cobijo permiten dar cuenta de lo que se erosiona y buscan afirmar algunos cimientos para crear nuevo modos de albergarnos. En este sentido el cobijo solo es posible cuando se reconocen las fuerzas que producen las distribuciones inequitativas del abandono y solo se pueden activar en función de la precaridad[1]. Es decir, activan el malestar sin naturalizarlo. Por el contrario, en el breve resguardo en que emergen, nos dejan ver con cierta distancia las condiciones inclementes a las que se ha sometido la vida y los cuerpos de muchos. Entonces, solo se cobija aquel que asume de manera afirmativa su propia intemperie y en ese lugar puede también cobijar la intemperie de otro cuerpo. Son anónimas, habilitan las grietas del orden, y dejan una huella de otras posibilidades para habitar el desconcierto.
No buscamos constatar estas poéticas a manera de un diagnóstico que registre y dé cuenta de ellas. Sino acudir a una implicación y complicidad crítica y reflexiva; un modo de contagio otro que viene de la vida que aún es posible en el medio de la pandemia y en la que nosotras, quienes escribimos, estamos insertas. Esta es pues más bien una convocatoria y a la vez una apuesta por hacerlas proliferar y que puedan diseminarse en otros registros.
En otras palabras, referimos a estas poéticas, porque nos remiten a experiencias colectivas que buscan componer formas de vivir basadas en las artes de hacer cuidado en medio de un daño que se ha naturalizado a nivel planetario de manera tautológica: “así son las cosas”. Dan cuenta de zonas de frontera en medio de la intemperie que, de forma ambivalente, al mismo tiempo que dejan registro de la fragilidad diferenciada a través de gestos de cobijo, exponen el desgaste y la impotencia a las cuáles somos reducidos al quedar a merced del inminente desastre de la crisis.
La polarización en medio de la intemperie absoluta deja disponible algunos intersticios delicados para que podamos preguntarnos por condiciones más dignas para vivir y atravesar la pandemia. Los gestos de cobijo, promoverán ambientes cotidianos, históricamente desechados, en los que el cuidado permitirá atemperar los cuerpos en un clima en que el miedo y la ansiedad exigen ser atendidas como lugares válidos desde los cuales, colectivamente, construir nuestros relatos de la fragilidad. Desistir del llamado al rendimiento, de la exigencia de normalidad y del alzamiento de la voluntad individual. Reivindicar la alegría que conlleva afirmar la tristeza; pensar desde la vulnerabilidad y no evadirla; seguir la curvatura de la angustia como un referente “natural” para orientarnos en medio de la excepcionalidad y el desconcierto.
Frente al incremento de contagio de COVID-19 surgen rastreadores y rastreadoras en España quienes ante la multiplicación de casos buscan a los contactos estrechos para avisar, acompañar y sostener el confinamiento de las personas y, con ello, zanjar la cadena de infección. El objetivo no es conocer al posible portador, es también acompañarlo en el ejercicio que supondrá aguantar la angustia de la enfermedad. En el caso mexicano y chileno las rastreadoras nos remiten a las excavaciones que buscan evidencias y con ellas lograr un reconocimiento digno para todas las personas que han caído en el olvido institucional: lxs desaparecidxs. Las rastreadoras no sólo buscan hallar las marcas que han dejado los captores, también trazar las memorias y relatos de aquellas y aquellos con quiénes se encuentran en el ejercicio de la búsqueda para acompañarse y armar el coraje frente a la soledad de la indolencia, la desorientación y el vértigo.
Así los aplausos y festejos para apoyar al sector de salud en diferentes lugares del planeta; la iniciativa de generar una galería colectiva en Instagram @covidartmuseum, el proyecto de lectura por Twitter que incitó Rafael Mondragón en México, #LecturaRefugio. No tienen el objetivo de una transformación radical, de la resistencia frontal sino de generar un clima de proximidad, de tibia extrañeza.
En contra del ambiente de polarización y los ataques contra los médicos y enfermeras en el transporte público, surge de manera espontánea la iniciativa de ofrecer gratuitamente el servicio de taxi nocturno en Guadalajara, México. Y frente al abandono agudizado para gente en situación de calle @amigosenelcruce realizan acopios semanales gestionados de manera autónoma y, ahora, la campaña #DelaCalleAlaEscuela2020 para apoyar con útiles escolares a los chicos y chicas.
