Defensa de la cama vacía
He sido despojada de mi cama. En medio de la noche, me levanto de mal humor y me traslado a otro cuarto. Somnolienta, intento leer. Bostezo. Trato de acurrucarme en el sillón. Prendo la computadora y concentro mi vista cansada en chismes de redes sociales. Voy a la cocina y pongo un poco de café. Mientras bebo, me lo imagino. Pienso en su sueño intacto, inalterable, en su cuerpo distendido en mi cama. Está dormido, pienso, y saberlo me hace albergar cierto rencor.
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El acto de dormir en pareja está idealizado. Al igual que yo, seguramente muchas y muchos han sido víctimas de esta atrocidad. La mercadotecnia se encarga de vendernos la imagen de las parejas felices, hermosas y que duermen bien. No es sino hasta que comenzamos a compartir las noches con alguien que nos damos cuenta de nuestra concepción errónea. Como nadie nos lo ha advertido, la realidad nos toma por sorpresa en forma de un manotazo en la cara o de un ronquido en la oreja.
Dormir acompañados puede ser letal. Algo que había comenzado como un acto de ternura se convierte en terrible acoso: con el paso de los minutos, sentimos que aquel cuerpo avanza con movimientos milimétricos hacia nosotros. El espacio se abrevia, la cobija parece encogerse. Después de un rato, tenemos dos posibles desenlaces: o nos tiran de la cama o nos asfixian contra la pared. Ambos resultan igual de molestos y no importa qué tan bien hayamos pasado el día con esa persona, en el transcurso de la noche podemos pasar del afecto a la aversión.
El que es molestado por las noches con frecuencia se torna irritable y el otro sufre las refriegas por haberle causado un trastorno de sueño. La idea de que dormir acompañados hace cercanos los vínculos es bastante cuestionable. Cuántas relaciones hubieran sobrevivido de no haber cometido el equívoco de compartir su colchón…
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Los causantes del desvelo ajeno se inquietan conforme se acerca la noche. Dan vueltas en la habitación en la que se encuentran tratando de hallar la forma en que podrían esquivar las horas negras. Irremediables licántropos, saben que perderán su forma en cuanto los posea el estado somnífero. Sin percatarse, abrirán la boca en plena oscuridad y emitirán un ruido áspero y ronco que hará vibrar los cabellos de su compañero. Las extremidades se expandirán ocupando la mayor parte de la cama. Se desprenderán de ellos fuertes olores. Su carácter se tornará agresivo y defenderán su espacio de cualquiera que intente invadirlo. Si el que osa reposar al lado suyo intenta evitarlo, corre el riesgo de ser devorado o, cuando menos, insultado con sonidos guturales.
Por la mañana, vuelven a su apariencia habitual. Su respiración se torna serena. Al abrir los ojos no recuerdan nada de lo que ocurrió durante la noche. No es hasta que preguntan a su pareja cómo ha dormido y ven su rostro descompuesto que saben que otra vez fueron presas de la metamorfosis.
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Reincidimos. Me tumbo de lleno en la cama antes de que él pueda acostarse. El insomnio de la noche anterior tuvo consecuencias: las letras de mi libro se volvían borrosas por momentos y los caracteres bailaban una danza somnífera en la pantalla de la computadora. Cierro los ojos. Todavía recelosa por los efectos colaterales de su desconsideración, me desentiendo de él. Hago de mí un ovillo, me duermo. Entre ese instante y el despertar hay una laguna de amnesia. El sueño profundo, reparador. Cuando abro los ojos él ya está bañado y vestido. Le pregunto cualquier cosa para hacerle ver que todo ha vuelto a la normalidad. Apenas responde. Miro su rostro y noto una sombra debajo de sus ojos. No me lo dice, pero sé que no lo he dejado dormir.
