Estambul: Microretrato de una ciudad
Los pescadores miran el mar, escupen. Rodeados de botes y hieleras donde guardan los peces que capturan, prestan poca atención a los turistas alrededor que les toman fotografías. Sus cañas descansan amarradas al barandal geométrico del puente de Galata que cruza el Bósforo, en la península del “Cuerno de Oro” de la antigua Constantinopla. Este puente une a dos barrios emblemáticos del actual Estambul: Karaköy y Sultanahmet. El primero alberga la torre de Galata, antes llamada Megalos Pyrgos, que controlaba la entrada marítima a la península. En el segundo se levanta la Mezquita Azul, Santa Sofía y el palacio de Topkapi, que conecta el mercado de las especias y el Gran Bazar donde hace un siglo todavía se vendían esclavos.
Cada que cruzo este puente siento como algo no encaja con esta mañana que se abre con un sol frío. Siento un malestar social distinto al mexicano con maestros bloqueando carreteras, médicos protestando, una matanza en Oaxaca, gobernadores acusados de pactar con narcotraficantes, periodistas asesinados y los miles, miles de muertos y desaparecidos por una guerra perpetua que considero, Enrique Peña Nieto en Guadalajara durante un tianguis turístico, trato de minimizar diciendo: “pese al mal humor social, México avanza”.
Pese a la aparente tranquilidad en el puente del Bósforo, pese a la indiferencia de los pescadores, intuyo una tensión que supera los escaparates de Estambul, como una burbuja a punto de reventar y tiene que ver con los serios problemas que enfrenta Turquia dentro y fuera de su territorio: los refugiados sirios a los que ya no puede contener, una crisis diplomática con el gobierno de Damasco, el histórico conflicto con la población kurda y el Estado Islámico; este lugar es una bomba de tiempo permanente. Sin contar la serie de atentados que el Daesh se ha adjudicado en los últimos meses; como por ejemplo el de enero de 2015 en donde un hombre bomba se voló junto a un grupo de diez turistas alemanes en el barrio de Sultanahmet fuera de la Mezquita Azul, del terrorista sólo encontraron un dedo.
La cereza en el pastel llegará dentro de unos meses con el intento de golpe de Estado contra la presidencia autoritaria de Erdoğan que dejará un saldo de 265 muertos y alrededor de 2,800 detenidos, además de un contexto cada vez más polarizado en un nación lejana para nosotros.
Por ahora, la indiferencia de los pescadores, el sol frío, mantienen todo en una calma engañosa a la que no lograré acostumbrarme en todo el viaje. En cambio, comenzaré a palpar un nuevo tipo de malestar, uno que no distingue fronteras, ni idiomas, global: Turquía y México, la misma náusea.
Alguna vez me dijeron que la historia no se estudia, que la historia te llega. Vine a Turquía gracias a mi trabajo y al azar. Hasta ese entonces, mis referencias más cercanas a este sitio eran el bar Bósforo —en el Centro Histórico de la Ciudad de México— y la serie de televisión sobre una cárcel de mujeres: Capadoccia, que es también el nombre de la región turca donde floreció el cristianismo en ciudades e iglesias subterráneas para sobrevivir a los ataques romanos; hoy es uno de los destinos turísticos más visitados y el lugar donde Pasolini filmó la película Medea.
Me sorprende como en la actualidad, son mayores las facilidades para hacer viajes de trabajo de dos o tres días al otro lado del mundo y estando allá, fingir que nada cambia. Me sorprende, por ejemplo, el poco ánimo de las coordinadoras para salir a explorar la ciudad, mientras que las mujeres provenientes de África nos piden no dejarlas solas: además de su condición de mujer extranjera, su color de piel las convierte en foco de acosos y hostigamientos por parte de los turcos.
El encuentro comienza con una ronda de presentaciones por país. Nos habían dicho que las diapositivas no serían necesarias, pero el representante de Zambia, un hombre moreno, semi calvo, vestido con traje en tonos beige y corbata marrón es el primero en la lista y acompaña su discurso con una elaboradísima presentación en PowerPoint, lo cual hace estragos en todos nosotros: ¡cómo vamos a exponer sin el respaldo de las diapositivas! Al parecer, la dependencia a Power Point tampoco distingue fronteras.
