Fueron los gatos, cuento especial de Día de Muertos

Dos amigos fanáticos de la lucha libre, unos gatos viejos, una ouija y un encuentro con el más allá. Estos elementos componen este cuento especial para el Día de Muertos, en #VíaAlternativa

Hay dos clases de decepciones en la vida. La primera: que tu ídolo (el Rayo de Jalisco Jr. por ejemplo) no te quiera firmar tu máscara. Y segunda: todas las demás, pensaste, mientras salías de la convención organizada en apoyo a la creación de la Casa del Luchador Retirado, con tu máscara virgen (sin la mácula deseada: firma autógrafa de su dueño) entre las manos, y con la palma de tu amigo el gordo Sebastián en la espalda. Pinche Rayo culero… ya no serás mi ídolo, farfullaste. El gordo se llevaba una torta de tamal a la boca, “perdónalo amigo”, masticaba. Las migajas que le botaban de la trompa caían al suelo como semillas de una amarga tristeza.

Los recuerdos te venían en fragmentos, lo primero era la sensación de la caída. No te dolía nada, sólo sentías adormecido el cuerpo, sin poder levantar un músculo, ni el más mísero. ¿Por qué te caíste? La sangre encharcada te humedece la cabeza y el cuello, pero no te puedes levantar. Con el rostro pegado al piso sólo observas el primer escalón. De las escaleras por donde caíste viene bajando uno de tus gatos, lo escuchas ronronear. El escalón es igual de cotidiano que siempre, un escalón como cualquier otro, pero si lo miras bien ahora se diferencia de todos porque tiene una mancha roja, oscura. Hay más recuerdos en tu memoria.

“Los ídolos son en esencia humildes, nacidos en el calor de la plaza pública, cobijados en los senos del pueblo y amparados por la virgencita que todo lo ve y todo lo destruye  —con la ira de Dios y con su amor—, por el amor a la raza, por el amor a la poesía que es la raza, que es el amor a los dioses aztecas cuyo panteón reposa en el pecho de la patria que nos arde en el pecho, con el corazón ardiendo, ahíto de hazañas como astros en el firmamento…” Salmodia  tu amigo, de pie sobre el asiento, mientras la gente que viajaba en el mismo vagón lo escuchaba atentamente, hipnotizada por el ritmo del discurso, a pesar del calor sofocante de las horas rabiosas del tránsito en el metro.

¿Dónde está Sebastián ahora? Quisieras que entrara, para saber por qué chingados te caíste o cómo, o por qué no te puedes mover, qué carajos es lo que tienes. ¿Y si llegara ahora? ¿Estará abierta la puerta? No recuerdas. Si llega y no está abierta la puerta, tocará el timbre. No podrás abrirle. ¿Cuántas veces seguirá tocando? Tocará cuatro veces el timbre, en intervalos de dos minutos por cada timbrazo, cuatro es un buen número, pasarán diez minutos antes de golpear la puerta. Seguro te gritará, pensará que no quieres abrirle, que lo detestas, que te cae gordo, porque a él sí le quisieron firmar sus máscaras y porque él fue  quien tuvo la pinche idea de jugar a la ouija.

¡Ridículo! querías salirte por la ventana, pero el tren iba en el túnel. No hacía falta tanta mamada pinche ridículo. La neta estoy triste por lo que me hizo el Rayo, pero no es para tanto, no te la jales Sebastián, mascullabas. Sí estoy triste pero no es para tanto, te repetiste todo el trayecto, aquella frase asumió para ti la función de un mantra improvisado para controlarte, mientras tu amigo hacía gala de sus grandes dotes de orador.  “El público fiel colma arenas de cualquier región mexicana, desde la mugrosa ciudad hasta el pueblo rascuacho, el pueblo procura a sus ídolos y los encomienda a la Virgen del Costalazo, entre alaridos que son besos que son versos. Etcétera. Y yo pregunto, respetable público cautivo, ¿acaso el ídolo no tiene que retribuir un poco de lo que el pueblo le ha dado? Etcétera. ¿Acaso un ídolo debe actuar como político priista, dando la espalda a su pueblo hambreado? Etcétera. ¿Qué otra cosa se puede ser cuando se es precisamente un ídolo? Etcétera. Etcétera.”

