Un tiempo sin vida o tejer con el tiempo

Hace unos meses renuncié al trabajo en la oficina para irme a vivir de voluntaria a un hogar de personas con discapacidad intelectual. En la oficina pasaban los días y las semanas sin que sintiera que había hecho algo que me hiciera sentido. Era como si tuviera que dejarme a mi misma fuera del edificio y reencontrarme a la salida ya cansada. Siempre había prisa y si no igual había que aparentar que íbamos rápido, muy rápido, no importa a dónde.

Cuando llegué al hogar lo primero que noté fue el cambio en el tiempo. Sentía que era como en el verso de León Felipe: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo porque no es lo que importa llegar solo ni pronto sino con todos y a tiempo”. Mucho del tiempo se iba en lo cotidiano, en lo que ya se había hecho ayer y se volvería a hacer mañana. La realidad nos desbordaba, había muchas carencias y de repente no encontrábamos por dónde empezar, pero en medio de ese caos me sentía viva. A pesar de que faltaba tiempo y el cansancio, siempre había algún momento para encontrarse y desencontrarse con los demás y con uno mismo.

Había que aprender a escuchar y escucharnos. Juana no hablaba pero te tomaba de la mano para que la acompañaras. José hacía preguntas desde que despertaba hasta que se iba a dormir. Sergio se comunicaba con guiños, besos y trompetillas. Cynthia sólo sabía una palabra que bastaba para toda una conversación. Los silencios de Rosa decían mundos.

Era otra forma de vivir el tiempo. Lo sentía en el cuerpo, como la esperanza de que un día Juana tomara el lápiz y el papel para platicar (como decían que lo hacía cuando quería comunicar algo importante), o la preocupación de que la crisis económica nos revolcara y empezara a faltar lo básico. No tenía que dejarme a mi misma afuera como en la oficina. Yo estaba conmigo. El tiempo no pasaba corriendo al lado mío, sino que tejíamos juntos. Tejía en mi cuerpo, ese nudo cósmico que me sostiene y me vincula.

Pienso en el tiempo, el cuerpo y el trabajo. Y recuerdo a Audre Lorde cuando escribía en Sister Outsider que “el principal horror de un sistema que define lo bueno en términos de ganancias en vez de necesidades humanas, o que define las necesidades humanas excluyendo sus componentes psíquicos y emocionales-el principal horror de un sistema así, es que priva al trabajo de su valor erótico, de su poder erótico, de su llamado a la vida y a la plenitud”. Resueno mucho con sus palabras. No sé qué momento convertimos al cuerpo en una máquina y despojamos al trabajo de su valor erótico. En qué momento nos olvidamos que no somos sólo un cuerpo de sangre, instintos y necesidades, sino un cuerpo que busca sentido y persigue deseos. En qué momento convertirnos el trabajo en un trabajar por trabajar, producir por producir, el desarrollo por el desarrollo. No sé en qué momento se nos ocurrió organizarnos como sociedad alrededor del trabajo, especialmente una forma de trabajo tan alienante. Dicen que no es profesional llevar la vida personal al trabajo, pero yo creo que no es humano un trabajo que pretenda que demos un tiempo sin vida.

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