Cuando llega mi turno, intento hacer un retrato de la situación en México. Menciono una cifra: durante el año 2015, en México, se registraron 17 mil muertes consecuencia de la guerra contra el narcotráfico, catalogada como “conflicto de alta densidad”, según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS, por sus siglas en inglés) de Londres—. 17 mil: más muertos que en Irak y Siria. ¿Qué tanto puede contarle Medio Oriente a México sobre genocidios en la actualidad?
Como la mayoría, he improvisado una presentación en PowerPoint que incluye fotografías de la situación en México. Estoy frente a un grupo de gente extraña que viene de culturas completamente lejanas, algunos intentan sinceramente, comprender lo que ocurre al otro lado del mundo. Miro la última imagen de mi presentación proyectada sobre el muro: un par de manifestantes protestan por la masacre de los normalistas de Ayotzinapa a los pies del Ángel de la Independencia. Hay un detalle en el que no había reparado antes: ambas tienen una sonrisa enorme colgada en el rostro. De pronto, no entiendo qué estoy haciendo aquí.
Son mis últimos días en Estambul y todavía no he cruzado el Bósforo en bote. Ahora, en el muelle, el olor salado del sudor se concentra mientras la gente se empuja, ansiosa por trepar a los botes que en esta ciudad son un elemento común del transporte público. No hay turistas occidentales a la vista. Las mujeres van casi todas con la cabeza cubierta y los hombres todos con el cabello casi rapado; sólo los más jóvenes usan el copete un poco más largo. Un hombre moreno, nariz puntiaguda, barba negra y larga, porta un sombrero Kufi, usado para la oración de color blanco y una especie de bata —un Khaftan— color verde oliva que llega hasta sus rodillas. Luce ansioso, da empujones a la gente mientras espera que las puertas se abran.
Abordamos en dirección del barrio de Üsküdar, un lugar recomendado por sus precios bajos y por ser, además, la zona “más musulmána” de la urbe. El viaje dura unos treinta minutos para llegar al otro extremo de la península. De dos niveles y piso de duela, cuenta con una cafetería donde compro un jugo de naranja antes de ocupar uno de los pocos asientos libres. El aire helado golpea nuestros rostros, la marea se intensifica.
Desde el bote, se revelan las distintas caras de la ciudad. Palacios y mezquitas se yerguen en cada rincón con ese aire altivo de las cosas antiguas, conviviendo con rascacielos modernos que se elevan entre las nubes y montes que esconden aquellas zonas desconocidas para el turismo que todos los días transita esta ciudad. Dentro de la embarcación, las pasajeras no dejan de tomarse fotografías: muchas van completamente cubiertas por una túnica Chador negra que apenas deja ver su rostro. Otras usan Hiyab, ese pañuelo con el que se cubren la cabeza, junto con abrigos y faldas largas.
El hombre de la bata —Khaftan— color verde oliva, el mismo que hace unos momentos empujaba a todos en la estación, está ahora recargado en uno de las barandales y se toma fotografías con un palo selfie. El mismo tipo de selfie que las personas se tomaran detrás de los escombros y cristales rotos dos días después del atentado que ocurrirá en junio de este año en el aeropuerto de Ataturk y dejará 44 muertos.
Desembarcamos. Los cristales de la estación de Üsküdar muestran un paisaje bajo las tonalidades sepia del atardecer, lleno de edificios de cinco plantas que miran al mar. Apenas doy unos pasos por la banqueta cuando de pronto, el estruendo; un sonido agudo brota como un flechazo en línea recta, desde la bocina alta de una mezquita al otro lado de la avenida: es el llamado a la oración.
Dicta el Islam que para estar limpio por dentro hay que estar limpio por fuera. Por eso, en un patio de marmol con acababados turquesa, los hombres se lavan los pies antes de entrar a la mezquita de Mihrimah Sultán (hija del sultán Solimán El Magnífico), un edificio rodado de edificios habitacionales y una muralla que se extiende en la parte frontal.
En el hostal donde me hospedo, cerca de la Torre de Galata, escuché varias conversaciones sobre lo difícil que es encontrar marihuana o haschís en este barrio; la pornografía, por supuesto, está prohibida. Hace unos días, un gringo preguntó si les cortaban la cabeza a los turistas por entrar a las mezquitas. Era una broma, claro, pero es inevitable pensar en eso ahora, mientras escondo la cámara y dejo mis botas en un estante de madera, junto a los zapatos de otras decenas de feligreses.