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Casi nadie puede zafarse de inculpaciones relacionadas con interrumpir el sueño del otro. Nuestra actitud tiende a la ambivalencia: transitamos de víctimas a victimarios y viceversa. Sin duda no faltan los que se ufanan de jamás haber despertado a nadie y van por ahí vanagloriándose de sus respiraciones acompasadas y de sus movimientos imperceptibles. Pensar en ellos irrita como fastidia la idea de la perfección, no sólo porque nos recuerdan nuestro estado de soñadores imperfectos, sino porque tienden a ser personajes planos y aburridos. Por el contrario, las personas que de una noche a otra pueden cambiar de rol, o las que se mantuvieron por muchos años dentro de un papel y luego permutaron su carácter dormitativo, resultan mil veces más atractivas por su complejidad: ¿qué le habrá hecho ir del sueño en silencio al parloteo con los ojos cerrados?, ¿cuándo pasó de la generosidad de compartir la cobija a la mezquindad de arrebatarla? Su modo de dormir revela un temperamento multifacético.
Casi nadie puede zafarse de inculpaciones relacionadas con interrumpir el sueño del otro.
Si eso es lo atractivo para el observador, para el durmiente es una amenaza. Dormir nos muestra tal como somos, es el único momento en que no podemos fingir. Todo aquel que haya creado una farsa alrededor de su persona puede ser descubierto mientras se encuentra en ese estado de inconsciencia. Tan insoportable resulta la condición de absoluta sinceridad que el ser humano sueña y en sueños urde historias inexistentes en la vigilia.
Nunca somos tan vulnerables como cuando dormimos. Conscientes de eso, muchas personas optan por no pernoctar. Por más tarde que sea y por más lejos que vivan, no se dejan vencer por la somnolencia y se retiran a su casa. Las medidas pueden parecer excesivas pero, después de todo, fue mientras dormía en las piernas de Dalila que Sansón perdió la poderosa cabellera o que Judit aprovechó para cortarle la cabeza a Holofernes y liberar al pueblo de Israel. Incluso como táctica política, la fragilidad durante las horas de sueño se ha aprovechado para vencer al enemigo. Sólo podemos dormir con quien confiamos y aun así nuestra tranquilidad nunca quedará asegurada del todo.
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Su mano en mi cara. Mi pie responde empujando su abdomen. Su mano en mi pie. Calma. Un ruido bronco que con cada respiración se hace más audible. Pongo la almohada sobre mi rostro. Un golpe sobre la almohada. Inaceptable. Me levanto de golpe, hago movimientos exagerados buscando su despertar. Me mantengo a la espera. Nada. Entonces sólo me dan ganas de ir a la cocina a preparar café y fumar un cigarro. Pero no. Es su casa y su colchón. Y él no toma café y tiene asma.
Dormir en cama de nuestro compañero conlleva internarnos en su territorio. No queda de otra más que ceder: habituarnos a la nueva superficie donde nuestro cuerpo reposará, a la almohada, a los ruidos nocturnos, a la calefacción y a los rituales que se llevan a cabo antes acostarse. Dormir es una acción tan ordinaria que una no pensaría que entran tantas cosas en juego para lograr un sueño sosegado.
Todo eso es soportable si el problema no es la persona que duerme a nuestro lado, a la que no se le puede correr de sus propios dominios.
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Por fin sola, pienso. Mi cama es pequeña como yo. Si me estiro totalmente puedo sentir sus límites. Por fin sola, digo de nuevo, acostada boca arriba y con los brazos extendidos. Abro los ojos y, con aire de culpa, miro hacia los lados como si alguien pudiera escuchar mis reflexiones.
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En casa de mi madre siempre compartí habitación. Nuestra circunstancia nos impuso vivir más cerca de lo que seguramente todos hubiéramos querido si hubiéramos tenido oportunidad de elegir. Ahí no había lugar para el deseo propio: el ruido sucumbía hasta que el último se iba a dormir, la luz se prendía a las cinco de la mañana si alguien se levantaba a esa hora. Yo ocupaba con mi hermana una de las dos camas del único cuarto. Solía molestarme que se acostara tarde, que se moviera y me despertara; por el contrario, ella detestaba mi horario diurno. Las mayores peleas que tuvimos estuvieron relacionadas con ver quién se quedaba del lado de la pared o a quién le tocaba la almohada. En mi mente se fue formando la idea de que la felicidad dependía de una cama propia.
Solía molestarme que se acostara tarde, que se moviera y me despertara; por el contrario, ella detestaba mi horario diurno.
