El poder en crudo: Game of Thrones y House of Cards

Meditemos las palabras de Amos Oz: con su “exquisitez”, la modernidad encargó a las ciencias sociales un “gran intento de sacar tanto al bien como al mal del escenario humano. Por primera vez en su larga historia, el bien y el mal fueron denegados por la idea de que las circunstancias son siempre responsables (…) de las acciones humanas y especialmente del sufrimiento humano. Hay que culpar a la sociedad. Hay que culpar al dolor sufrido en la infancia. Hay que culpar a la política”. Así se negó la existencia del Diablo, escribe Oz, pero “no quedó desempleado”.

Vivimos la dictadura de lo políticamente correcto. La masificación de los micrófonos que han significado las redes sociales, la proliferación de realidades virtuales y el carácter autorreferencial de las personas de nuestra era se han fundido en una nueva identidad: la del linchador.

Se lincha a la chica que besó a alguien en la playa mientras se le envía un mensaje privado a otra que tiene una relación. La indignación no conoce matices: la virulencia y la estridencia es la misma, se trate de que López Obrador asistió a un partido de las Ligas Mayores, de que Ricardo Anaya viajó 70 veces a Atlanta en un año o de que Javier Duarte se robó  casi en su totalidad el presupuesto de Veracruz.

Vivimos la dictadura de lo políticamente correcto

El linchador dice: “Hillary Clinton y Donald Trump son lo mismo, ni a cuál irle”. A la candidata demócrata la principal acusación que la persigue es haber utilizado su correo personal indebidamente (la inmensa mayoría de los correos intentaban dar respuesta inmediata a causas humanitarias), mientras que a Trump lo acechan decenas de demandas de acoso sexual, un historial de defraudación e impago de impuestos y un discurso abiertamente xenófobo.

Esa realidad virtual del linchador, sin embargo, contrasta con sus otras realidades virtuales, como su afición por las teleseries descarnadas que no atienden los estándares morales de la ligereza. Dos extraordinarios ejemplos son House Of Cards y Game Of Thrones.

El mismo linchador que se indigna porque Clinton autoriza intervenciones militares (como si su voluntad hubiera bastado para evitarlas), se rinde fascinado ante la forma en que Frank Underwood manda a bombardear otros países. Le maravilla y discierne la naturaleza humana que ve en Netflix, pero detesta y niega la que ve en Twitter.

Por su parte, Game Of Thrones tiene un par de características que la vuelven única: todos los personajes son prescindibles, ya que la trama privilegia la exploración de la naturaleza humana, y no hay una lucha de buenos contra malos.

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La manera magistral de construir un guión reivindicando la incertidumbre como argumento (a partir de la muerte de Ned Stark, la serie adquiere un ritmo bestial), vuelve cada capítulo de Game Of Thrones un “séptimo juego” permanente, para usar una analogía beisbolera.

“Cuando hombres muertos y cosas peores nos están cazando, ¿Crees que importa quién se siente en el trono de fuego?”, le explica Jeor Mormont a Jon Snow, y al linchador le hace todo el sentido del mundo.

Luego va a su cuenta de Twitter y reduce la batalla entre lo que representan los demócratas y los republicanos a una auto-afirmación de su superioridad moral: “es una lástima que tengamos que elegir al menos peor”.

“El caos no es un pozo, es una escalera”, le dice Littlefinger a Lord Varys. Esa es, quizá, una de las mejores definiciones de la cruda lucha por el poder que vivimos con los protagonistas de las series y como espectadores en nuestra otra realidad virtual: la que a muchos les gusta llamar “la vida real”.

Ojalá utilizáramos una parte del criterio, la inteligencia y sofisticación que gastamos para ver series en el análisis de la política. Que comprendiéramos que, como escribió Amos Oz, en la época moderna pudimos haber corrido a Satán, pero no quedó desempleado.

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