Hace unos días, un gringo preguntó si les cortaban la cabeza a los turistas por entrar a las mezquitas.
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Un enorme candelabro ilumina el interior del templo; el piso está cubierto por una alfombra roja de líneas doradas donde los hombres se alinean de cara al sacerdote —el Iman—. Los muros son de piedra, vacíos: en el Islam, Dios no puede ser representado. Comienza la oración. Dudo: no sé si quedarme de pie o seguir los protocolos y hacerme pasar por un creyente más. Intento postrarme pero mi torpeza me delata. Aprovecho para sacar la cámara: clic, clic. Un niño con pelo lacio y castaño me ha descubierto y no deja de mirarme. Retrocedo y golpeó la cabeza rapada de un hombre detrás de mí. ¿Qué estoy haciendo?
Salgo de la mezquita y deambulo hacia las fuentes de la plaza. Atravieso el mercado lleno de especias y pescados frescos. De pronto, un sujeto de barba y kufi se interpone en mi camino. Me clava su mirada, un par de ojos negros, profundos; dos abismos que me enfrentan con furia. Le sostengo la mirada un par de segundos, después intento seguir mi camino pero me descubro frío y cauteloso. Miro a mi alrededor. Noto que algunos hombres pasean tomados de los brazos y recuerdo que aquí eso es un símbolo de hermandad, una hermandad a la que no pertenezco.
Dicen que hay que perderse para encontrarse. Caminar al azar por una ciudad desconocida nos conecta, necesariamente, con lugares insospechados, con aquello que buscamos sin saberlo. Me he perdido varias veces durante mi breve estancia en Estambul, he caminado sobre las huellas que han dejado los griegos, los chiítas, los judíos, los cristianos, los genoveses, los celtas, los romanos, los otomanos. Ahí están, en las ruinas arquitectónicas, en la ropa de los bazares, en las especias del mercado, en las mesas de los cafés, en los narguiles y alfombras en las banquetas, en la media luna –Alem– que corona las mezquitas.
Hoy me dirijo a Sultanahmet, el barrio más emblemático de Estambul. Además de los comercios, restaurantes, museos y de los árboles metálicos llenos de cámaras de seguridad que uno encuentra cada diez pasos, allí se encuentra Topkapi, el antiguo palacio de los Sultanes. Además de los jardines, una cocina que alimentaba a dos mil personas diariamente, dos mezquitas y salones con reliquias, en su interior se encuentra el famoso harem: más de trescientos cuartos, donde vivían las múltiples esposas de los sultanes, muchas de ellas prisioneras de guerra. En tiempos del imperio Otomano, desde aquí salía el Hajj, la peregrinación que duraba tres meses hacia la ciudad de Medina en Arabia Saudita, donde murió el profeta Muhammed y donde el esquema del Islam se transformó en esquema de gobierno y regulación.
Caminar al azar por una ciudad desconocida nos conecta, necesariamente, con lugares insospechados, con aquello que buscamos sin saberlo.
De espaldas al palacio y rodeada de ruinas romanas está la basílica del imperio Bizantino, Santa Sofía, famosa por el mosaico conformado por minúsculas piezas de vidrio y madera del Cristo Pantocrátor que alberga en su interior mostrando la figura de un Cristo más poderoso que misericordioso y que alrededor de la aureola en la cabeza lleva la letras griegas “ómicron, omega y ny” que significan: el que es. Pantocrátor es un concepto fundado en cuatro elementos: omnipotencia, omniconversación, omnicomprensión y omnipresencia. También en la zona está la Mezquita Azul, una de las más grandes de Estambul, y el Obelisco de Teodosio, originario de Egipto.
De pronto, algo en mí comprende: estoy pisando el antiguo territorio del gran Imperio Otomano (antes Constantinopla); el mismo imperio que, a principios del siglo XX y gracias a los altos impuestos y a las hambrunas, expulsó a mis antepasados cristianos provenientes de la aldea de Antourine en las montañas cercanas al Monte Líbano; un grupo de exiliados que a finales de los años treinta, y después de un mes en barco, llegaron al puerto de Veracruz , donde el choque de lenguas entre el español y el árabe les hizo cambiar su apellido, Boulous, por Bulos. Camino por Sultanahmet, paseo por sus calles, sus ruinas, sus templos. Algo en mí busca encontrarse.