Etcétera.

Sí estoy triste, sí estoy triste, sí estoy… te seguías repitiendo, para no escuchar los lamentos de tu  corazón herido  y para no oír la voz del gordísimo orador desde su púlpito improvisado. Bajaron en la estación Hidalgo, la gente despidió al gordo con aplausos. ¡Adiós guapo!, le gritó una muchacha cuya falda apretada de colegiala ceñía sus nalgotas. “Mira mano, ¿qué te parece si para mejorar el día nos vamos por unas chelas y nos empedamos? Ya no te agüites”. Llevo dos años de abstinencia, contestaste. “Ah… bueno… se me ocurre una gran idea. Tengo una ouija en mi casa, ¿por qué no acusamos al Rayo?” Con quién chingados lo vamos a acusar. “Con su chingada madre, ¿qué te parece?”

Los insultos a la madre son, en esencia, ejercicios de conciliación. Reímos. Sabes qué, pinche gordo majadero, ¡lo vamos a acusar con el Santo! Y la palabra ‘Santo’ rebotó en el pasillo del transbordo de la línea verde a la línea azul, con tal intensidad, que una anciana tuvo que sujetar su peluca para que no se la llevara el potente eco.

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Llegaron a la casa del gordo. De un baúl cubierto de una gruesa capa de polvo, oculto en el armario gigantesco donde tu amigo guardaba su ropa y su voluminosa colección de máscaras de luchadores autografiadas, sacaron la desvencijada ouija que se hallaba cubierta por  bolsas de plástico. Botellas de agua estaban atadas a la tabla. “Es agua bendita para que no se escape”.  Así la tenía mi madre, pensaste. Cuando eras niño, en la casa había un cuarto en el que no dormía nadie, era una habitación que tenía la función de guardar las cosas más viejas e inservibles de la familia. Sobre un armario viejísimo, estaba la tabla, envuelta en bolsas y cercada por cuatro botellas con agua bendita, una por cada esquina. A menudo entrabas al cuarto, seducido por la soledad y los cachivaches, artefactos rarísimos algunos, otros objetos de lo más corrientes. Jamás viste nada extraño, a pesar de que tus juegos se prologaban horas y horas. Hasta que un día, una mujer entró a la habitación  para llevarse la tabla de los espíritus. ¿Por qué se la lleva? le preguntaste, y ella te dijo la vamos a quemar”. ¿Puedo ver? , la sola idea de quemar algo te entusiasmaba demasiado, como a todo niño, porque ni siquiera sabías qué era la tabla o para qué servía. “No, porque salta. A veces no se deja quemar y salta del fuego y puede ser peligroso”. Nunca has olvidado aquella respuesta. Desde entonces tienes el mismo sueño recurrente donde aquella mujer, salida de no sé qué circunstancia soñada, aparece y te dice: “a veces no se deja quemar y salta del fuego y puede ser peligroso”.

Muchos años después supiste para qué chingados servía esa tabla. Tu madre la jugaba con tus hermanos mayores, cuando tú ni siquiera habías nacido. Después de espantosas apariciones, desencadenadas por el juego macabro, tu madre decidió terminar con el terror que iba apoderándose de la familia y, con ayuda de una santera, arrumbaron la ouija, entre cadenas y agua bendita, en la habitación solitaria. Ahí permaneció algunos años, hasta que la misma bruja pudo quemarla, pues era necesario que pasara el tiempo, para que el portal de energía se cerrara y la tabla perdiera su fuerza maligna. O algo así fue lo que te explicó tu madre.

