Rius: Despedida en primera persona
Entre el escritor y sus lectores hay una relación inviolable, confidencial. Entre guiños íntimos, el lector descubre un pasado común y cercano. Las componendas de los acercamientos secretos, y la habitualidad del libro bajo el brazo, forjan entre lectores y autores un vínculo de naturaleza familiar.
Así fue con Rius:
Cursé el sexto año de primaria y toda la secundaria en una escuela católica. Una declaración así suele bastar para explicar con cierta precisión las circunstancias del caso. Sin embargo, había matices, un equilibrio cierto entre la banalidad del mundo adolescente –con fuertes dosis de hormonas y sinsentidos- y el rigor característico de la educación católica.
Al mediodía, todos los días, las bocinas de la escuela transmitían una maltrecha grabación del Ave María, de Verdi. Era la señal. Todos, sin excepción, nos poníamos de píe silenciosamente y rezábamos el “Padre Nuestro”. También era una escuela bilingüe: cuando el Ave María irrumpía durante la clase de inglés, irrumpíamos con el “Our Father”.
Los últimos viernes de cada mes, en el patio de la secundaria celebrábamos –celebraban- una misa sin asientos. Sin asientos y muy por la mañana. Entonces me parecía un despropósito; luego entendí la vocación sufriente de los directivos. La instalación de cilicios en nuestras jóvenes carnes habría acarreado contradicciones indeseables con ciertas prescripciones humanitarias; en su lugar, bien valdría la pena mantenernos de pie durante todo lo que duraba la eucaristía.
Un Santo Oficio malhumorado y adiposo que sancionaba las faldas demasiado cortas
En general, la profesión radical de la fe católica era vigilada sólo por un puñado de laxas “orientadoras”. Solamente una, la recuerdo, era particularmente celosa de las ordenanzas de la fe. Un Santo Oficio malhumorado y adiposo que sancionaba las faldas demasiado cortas –por arriba de las rodillas-, cabelleras masculinas demasiado largas –que cubrían una superficie milimétrica de las orejas-, y que condenaba el uso de pulseras –más de dos eran sospechosas.
Tenía gestos francamente persecutores. Alguna vez declaró que los masones, para acreditar su pertenencia a una logia, debían sacrificar a un familiar –mi abuelo era masón y nunca supe de homicidio alguno producido por él, mucho menos entre los miembros de la familia. En otra ocasión condenó a una joven compañera a elaborar un trabajo inútil y kilométrico por abstenerse a realizar una procesión a La Villa de Guadalupe. Mi compañera era protestante y la materia que el Santo Oficio impartía sólo se acreditaba al asistir a la procesión.
Ya en mi adolescencia, las enseñanzas católicas, mal digeridas casi siempre, me habían indigestado de culpas y arrepentimientos gratuitos. En las vísperas de las misas sin asiento, y muy de mañana, un batallón de sacerdotes acudía a la secundaria a confesar adolescentes penitentes. Recuerdo, al menos, haberme confesado ante dos sacerdotes disímbolos. Uno joven, el otro viejo. El primero tenía una muy visible caries en sus dientes frontales; hablaba con pereza, con un aburrimiento de muchas tardes calurosas. El otro, el viejo, era pasional y entusiasta. Y con mal carácter.
A ese, al viejo, le confesé un malogrado enamoramiento. Por su regaño supuse más sencillo el asesinato premeditado que los amores marchitos. Entre sotanas, culpas y enamoramientos –era muy enamoradizo- conocí a Rius. Mejor dicho, me lo presentaron. Como todo lo bueno. Un amigo mío, con quien compartía extravagancias como la curiosidad y la lectura, lo sugirió para mí.
Un fin de semana, sábado quizá, salí de una librería con La Biblia, esa linda tontería bajo el brazo. Sin demasiados miramientos me arrojé con ánimo suicida a la fiesta de trazos e ironías. Luego vendrían El supermercado de las sectas y El diccionario de la estupidez humana. La colisión entre mis creencias antiguas y las nuevas ideas fue atronadora.