Después de mirar de cerca las dos cabezas de medusa que, con la frente en el piso, sostienen las columnas de la Cisterna Basílica —un enorme cuarto oscuro, lleno de agua, donde los peces nadan entre las columnas y donde un goteo constante moja a los turistas—, intento regresar por la calle donde una tienda de artesanías había capturado mi atención y su dueño a las afueras amablemente me dio las indicaciones para llegar a la cisterna.
Me detengo en la tienda, situada sobre una de las aceras más transitadas de Sultanahmet y no puedo evitar notar que un palo de escoba atraviesa la puerta. El encargado es un cincuentón alto, de barriga enorme: Omar. Me explica que suele ponerlo ahí porque está harto de la gente sin modales, esos turistas sin conversación que se limitan a preguntar por el precio de las cosas. Se refiere a ellos como “low level people, poor people of their minds”; gente que, pese a tener dinero de sobra, no pueden hablar sin que la frivolidad les brille en las palabras.
Harto de la convivencia forzada que el flujo de turismo exige a los habitantes de Estambul, la amabilidad sincera de Omar me desarma. Sus comentarios me recuerdan a Byung Chul Han, quien en su ensayo La Sociedad de la Transparencia, habla de el infierno de lo igual, un concepto con el cual intenta definir un mundo donde todo se expresa en una sola dimensión: su precio. Recuerdo también a Guy Deboard: “el arte de la conversación está muerto y pronto estarán muertos todos los que saben hablar”.
La amabilidad sincera de Omar me desarma, estando yo harto de la convivencia forzada del turismo
Omar es un conversador elegante, que se toma el tiempo para hablar. Rodeado de artesanías que desprenden olor a cuero y barniz, argumenta que vivimos en una mierda de sistema global —los turistas ingleses son los peores, dice—, donde desperdiciamos los enormes potenciales de internet. Señala a sus hijos, dos muchachos no mayores de diez años que miran su celular sin escucharlo.
—¿De dónde vienes?— me pregunta en inglés.
—De México—
—¡México! —exclama sorprendido y me mira con atención—. Hace mucho que no hablo con un mexicano. Por lo menos diez años, son escazos por acá. En cuanto a turistas además de los europeos, solemos tener a muchos australianos y asiáticos por acá. Aunque ahora también he dejado de ver japoneses.
—¿Japoneses?
—Dejaron de venir desde que Isis decapitó a ese periodista, ¿te enteraste?
Me enteré.
La conversación con Omar es apenas una pequeña muestra de lo que sienten los turcos con respecto a su situación. Sin embargo por él me entero, por ejemplo, que al menos la mitad de ellos consideran a Erdogan un gobernador en extremo conservador y que los ataques de los últimos meses, tanto de los kurdos como del Estado Islámico, han dejado un saldo demasiado alto. Hace unos meses, en noviembre del 2015, luego de que el ejército turco derribara un avión ruso, Vladimir Putin amenazaba con atacar a Turquía.
—Si recibimos un golpe, lo devolveremos —responde Omar cuando le pregunto al respecto—. Los rusos deben andarse con cuidado: nosotros no tenemos miedo. Tenemos allí adentro, en Rusia, a nuestros hermanos musulmanes. Dos días después de esta conversación, una niñera musulmana decapitó a una niña de cuatro años y salió a las calles de Moscú a mostrar la cabeza a las cámaras de seguridad. De manera inevitable pensaré en Omar y recordaré las cabezas de medusa en la Cisterna Basílica, la cabellera de serpientes, esos ojos blancos de piedra y moho reflejados en el agua estancada; recordaré también el mito de Perseo quien, después de cortar la cabeza de la gorgona, solía utilizarla como arma y escudo contra sus enemigos.
