El narcisismo de las pequeñas diferencias

Los malestares van cambiando con los tiempos. Tratar de ser normal -lo que quiera que eso signifique- era el imperativo en la década de los 80. Si bien es cierto que, políticamente, esos años eran tiempos en que en muchos lugares no se podía pensar distinto, existía de todos modos -más allá de las posiciones ideológicas- una sobrevaloración de estar integrado y adaptado al mainstream.

¡Cuántos padecimos por temor a quedar en vergüenza y a hacer el ridículo! Los mecanismos de defensa se movían entre la represión y el ocultamiento de lo anómalo, tanto en uno mismo como en la familia: los goces raros, el pariente loco, los deslices varios. La inhibición social, la hipocresía, el sometimiento y servilismo, estaban a la orden del día. Tiempos grises, tiempos miserables.

La idealización de esa cosa llamada normalidad ha perdido popularidad, al son del desprestigio de las megainstituciones dueñas de la norma: la Iglesia y el Ejército, por ejemplo. La verdad es que todo lo que huela a normatividad quedó convertido en caca. El mundo se llenó de colores nuevos, se abrió el espacio a la creatividad y a la diversidad. Sin embargo, va emergiendo un nuevo malestar: el terror a ser común y corriente, uno más en la cuenta.

Es cierto que aún uno se topa con los fóbicos sociales, esos sujetos temerosos que se inferiorizan frente a quien sobrevaloran; como escuché por ahí, como si padecieran de un “delay noventero”. Porque, por el contrario, cada vez más se escucha -dentro y fuera del diván- a quienes idealizan el hipsterismo moral y padecen fobia a ser ordinario, sobrevalorándose a sí mismos. Me refiero a esa urgencia de verse y sentirse especial, con su consecuente esfuerzo por autogestionarse un estilo de vida basado en algo que parece contracultura, pero que no pocas veces huele más a tomate orgánico que a resistencia.

Y si a uno se le pasó el tren de la excentricidad, los hijos siempre son el material disponible a esta exigencia: buscar nombres raros, meterlos tempranamente a disciplinas atípicas, vestirlos de rock star o de pequeños gurúes zen. En fin, hacerles entender que son especiales; no sólo distintos, sino mejores, de ahí el problema. Ya que el afán por la diferencia, cuando es desde el narcisismo, nunca es simétrica; aunque no se confiese, se trata de sentirse superior.

La psicología tiene cierto grado de responsabilidad. Si bien peleó por liberar a las personas de sus represiones, no calculó que generaría una nueva trampa a través de esa aberración llamada autoestima. Esta es una queja muy común estos días -buscar más amor propio-,que se acompaña de una demanda de “seguridad personal”. Traducción de esa queja: no quiero sentirme un imbécil inferior, dependiente de otro, mediocre; quiero ser extraordinario (incluso se escucha en quienes, en su discurso oficial, luchan por la igualdad).

Es decir, muchas veces, la búsqueda de la manoseada autoestima no aspira a aceptar esa condición humana, nuestra cojera inevitable, que nos hace ser a todos -afortunadamente- a medias, para aprender a vivir con ella. Pues no. Más bien se trata de aspirar a ser un campeón, para que la propia estima coincida con el ego idealizado. Será por eso que hoy la autoestima se vende tan bien, en terapias, seminarios, charlas para empoderarse.

Me pregunto qué ocurrió con la apertura ética y estética de otros tiempos, ahora que se ha generado un frenesí por diferenciarse, muchas veces de modo neurótico. Si hoy hay lugar a la diversidad, ¿no debería haber menos temor al acuerdo, sin sentir el riesgo de perderse a uno mismo? ¿Será que abunda más un discurso de diversidad -estética o de consumo, o de preferencias de goces sexuales y asexuales- que un lugar efectivo para la coexistencia de la alteridad?

_____

_____

Freud decía que las guerras suelen darse entre aquellos que más se parecen. Como esas discusiones en que uno, en el fondo, está de acuerdo con el otro, pero se esfuerza en plantear esa pequeña diferencia nimia, ese “sí, estoy de acuerdo, pero…”. Pequeña diferencia, que tiene la función, no tanto de plantear un desacuerdo con lo que dice el otro, sino con el otro. Es decir, intenta resolver un problema de narcisismo. Esto tiende a ocurrir cuando existe el riesgo de perderse a uno mismo, mimetizándose con el otro. Es decir, se trata de una defensa humana, cuando no hay espacio real para las diferencias de fondo.

En la política también ocurre que muchas veces, en el momento de discutir las grandes diferencias, los enfrentamientos quedan perdidos en el barro de las reformas a las reformas y en la vida privada de los políticos, dejando la impresión de que hay una dificultad para discutir las grandes diferencias, pero también para atreverse a estar de acuerdo. Quizás, por la misma razón, hay menos tolerancia a la diferencia real de lo que suponemos. Y eso lleva a sostener estas pequeñas disidencias egóticas y exóticas.

Como dice Zizek, hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo -como muestran las temáticas recurrentes en el cine (y los fanatismos, que por cierto también son cinematográficos)- que algo distinto al neoliberalismo.

Este artículo se publicó originalmente en ‘The Clinic’.

Previo

Carta abierta de Wayne Shorter y Herbie Hancock para la nueva generación de artistas

Siguiente

Viernes de carcajadas