Antes de morir, te heredó los gatos. Un par de mininos avejentados que no hacían otra cosa que dormir sobre la cama de tu enferma madre. Al morir ella, te llevaste los gatos, porque te hizo prometerle en su lecho de muerte que cuidarías bien de ellos. Pues tú eras el único hijo capaz de hacerlo. ¡Viejo micho!            ¡Mefisto!                     ¡Amado compañero!              Tus ojos, tu maullido son demoniacos: cuando leíste el poema por primera vez quedaste fascinado, te gustaba recitarlo a tu madre. ¡Pobre minino!, ¡cuántos años                   hemos pasado juntos!                        Me hablas, te contesto. Comprendemos                    el tono, la mirada, pero nada sacamos              en limpio de eso que decimos

            Viene bajando Marchisio, el favorito de mamá, pobre gato anciano, ¡cuánto esfuerzo gatuno para posar la pata en el escalón de abajo! En otras circunstancias lo ayudarías a bajar, pero no puedes moverte, la única maldita cosa que puedes hacer es recordar, te duele la cabeza y sientes en el pecho un calor insoportable, si no fuera por esta extraña forma de la asfixia, sabrías que estás muerto y que la muerte es un instante eterno en el que existes a través de los recuerdos que tú mismo te narras, tras el último momento de tu vida.

¡Al carajo! Ya estás muerto, y sí, la muerte es esto. Entonces sigues: Yo pesco tu comida,                       tú calientas mi cama.                         En tus ojos de ámbar, yo veo el infierno.                  Y si trazas un círculo              alrededor de una gaviota herida,                  eres el diablo mismo              que se apresta a matar.                      ¡Todo de acero!, ¡todo en terciopelo!                       ¡Tú me enseñaste que también Satán                        es parte de la gracia!

¡Marchisio! ¡Apúrate cabronsete! ¡Ven! ¡Ayúdame! ¡Dile a Sebastián que ya estoy muerto! ¡No! ¡Mejor dile que venga a ver si ya estoy muerto! ¿Me oyes? ¡Maaaaaaaaaarchiiiiiiiiiiiiiiiisiiiiiiiiiiiiiiioooooooooooooo!

No puedes entenderme gato tonto. Siempre supe que eras el más imbécil de los dos. ¿Dónde está Chielini? ¡Ve por él! ¿Escuchas eso? ¿Están tocando el timbre? Sí, están tocando. ¡Es Sebastián que ya llegó! ¡Rápido dile a Chielini que baje y que abra! ¡No! ¡Mejor abre tú! ¡Rápido!

Tocaron sólo una vez…

Si llega Sebastián tocará cuatro veces. Cuatro es un buen número. Alguien que sólo toca una vez no está realmente interesado en que le abran. A lo mejor fue uno de esos niños que tocan y luego se echan a correr. Sí, eso ha de haber sido, pues sólo fue un timbrazo, si hubieran sido dos a lo mejor se podía pensar en otra persona. Si llega Sebastián tocará cuatro veces. O a lo mejor no toca, quizá olvidé mis llaves en su casa. ¿Marchisio, puedes revisar si están las llaves en mis bolsillos?

¿Podemos hablar con El Santo?

 Sí.

Sobre la punta de nuestros dedos, hacíamos girar el triángulo, del sí al no, y viceversa. La tabla nos jugaba una broma. ¿Eres tú el El Santo?


No.

¿Quién eres?

S-A-N-T-O

¿Cuál es tu nombre real? (todo mundo sabe que el nombre real del enmascarado de plata es Rodolfo Guzmán Huerta)


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C-A-R-L-O-S

Al terminar de señalarnos la “s”, la sangre se nos heló en el cuerpo, y la saliva se nos hizo piedra en el gañote. Ya la cagamos pinche gordo, hemos traído un espíritu desconocido, esto no me da muy buen espina. “Sigamos con las preguntas amigo, no podemos dejar esto a la mitad, si ya trajimos a un espíritu desconocido, mínimo debemos saber quién es”.

¿Cuál es tu apellido?

M-O-N-S-I-V-Á-I-S.

¿Habíamos traído el ánima del difunto escritor al portal?

¿Estás mintiendo?

NO.

¿Cómo podemos saber que eres tú?

F-U-E-R-O-N-L-O-S-G-A-T-O-S.

En efecto, habíamos traído el ánima de Monsi a nuestro portal de energía.