Desde su fundación, Turquía suma ya cinco golpes de Estado en los años recientes: 1960, 1971, 1980, 1997 y 2016, el último fue el único fallido. Aunque muchos lo vieron como un triunfo de las instituciones para el pueblo turco, lo cierto es que la situación es más compleja. Desde finales del siglo XX, el laicismo se enfrenta al ascenso del Partido Islámico de la Justicia (AKP): el mismo que encabeza el actual presidente Erdoğan y que se ha caracterizado por limitar la libertad de expresión y sobretodo de prensa, en un contexto donde el laicismo instaurado por Ataturk y el Islam (con una población 99% musulmana) parecen incompatibles ante una nacionalismo religioso (neotomanismo) cada vez más amplio que está depurando a las instituciones administrativas, universitarias y judiciales y que en pocas palabras huele a dictadura.
“El último golpe de Estado es un regalo de Dios para purgar al ejército” dirá el mismo Erdoğan días después, señalando como principal artífice a su antiguo y conservador aliado Fethullah Güllen, exiliado en Pensilvania y que ha estado en contra de las negociaciones de paz con los grupos armados kurdos como el PKK y fue el creador del Hizmet, la cofradía islámica turca más importante que lucha contra el nacionalismo laíco instaurado por Ataturk.
Permanecer varios días en un país musulmán me hace sentir, por decirlo de algún modo, otro tipo de control y represión, otro tipo de malestar social diferente a la que estoy acostumbrado en México. Como por ejemplo, otras formas de machismo extremo que se perciben de inmediato en el interactuar entre hombres y mujeres. O bien, el intenso arraigo a las identidades religiosas que marcan fronteras sociales y que por el simple hecho de cómo vistes, pueden colocarte dentro de alguna postura religiosa, haciéndote casi tomar partido. Pienso, de acuerdo con Maruan Soto (2016), en el mal que pueden llegar a hacer las religiones.
El viaje me está dejando más preguntas que respuestas sobre la historia, la diversidad, el poder, las guerras, los genocidios, las religiones, los fundamentalismos, el terrorismo y las migraciones. Casualmente me topo con el estreno de la canción Ola / Foreign friend de M.I.A. la cantante británica con origenes de Sri Lanka, que tiene sampleos en español y en árabe alusivos a los controles de las fronteras caleidoscópicas en México y Medio Oriente. El frenesí turco me seguirá sorprendiendo luego del viaje con las últimas noticias; en marzo un hombre bomba dejará cinco muertos en la famosa calle de Istikal, llena de comercios y vida nocturna donde la gente canta y baila en las banquetas en plena borrachera, esta calle desemboca en la Plaza de Taksim, punto crucial de las manifestaciones políticas. O bien, las bombas en el aeropuerto principal de Ataturk que dejarán 44 muertos. Y qué decir del quinto intento de golpe de Estado, uno más en la historia de conflictos recientes de Turquía y donde Erdoğan ya pide la reinstauración de la pena de muerte.
El barrio de Karaköy, pegado al Bósforo, está repleto de restaurantes de mariscos griegos y barcos que flotan amarrados. Es mi última noche en Istambul, mañana regreso a México. Aprovecho la noche y salgo del lujoso y pequeño hotel estilo minimal que la organización ha pagado. Conforme avanza la noche los comercios para los turistas van cerrando, a excepción de algunos puestos donde venden kebabs. Por encima de los edificios hay parvadas de gaviotas que vuelan alteradas haciendo círculos. Regreso al puente de Galata, aún hay un par de pescadores que aguardan de pie al tirón de su caña de pescar, mientras sus mujeres aguardan en sillas plegables. Me acerco a los barandales geométricos para contemplar y tener el último encuentro con el Mar Marmara o Mar Negro: cientos de medusas irradiando luz fosforescente flotan sobre la oscuridad de la corriente en dirección al sur, en el cielo la luna creciente se asoma desde el oriente.
David Ordaz Bulos
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Referencias:
Bartra, Roger (1988). La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. DeBolsillo. México. 2005.
Chul Han, Byung (2013). La Sociedad de la Transparencia. Barcelona. Editorial Herder.
Gonzáles, Ricardo (2016). La ironía y la tragedia del intento de golpe de Estado en Turquía. Recuperado el 1 de agosto de 2016 del sitio: http://rompeviento.tv/?p=10701
Soto, Maruan (2016). Pensar Medio Oriente. Taurus. México.