En Chile, el Covid-19 aterriza a contrapelo con el estallido social del 18 de “oktubre-19”[2]. Ambos señalan una tarea pendiente: encontrarnos en medio de un escenario social saturado por un discurso de la guerra. Por una intemperie militarizada que demoniza “el desorden social” y se aloja cómodamente en una mutación gubernamental de tipo inmunitaria “contra el virus”. Esta actualización del Estado de excepción advierte una delicada indistinción entre virus y revuelta social como virus; y se hace sospechoso el llamado a la “normalidad” o “la nueva normalidad”. Y será en medio de este ambiente de amenaza que las calles, con sus pintas, seguirán recordando que: “no volveremos a la normalidad, porque la normalidad era el problema” como dejó muy claro aquel grafiti de luz y que hoy sigue resonando cuando los gobiernos llaman a una nueva normalidad.
Entonces, es que rastrearnos en medio de la oscuridad nos ha permitido encontrarnos, imaginarnos y poetizarnos de otros modos. Por ejemplo, las compañeras feministas instigando y acompañando al generar mapas territoriales que han promovido estrategias para atender, identificar y acompañar, a esos grupos sociales mayormente expuestos, ya sea al virus, como también a la soledad que se desprende del confinamiento individual. Otra práctica poética es aquella que visibiliza la impotencia frente al desempleo y la crisis económica. Da cuenta de cómo los efectos del confinamiento pueden ser también respondidos de manera colectiva en apuestas por otros modos de abastecimiento. Dar alternativas económicas, como lo hace la táctica de Pueblo A Pueblo, procurando la alimentación y la producción colectiva. O «Parar la Olla»[3] que desafía el distanciamiento físico en tiempos de contagio y activa la memoria para intervenir en un presente que nos alberga de la intemperie.
Frente a los usos políticos, los abusos, la polarización vamos ensayando de manera intermitente otras tácticas de cuidado y vinculación afectiva: reuniones, cajas de ahorro colectivas, prácticas de escucha, algunas circulan por las redes tecnodigitales y otras desafían, con responsabilidad de cuidado, los riesgos que ahora supone la presencia y el contacto. Antes que un objetivo de transformación social aparecen como inventos de “confección casera”, dispuestos a producir y sostener ambientes en que el deseo, el ánimo y la imaginación no decaigan, no desaparezcan, y con ellas los mundos que se atisban a crecer hoy bajo la amenaza de una “nueva normalidad”.
REFERENCIAS
[1] Vamos a usar los conceptos de precariedad y precaridad siguiendo la propuesta que realiza Judith Butler en el libro Marcos de Guerra. Con precariedad refiere a una condición existencial de vulnerabilidad que conecta a las y los seres vivos en distintas formas y prácticas de interdependencia. Con precaridad comprende un régimen gubernamental diferenciado caracterizado por la distribución inequitativa de espacios de exposición a la precariedad, por lo tanto, de maximizar o minimizar la vulnerabilidad de otros. (Butler, 2010)
[2] Hacemos venir este juego de palabras entre Covid-19 y Oktubre-19, ambos catalizadores del 2019 que permiten ver con crudeza la sistemática precarización que han impuesto los regímenes gubernamentales del neoliberalismo en América Latina y específicamente en Chile, a partir del texto Virulencias de cuidado: De la revuelta y otros contagios en el que se expone que no es el virus ni el Estallido Social los que generan las penurias sociales, sino las maneras de privatización de los derechos sociales a nivel global.
[3] “Parar la olla” es una expresión popular en Chile para referir a la posibilidad de llevar alimento a las familias en tiempos de escasez. Hoy se ha convertido en una aplicación telefónica para colaborar con las “ollas comunes” que dan respuesta alimenticia a la necesidad de los territorios más abandonados durante la cuarentena. Como dice Héctor Zimmerman en su antología de frases “Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato”: “No tener cómo o con qué parar la olla” resume la imposibilidad de llevar al hogar el alimento indispensable. La olla es el símbolo de la comida: ya sea la elemental, la más pobre, adonde van a parar todas las sobras e ingredientes baratos con que una familia sin recursos se las arregla para cocinar”. Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1999
SOBRE LOS AUTORES
Alina Peña Iguarán es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesora-investigadora del Departamento de Estudios Socioculturales en el ITESO en Guadalajara donde imparte cursos en licenciatura y posgrado. Sus áreas de interés son: estética y política, y memoria y subjetividad en contextos de violencia, frontera y desaparición. Desarrolla la línea de investigación: Comunicación, estética y política. Colabora en el grupo interdisciplinario de trabajo sobre “violencia y confinamiento”. Además es parte del grupo interinstitucional de estudios sobre Biopolítica y Necropolítica.
Patricio Azócar Donoso es Investigador, docente y activista. Miembro del Laboratorio Transdisciplinar en Prácticas Sociales y Subjetividad -LAPSOS- de la Universidad de Chile. Docente del Programa de Políticas de Inclusión-Exclusión Educativas del dpto. de Filosofía de la UMCE. Integrante del Colectivo de investigación política y radiodifusión Vitrina Dystópica.