Impaciente por ejercer mi embrionario ministerio de rebeldía –voluntariosa y vacía-, tomé la secundaria como epicentro de mi actividad guerrillera. Calladamente, gestos mínimos pero eficaces, sentía, me colocaban en la senda de la emancipación intelectual. Un día, cuando el Ave María nos inundaba de falso fervor, y rezábamos el Padre Nuestro con el mismo entusiasmo con que los condenados a muerte acuden a su última cita, decidí callarme. Guardé silencio. No recé.
Sobra decir que el gesto, diminuto, me colmó de un remordimiento tal que decidí, por pura previsión, rezar al filo de mi cama por dos semanas consecutivas. En efecto, yo mismo me imponía penitencias. Era un católico perfecto.
Sin embargo, el daño estaba hecho y fue irreversible. Por fortuna. El desenfado de Rius, y la contundencia de sus afirmaciones disolvían con rapidez las enseñanzas labradas a fuego lento en sermones y reconvenciones. El racimo de culpas y arrepentimientos que, como una segunda piel, se camuflaban detrás de cada decisión, fue venturosamente extirpado. En su lugar quedó un recinto vacío, dispuesto a ser fecundado por nuevas ideas.
Mi mejor desplante, el más entrañable, tuvo lugar en la víspera de una misa. Muy temprano, y sin sillas, cuando la ceremonia nos amenazaba con su aburrimiento implacable, tuve una salida audaz: alegué mi condición asmática para eludir la eucaristía. El pretexto, en realidad, era absurdo: asma siempre tuve, y antes de alegarla no tenía empacho en resistir de pie la misa correspondiente. El problema fue Rius, que cargaba bajo el brazo como se carga una bazuca.
Esa mañana, libre de la engorrosa misa, saqué provocadoramente un libro de Rius –no recuerdo cuál. La victoria fue completa.
Luego abordaría la vena política del caricaturista. Una revelación absoluta, como difícilmente la experimenté después, salvo en señaladas excepciones. Si mis referencias ateísticas eran pocas, mi formación política era prácticamente nula. Era, por decirlo de alguna manera, un rotundo ignorante de la cosa política.
Así fue como, sin advertencias previas, me entregué a los brazos de Marx, Lenin y el “Che” Guevara –Marx para principiantes, Lenin para principiantes y ABChe, respectivamente. Llegué, incluso, en uno de los episodios de más peligrosa excitación, a reputarme como entusiasta-marxista-leninista, y me aventuré tras sus escritos.
“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes (…)”, leía en medio de los estertores de una muy dialéctica epifanía, al comienzo del Manifiesto del Partido Comunista.
Nadie como Rius me procuró los perfiles elementales de aquello que llamo, no sin alguna presunción, “ideología”. Rius hizo más por mis convicciones políticas, que los santones de la intelectualidad, enfermos de solemnidad e importancia, a los que tuve el infortunio de escuchar o leer.
Del taimado adolescente, tímido y apocado, me transfiguré, felizmente, en un peligroso partidario de todas, todas, las causas. Fervoroso defensor de lo que me viniera en gana, reivindiqué mi muy legítimo derecho a enrolarme en las luchas mejor destinadas para el fracaso. Casi siempre las mejores. Ya llegaría el tiempo de las rectificaciones y las decepciones
La obra de Rius tiene una innegable cualidad iniciática. A él acudimos –acudí- cuando las sospechas propias de la rebeldía nos –me- hacían imaginar futuros posibles. Por la trascendencia que toda primera lectura deja en la mente de los lectores, Rius siempre fue –es- un influyente primer peldaño para muchas generaciones. Para mí, al menos, lo fue.
No lo conocí. Nunca lo vi, ni de cerca ni de lejos. Aun así, su partida la sentí cercana, en primera persona. No era para menos. A Rius lo llevaba bajo el brazo, a todos lados.
Gracias.