Rápidamente fuiste al librero del gordo, ¿dónde tienes los libros de Monsi?, rápido enséñamelos. El gordo te miraba distraído, con el dedo del corazón te señaló el rincón izquierdo de su biblioteca, miraste los tomos y sólo había un maldito libro del autor de Días de guardar. Se titulaba Aproximaciones y reintegros, una compilación de la obra de crítica literaria que Monsiváis publicó en La Cultura en México. Abriste una página al azar (69). Y leíste: “En la formación más honda de los entusiastas de la vida espiritual a su credo religioso y la educación sentimental (la gran educación latinoamericana) aun imperan las respuestas clásicas y típicas a las preguntas “eternas”: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? O en la versión de Nervo: ¡Piedad para mi muerta! ¡Piedad para los muertos!/ ¿A dónde van los muertos, Señor, adónde van?” ¡Gordo, es una señal! ¡Es una señal!

Tu amigo estaba pálido, los cachetes le colgaban como globos fláccidos, ¿dónde estaban aquellos contenedores de cebo abombados y bombonescos que habían conquistado los corazones de tantas damas?  ¿Te sientes bien amigo? Le preguntaste con la voz entrecortada, porque a mitad de tu pregunta él ya te había mostrado la respuesta: su mano señalaba un charco de sangre en el centro de la ouija. El gordo se levantó rapídisimo, mientras tú estabas paralizado del susto. Fue a la cocina y trajo un trapo mojado en agua bendita para limpiar la sangre pero…

Ya no había sangre.

Decidimos, después de discutirlo durante una hora, seguir jugando y preguntarle al recién fallecido Monsiváis cómo podíamos ayudarlo, qué necesitaba de nosotros, o qué era lo que nos quería decir mostrándonos la sangre.

FUERONLOSGATOS, respondió.

FUERONLOSGATOS, volvió a responder.

FUERONLOSGATOS, era su respuesta para cualquiera de nuestras preguntas.

¿Qué pasa con el maldito espíritu de Monsi? Sebastián se levantó de la mesa, aterrorizado, tanto como tú, comenzó a girar alrededor de ti, pensativo. Tenía una mirada febril. Te dijo, “tengo que salir un momento, necesito tomar un poco de aire, si seguimos con las preguntas me voy a volver loco”. Discutieron. Forcejearon.

Salió.

Te sentaste en el sillón, sacaste un malboro, te buscaste en los bolsillos el encendedor. No estaba. El primer lugar donde se te ocurrió buscar fuego fue en la cocina. La cocina del gordo estaba limpísima. Ayer fumaste mientras preparabas la cena, y te comiste la ensalada con un poco de ceniza, ¿aquello fue el memento mori de tu vida? No había ningún encendedor en la cocina, ni cerillos. Ibas a usar la estufa cuando de pronto una voz te llamó por tu nombre. Era la voz de Monsiváis, estabas seguro. La piel se te puso de gallina y por poco te meas encima.

Ahí fue cuando decidiste regresar a casa, saliste echo la mocha, como alma que lleva el diablo, sin dejarle una nota a Sebastián. Tomaste el primer taxi que pasó. El radio en el auto te hizo darte cuenta que acababan de pasar las doce de la noche, habían jugado muchas horas.

Entraste a casa, reconfortado por la idea de irte a la cama y olvidarte de todo, mañana será otro día, dijiste, de pronto te sentiste muy cansado, terriblemente exhausto. Subiste las escaleras corriendo, estabas impaciente por llegar a tu cama y cerrar la habitación con llave, no pensabas salir en toda la noche, ni al día siguiente, y si era posible nunca; el miedo te apresuraba. En las escaleras tropezaste con Marchisio, le pisaste la cola, golpeándote la rodilla con el filo del escalón. Maldito gato, un día me vas a matar, pensaste eso, lo recuerdas muy bien. Entraste a tu habitación, estabas a punto de cerrar la puerta, cuando comenzó a sonar tu teléfono celular. Sonaba abajo, en tu sala.  ¿Lo habías olvidado ahí? ¿O se te había caído? ¡Maldita sea!, tal vez es una llamada importante. No podías encerrarte en tu habitación para no salir nunca si no tenías tu celular a la mano, y tu laptop, al menos. Decidiste ir por tu celular y por la computadora. Tengo que bajar rápido, lo más rápido que pueda. Y corriste.

           

 

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