De las motivaciones políticas y los riesgos de los proyectos de Ley de Seguridad interior
Destacados académicos y periodistas en el país han insistido en que el contenido de las iniciativas de Ley de Seguridad Interior es propia de un régimen autoritario más que de una democracia, desde la presentación de la iniciativa del panista Roberto Gil en Septiembre, y la del priísta César Camacho en Diciembre del año pasado. En realidad no es necesario ser un experto para intuir que otorgar un margen de acción tan amplio a las fuerzas armadas es altamente riesgoso para la institucionalidad democrática de cualquier país. Ante la promoción de esta iniciativa, caben un par de preguntas claves:
¿Cuál es el interés del PRI en impulsar esta ley controversial justamente cuando va de salida, en el último año de esta administración presidencial? La pregunta se torna desconcertante cuando uno pone en perspectiva las raquíticas posibilidades del PRI para competir en 2018, a las que llega con los índices de aprobación más bajos de su historia.
Más aún, ¿cuál es el interés de las dirigencias del PAN y PRD en la iniciativa? Cierto, desde ambos partidos se han presentado alternativas a la iniciativa del PRI, pero esto no debería leerse como una oposición al proyecto, al contrario: que integrantes de los tres partidos presenten su iniciativa de Ley de Seguridad Interior establece un consenso sobre la necesidad de legislar esta figura de la “seguridad interior” que en realidad aparece accidentalmente en el texto constitucional. (Aclaración: Miguel Barbosa, entonces coordinador de los senadores del PRD dijo presentar su iniciativa “a título personal” y ha habido declaraciones de otros miembros del partido en sentido contrario a la iniciativa).
Es difícil entender por qué un partido promueve una iniciativa que fortalece de tal manera las facultades de las fuerzas armadas cuando todos los cálculos disponibles indican que será otro quien ocupe el ejecutivo federal en 2018, lo mismo cabe decir del PAN y PRD que tienen pocos motivos para ser optimistas en las próximas elecciones presidenciales. Entonces, ¿por qué?
Una explicación es plausible: no es el interés directo de los partidos citados impulsar esta iniciativa, sino del propio ejército que ha aumentado su poder político y económico enormemente desde la inauguración de la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón del 2006, y que ahora tiene el poder suficiente para impulsar su agenda a través de unos partidos políticos que ven en el ejército un aliado necesario para oponer resistencia a la avalancha de López Obrador de cara a 2018.
La fuerza política de las fuerzas armadas
Después de todo, la fuerzas armadas no sólo son una de las instituciones que goza de mayor confianza en la percepción de los mexicanos, sino que además, sus filas representan 411,505 votantes (sumando los activos del ejército más la reserva y marina), ambas buenas razones para verlo como un aliado político importante. Pero el peso político de las fuerzas armadas no se limita a este par de datos de por sí significativos.
Para dimensionar su poder político hay que poner en perspectiva el aumento extraordinario en el presupuesto federal destinado a procuración de seguridad que se triplicó en diez años del 2006 a 2016 (aumento proporcionalmente mayor para las fuerzas armadas, tomando en cuenta la disolución de la SSP bajo la actual administración de Peña Nieto), las numerosas campañas propagandísticas y la relevancia mediática que han adquirido en el transcurso de los últimos diez años; esto se aúna al hecho de que los generales controlan hoy una fuerza militar de 341,605 efectivos armados desplegados permanentemente a lo largo y ancho del país, que representan el último recurso de un debilitado Estado mexicano para mantener el paupérrimo control que le resta sobre el territorio nacional.
Las razones para guardar un sano recelo a un aumento tal del poder político de las fuerzas armadas se encuentran en nuestra historia, y en la historia de los países democráticos.
La crónica inestabilidad política que caracterizó al México independiente durante todo el siglo XIX – y que nos costó, entre otras cosas, la pérdida de la mitad del territorio nacional- se debió, junto con otros factores, a las constantes intentonas de golpe de Estado a través del ejército. Incluso después de los aproximadamente once años de guerra civil que significó la Revolución, nos costó otros 25 años volver a la normalidad de gobiernos encabezados por civiles. Y tuvimos suerte si nos comparamos con el resto de los países de América Latina, los cuales sufrieron el flagelo de la intervención militar en la vida política nacional y dictaduras militares recurrentes durante casi todo el siglo XX, casi sin excepción.
