Cuando acosé a Sergio Pitol

El pasado viernes 18 de marzo Sergio Pitol cumplió 83 años. Desconozco las características de la enfermedad física que tiene sumido al escritor en el más atroz de los silencios, la hibernación, la parálisis, lo infinitamente peor que la muerte: oír las voces a través de las voces —ésas que obligan a un novelista a levantarse de la cama y buscar una hoja de papel— y no poder escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de un planta. Tal vez me equivoco, pero el maestro Sergio Pitol, casi en una forma premonitoria, escribió las últimas líneas de su relato El oscuro hermano gemelo.

Por su parte, Enrique Vila-Matas confiesa que Pitol, antes de ser su maestro, fue su padre: lo presentó como su hijo en una de las clases que el narrador mexicano impartía en una universidad extranjera.

Yo también fui alumno de Sergio Pitol en una cátedra extraña, lo confieso con vergüenza, y dejo en claro que es vergüenza y no presunción, aunque quienes no me conozcan puedan asegurar lo contrario. La clase, única clase que me dio el maestro, sucedió mientras yo me escondía en la basura.

En aquel entonces, hace ya algunos años, estaba obsesionado con Sergio Pitol de una manera secreta. Si me hubieran preguntado en aquella época por qué, no hubiera podido explicar las razones de aquella obsesión, pero ahora lo sé. Yo quería ser escritor y era muy joven para ello. Quizá, el germen de todo, fueron las conversaciones literarias que mantenía en los pasillos de la Facultad con mi amigo Jaime Velazco Estrada , incipiente novelista que se coronó con el laurel de un prestigioso premio internacional de narrativa. Jaime me decía, con una perturbadora seguridad, que Sergio Pitol le había enseñado (a través de su narrativa, por supuesto) que el verdadero amor —la forma más plena de esta emoción humana— sólo podía realizarse entre tres personas. He olvidado los argumentos que respaldaban esta aseveración —perdí todo contacto con Jaime desde que se fue a enseñar español en la selva de Chiapas— pero recuerdo que sus ojos refulgían con un fuego extraño cada que me aseguraba haber descubierto esa oscura verdad. Yo en cambio había descubierto otras enseñanzas en la narrativa del maestro. Una de ellas, fue la de seguir a los escritores, perseguirlos, hasta convertirlos en mis personajes, yo quería —pero no lo sabía en aquella época— tener una experiencia (extra)literaria con un escritor que marcara mi destino. Así que entré a todos los talleres literarios que estaban a mi disposición económica (la cual era demasiado estrecha).

Intenté matricularme, en muchas ocasiones, a la Escuela Dinámica Para Escritores de Mario Bellatin. Nunca lo conseguí, pero en cambio en una ocasión logré escabullirme dentro del edificio y escuchar una clase impartida por el mismísimo Sergio Pitol. Escondido detrás de un bote de basura, oía la voz del maestro y sus enseñanzas. Pertrechado, ahí permanecí hasta que finalizó la clase y los alumnos empezaron a salir. Quería abordar al maestro cuando saliera, así que esperé. Pero nunca salió. Bellatin había llevado la voz del maestro en una grabación de audio. Después de esa experiencia, que traduje como una señal: el maestro me había hablado a través de la distancia física que nos separaba, mi camino ya estaba trazado. En efecto, era una señal inmisericorde del destino.

Después de recibir la señal, conseguí la dirección de Sergio Pitol y esperé fuera de su casa toda la mañana hasta que, casi a la hora de la comida, vi salir al maestro. Caminé detrás de su figura, a una distancia prudente para no levantar sospechas, hasta que llegamos a una cafetería donde lo esperaba Mario Bellatin y un hombre pelirrojo. Ahí comieron, yo los espiaba a través de las amplias ventanas. Los escritores y el pelirrojo siguieron por la calle, parecía que mantenía una conversación bastante animada porque los tres reían, yo también me reí por aquella espléndida felicidad que no me correspondía. Cuando los vi entrar en una tienda de botas de diseñador supe que esa era mi oportunidad para recibir otra enseñanza del maestro: La enseñanza.

Entré como si fuera a comprar, simulé que veía las botas pero en realidad lo único que hacía era espiar. En el fondo de la tienda el hombre pelirrojo se probaba unas botas mientras el maestro hacía muecas que divertían a sus acompañantes. Tomé unas botas, las primeras que encontré y fui al área donde se probaba el calzado. Las botas eran horribles, pero sumamente caras. Intenté ponérmelas. Un empleado de la tienda me miró con sorpresa y me dijo: señor esas botas son para mujer. Cuando el empleado dijo “son para mujer”, el pelirrojo, Bellatin y el maestro me voltearon a ver. La pena era insoportable. Estaba aturullado, no sabía qué hacer. El maestro le gritó al empleado “¡Qué tú nunca has usado las botas de la musa!”.

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