Nada más reconfortante que sentirnos en libertad de movernos a placer y tener las sábanas sólo para nosotras; apagar la luz y poner el despertador cuando mejor nos convenga. La misantropía debería ser un derecho humano en lo que concierne a nuestras horas de sueño. Si deseamos ahorrarnos innumerables enfrentamientos, la mejor solución es dormir solos.
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Me da la espalda. Hace uno de sus brazos hacia atrás hasta alcanzar mi mano, la jala en dirección a su cuerpo. Mi brazo lo rodea. Acerco el rostro hacia su nuca, la punta de mi nariz toca su cuello. Mis pies no alcanzan a tocar los suyos. Su cuerpo me dice que él también necesita que yo lo proteja.
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Busco en internet la solución a mis problemas relacionados con la cama compartida. Test que intentan descifrar a partir del sueño en pareja los problemas que los enamorados tienen en la vigilia; artículos seudocientíficos que aseguran que es más sano dormir en camas separadas; imágenes de las mejores posiciones para lograr el descanso. Me fijo en las imágenes. Una mujer recargada en el pecho del hombre; ella le toca el pecho y él la envuelve con sus brazos. Una mujer recostada de lado con las piernas flexionadas; el hombre detrás de ella, en la misma posición, la abraza y la cubre con todo su cuerpo. La mayoría de las imágenes ofrecen representaciones similares. Pocas había donde los papeles estuvieran invertidos, o donde la mujer fuera más grande que el hombre. Y casi ninguna encontré de dos hombres o dos mujeres durmiendo juntas.
Recordé una foto de John Lennon y Yoko Ono. Ella acostada en el piso, con los brazos en la cabeza y completamente vestida: una blusa negra con mangas largas y unos jeans. Él, desnudo, a su lado, en posición fetal, besándola. Ambos tienen los ojos cerrados. El retrato causó conmoción en el público tanto porque ése habría de ser el último de Lennon antes de su muerte como por la posición en que ambos se exhibían: una posición -según la opinión general- casi vergonzosa o, cuando menos, atípica. Para el músico de Liverpool, la fotografía carecía de extrañeza: mostraba una parte habitual de su relación.
Al terminar mi búsqueda me siento más tranquila. Todas las imágenes que encontré al principio no eran más que eso, imágenes. Simulacros de algo que se considera verdad.
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Nos acomodamos para dormir en su cama. Me recuesto sobre su pecho y me rodea con sus brazos. Ya en el letargo, percibo un movimiento. Cautelosamente sostiene mi cabeza con la mano que tiene libre mientras saca la otra que está debajo de mi cuello. Se voltea y me da la espalda. Lo abrazo. Fugitivo, se recorre un poco al lado contrario al mío. Estiro mi mano y no lo siento. Me acerco y me vuelvo a ceñir a él. La huida continúa hasta que es insostenible. Se gira y me dice: ¿podrías hacerte un poquito para allá? Miro tras de mí: toda la cama vacía.
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No importa cuán cerca estemos, irremediablemente el sueño nos separa. Nunca nos desentendemos más de nuestro compañero que cuando dormimos. Aunque nuestros cuerpos estén juntos, nuestras mentes estarán construyendo universos distintos donde el otro puede incluso no existir. Porque aquel que sueña está solo, en esa “soledad inadmisible del soñante” que tanto fastidiaba a uno de los personajes cortazarianos.
Con esta última premisa inevitable, poco deberíamos ocuparnos de los movimientos de nuestra pareja. Dejemos que se vaya, disfrutemos de nuestro aislamiento acompañado. Seguro en algún momento de la noche los cuerpos atraídos por su propia inercia volverán a encontrarse.
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Desde el destierro en el sillón, se suceden mis pensamientos cansados, un poco atolondrados por la cafeína. A lo lejos, su roncar se ha vuelto una música constante y armónica. Mis ojos comienzan a cerrarse al sonido de su compás. De pronto, es la ausencia de ruido la que me despierta. Ha cesado. El silencio lo inunda todo.
Las noches transcurren inciertas ante nosotros. Mientras tanto, y antes de que otra cosa suceda, vuelvo a la habitación. Me meto a la cama. Todo indica que esta noche habrá tregua.