Mandos desafiantes
Toda democracia necesita domesticar a sus fuerzas armadas para que sea el orden constitucional a través de las instituciones democráticas lo que prevalezca. Y a pesar del grave déficit democrático, México había logrado dar este importante paso con el proceso de institucionalización del régimen posrevolucionario. Sin embargo, este logro está a punto de revertirse por completo. Decir esto no es ninguna exageración.
Para dicha domesticación, es indispensable establecer una disciplina inflexible en el respeto a la jerarquía militar, esto significa que en ningún momento puede aceptarse en una democracia que un general de cualquier rango se pronuncie sobre una decisión que corresponde al Presidente antes que él, que lo chantajee públicamente o que critique sus decisiones, pero todas estas cosas han ocurrido ya recientemente, y probablemente no hemos dimensionado aún la gravedad de este hecho.
El pasado 8 de diciembre, en el marco de una reunión con periodistas y reporteros, el general secretario Salvador Cienfuegos exigía al Congreso de la Unión que se legislara para regularizar la actuación del ejército en las labores de seguridad pública que han venido desempeñando desde 2006, excediendo sus facultades legales por orden del presidente Calderón, y que han continuado junto con la misma estrategia fallida de seguridad en el gobierno de Peña.
Hasta aquí, el reclamo del general podría pasar por razonable, puesto que es cierto que el ejército se ha visto obligado a actuar extralegalmente excediendo sus funciones legítimas obedeciendo la política de seguridad iniciada en 2006, y es cierto que ello pone en una situación no buscada de vulnerabilidad legal a los militares.
Pero lo que el general está pidiendo no es regularizar las actividades que el ejército ha venido desempeñando dentro del marco constitucional, ello implicaría reglamentar el artículo 29º referente al Estado de excepción. Lo que el general pide es legislar una figura que aparece accidentalmente en el 89º constitucional (fracción VI): la “seguridad interior” para normalizar la actuación del ejército en actividades que en realidad corresponden a lo que siempre hemos conocido como seguridad pública y es tarea de los mandos civiles (y que no puede militarizarse en un estado que se pretenda democrático).
Durante la misma reunión, el general acompañó su demanda de una crítica a la estrategia de seguridad del gobierno federal, y de un chantaje entre líneas para el gobierno: “¿Qué quieren los mexicanos que hagan las fuerzas armadas? ¿Quieren que estemos en los cuarteles?, adelante; yo sería el primero en levantar no una, las dos manos para que nos vayamos a hacer nuestras tareas constitucionales. Nosotros no pedimos estar ahí (en las calles), no estamos a gusto.”
Esta es la declaración de un general que se sabe indispensable, el mensaje es claro: o atienden mi demanda, o se las arreglan solos (opción esta última que no es opción para el gobierno federal). Y un militar que se sabe en posición de imponer condiciones a los poderes democráticamente electos representa un riesgo mayúsculo para la institucionalidad democrática.
Luego de este atrevimiento insólito en la política mexicana -desde hace al menos ocho décadas- lejos de hacer una llamada de atención firme y ejemplar al general, el presidente Peña y su partido lo han premiado impulsando una iniciativa de ley a la medida de sus exigencias. El PAN lo acompañó con una iniciativas en el mismo sentido, y el entonces coordinador de los senadores del PRD y ahora flamante morenista, Miguel Ángel Barbosa, con una más.
Para dimensionar cabalmente la gravedad de que se militaricen las labores de seguridad pública en el país bajo este concepto de “seguridad interior”, el informe Seguridad interior: elementos para el debate del instituto Belisario Domínguez y el informe Índice de letalidad 2008-2014 del CIDE exponen claramente los puntos críticos de la actuación de los militares en estos últimos diez años como el índice de letalidad, ejecuciones extrajudiciales, violaciones de derechos humanos, con un saldo contundentemente negativo.
