La vida vista desde adentro

Miro a través de la ventana. Parece que la vida se ha detenido. ¿A dónde fueron las multitudes? El silencio horizontal que se extiende por la avenida me recuerda que esta es la primera huelga sanitaria: el sindicato humano paró, y la ciudad, de golpe, se volvió introvertida. 

El Covid 19 no puede verse. Sabemos que ronda en las calles vacías y que existe por los seres humanos que desesperan cuando les falta el aire. Si hay algo que podemos decir es que es el año de la asfixia: sanitaria, ecológica, económica, y de George Floyd en Estados Unidos. 

La vida sigue su pesada marcha, pero se mudó al interior de nuestras casas. ¿Puede tanto afuera caber en tan reducido adentro? Nos pidieron sostener una ciudad a escala en lo más privado de nuestra intimidad. El hábitat personal se nos desfondó: un cuarto y una sala no pueden ser a la vez refugio, oficina, salón de escuela, recinto de juntas, biblioteca, espacio lúdico y diván.

En estos días todo pasa por dentro, como el metro de la ciudad. Hay una vida agitada, serpenteante, imprevisible, que transcurre paralela a lo que se puede verse en la superficie. Aun así, cuando hablo con otros, descubro que nos cuesta pensar y que nos incomoda sentir. En un par de meses hemos aprendido algo de estadística, de epidemiología y de protocolos sanitarios, pero muy poco de nosotros mismos. 

Disfruto hacerme sentir en la ciudad al caminar. Mis pasos resuenan y el corazón de la calle renace. La urbe ya es otra. Se ha vuelto silenciosa, misteriosa. Me siento habitante de un cuadro de Giorgio de Chirico: soy una sombra que da vuelta a la esquina en un paisaje donde lo latente desborda a lo patente.

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El desbarajuste nos repliega. El planeta es una gran tortuga: ante el peligro, se refugia en su caparazón. Nosotros hacemos guardia junto a las ventanas; espiamos al siglo desde la rendija de las cortinas, sospechamos hasta del sol. Solo estar se ha vuelto pasmoso. 

Cada día de encierro ha sido como acomodar un cuadro inclinado en la pared. Lo ajustamos todas las mañanas, pero persiste en ladearse. En el instante en que lo enderezamos, sabemos que ya está actuando el desplazamiento imperceptible que lo desnivela. A través de algo nimio notamos que el curso inexorable de todas las cosas conduce hacia otro lado del que marca nuestra voluntad.  

Este año es el desastre de la voluntad humana. Ayer creímos escribir nuestro destino. Hoy nos sentimos analfabetos y, sobre todo, con la sensación de naufragar del curso de la Historia. Quizá una corriente nos llevó a la isla desierta del tiempo en que vivimos.  

Nunca tuvimos más poder y al mismo tiempo nos sentimos tan impotentes. Toda la tecnología, los recursos y las energías combinadas no han podido crear una vacuna para curar una variación de la gripa. No sólo tenemos que aceptar lo lejos que estamos de ser grandiosos, además nos vemos obligados a decir: “somos la mitad de la migaja que creímos”. 

Esto es la vulnerabilidad radical. Un estar desollado. Los Homo Sapiens esquivamos este duelo desde el origen. La búsqueda de fármacos nos posee con desesperación. Descubrimos lo único que embriaga tanto como para hacernos olvidar:  la técnica, con su nube narcótica de acero y electricidad.

Cuando al fin salimos del sopor, nos condolemos frente al espejo. No queremos asumir el dolor; retornamos a lo conocido, a la misma desmesura, pero llevada más lejos. Convencidos de que esta vez sí lograremos ser los pastores de las estrellas y convertir a las galaxias en nuestro jardín. Por fin caminaremos sobre el mar y atraparemos el viento. Si no podemos vivir desde la fragilidad…¡elevaremos un mundo maravilloso que silencie la conciencia de nuestra precariedad!

Elegimos vivir seguros y con cadenas antes que libres y pendiendo de un hilo.  

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Escribo en un momento de poderosas manifestaciones políticas. Por eso no puedo obviar que desde que surgió el Covid-19 todas las metáforas han sido bélicas. Repetimos frases de guerra. Decimos que “hay que combatir el Covid”,que necesitamos fortalecer nuestras defensas”, “que no hay que salir”, “que debemos permanecer en confinamiento”, “que se debe mantener distancia”. 

Declaramos que estamos en medio de una lucha. Y luego nos sorprende que las calles sean un campo de guerra.

El lenguaje importa. Determina cómo procesamos lo que vivimos. 

¿Y si nos deslizamos hacia otras metáforas? ¿Qué tal un lenguaje distinto, más cercano a los cuidados? ¿Y si hablamos de protegernos, de sanar? ¿Si declaramos la devoción y el compromiso hacia el otro de forma individual y colectiva? ¿Sabremos vernos como quienes acompañan los procesos y las crisis sin pretender conducirlos? Mientras allá afuera todo es ruido y furia, ¿Estamos dispuestos a ser guardianes de una respiración?

Quizá podríamos ser fieles a la verdad del momento  y vivir de otra manera el presente, porque lo más auténtico de esta pandemia es entender que necesitamos cuidarnos y asistir a quienes nos rodean. 

Somos tan fuertes como la persona más débil entre nosotros. 

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Las catástrofes lanzan preguntas como navajas. Solo algunos intentan responderlas, quizá porque la mayoría nos ocupamos en sobrevivirlas. Pero son ineludibles. De entre todas las que he escuchado, hay una que se repite: ¿Seremos mejores cuando todo esto pase? 

Es claro que las personas no siempre cambiamos por el hecho de vivir una situación límite. Vivimos una pandemia, no en un retiro espiritual. Es posible que no terminemos el confinamiento con un nimbo de luz en la cabeza o repartiendo amor como un Buda 2020. Sin embargo, existe un potencial de transformación enorme. Hemos visto o sufrido el dolor de los enfermos, del planeta, de los animales, de los débiles. Mucho pasará por el esfuerzo de hacernos cargo de experiencias, por dolorosas que sean, y de tratar de reflexionarlas para convertirlas en los cimientos de mejores realidades. 

Cuando esto pase muchos dirán: “fue terrible. Espero que no se repita”. Y a otra cosa mariposa. Está bien, después de una pandemia viene una afirmación de la vida de formas variadas: el amor, el reencuentro, la lujuria, la promesa, la fiesta, e incluso, el olvido. También nos vengamos de la muerte quitándole atención y planeando el futuro como si no existiera. 

La afirmación de la vida que yo escojo es la risa. Entiendo que necesitamos tomar distancia de esta tragedia para poder reír. Pero al final la vida se impondrá, como siempre lo hace. Seguro celebraré la “nueva normalidad” con lo que más amo de las y de los seres humanos: su risa, mejor si se acompaña de la ironía y el ingenio. La risa desautomatiza, libera del miedo y permite convivir con aquello que nos desborda. Cultivaré la risa que viene desde el interior (todo pasa dentro en estos días) y lo haré porque es capaz de regar el exterior, volviéndolo habitable. Honraré la risa para que el adentro y el afuera vuelvan a vincularse de manera orgánica. Exaltaré la risa como una catarsis redentora y reconciliadora. 

La vida nunca será más vida que en la risa del mañana. 

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