La eventual aprobación de la Ley de Seguridad Interior significaría la culminación de este retroceso histórico, y la normalización de los graves excesos presentados por los informes citados y numerosas organizaciones de expertos.
Politización de las fuerzas armadas para frenar a López Obrador
Si por un lado es cierto que el general Cienfuegos ha puesto al gobierno federal en una posición comprometida para regular las actividades hasta ahora extralegales del ejército luego de la citada declaración, la presteza con la que el PRI y sobretodo el PAN respondieron a esta demanda –Gil Zuarth presentó su iniciativa de Seguridad Interior incluso antes que Camacho- sugiere necesario considerar una motivación política, máxime en la antesala de la contienda del 2018.
En el caso de ambos partidos, este espaldarazo al ejército no sólo podría seguir la lógica de legitimar sus fallidas políticas de seguridad, sino de hacer frente común junto con una de las instituciones más creíbles en ojos de los mexicanos, contra un candidato al que ya se le había colgado el sambenito de no respetar a las instituciones y que ha insistido en la crítica a la estrategia de seguridad actual.
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Pero aún si el apoyo de PAN y PRI hacia la demanda de Cienfuegos no fuera en realidad parte de un acuerdo político con miras a oponer resistencia a AMLO, esta especie de frente común se ha dado de facto en las declaraciones mediáticas luego del incidente del mitin del tabasqueño en Nueva York. Cuando fue cuestionado por Antonio Tizapa, uno de los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa, Obrador respondió “el reclamo tiene que ser a Peña Nieto, a las fuerzas armadas, a quienes intervinieron en ese crimen; no a nosotros”, en incluso antes, cuando AMLO acusó a la Marina de haber ejecutado a menores de edad en lo que calificó de la “masacre” del operativo para aprehender al “H2” en Nayarit.
A partir de estas declaraciones, una serie de personajes de ambos partidos expresaron su indignación hacia lo que calificaron como “falta de respeto”, “descalifiación” y “ataque” del líder de Morena hacia las fuerzas armadas, entre los cuales pueden contarse a Gil Zuarth, Miguel Ángel Yunes, Felipe Calderón, Margarita Zavala, Ricardo Anaya, Moreno Valle o Fernando Torres del PAN, y a Peña Nieto, César Camacho, Osorio Chong, Enrique Ochoa, Emilio Gamboa, José Narro o Enrique Burgos del PRI, por mencionar algunos.
Y sin embargo, el propio Cienfuegos ha admitido la ocurrencia de casos violaciones graves a los derechos humanos en la actuación de sus fuerzas. Queda por saberse si el propio ejército es igual de adverso a la candidatura de López Obrador que PAN y PRI, ya que aunque ha habido manifestaciones como la del general José Carlos Beltrán, director de Derechos humanos de la SEDENA que calificó las acusaciones de AMLO de infundadas, el propio general Cienfuegos se ha abstenido de emitir declaraciones en uno u otro sentido, e incluso hay versiones no corroboradas que afirman que el único candidato seguro para 2018 y el general ya se han reunido.
Quedan entonces un par de cuestiones importantes por resolver:
López Obrador ha sostenido desde hace varios años que la estrategia de sacar a los militares a las calles es errónea, y que él buscaría atacar las causas estructurales de la delincuencia en vez de seguir la política calderonista de “combatir la fuerza con la fuerza”. Eso está muy bien para el mediano y largo plazo, pero en vista de que su victoria en 2018 parece cada vez más plausible, AMLO debe presentar a los mexicanos una política de seguridad seria y congruente para el corto plazo, puesto que la seguridad precaria de múltiples zonas del país depende de la presencia de los militares.
Ante esto, ¿cuál sería la respuesta de un gobierno obradorista a la demanda de los militares por legalizar su actuación en ese crucial corto plazo en el que su presencia es indispensable? Hasta ahora, sólo queda la incertidumbre.
Carlos Alfredo Dávila
Politólogo y estudiante de maestría en Estudios Políticos en la UNAM
carlos0alfredo01 @gmail.com