Por Edgars Martínez Navarrete*

En Chile, el 18 de octubre de 2019 se abre la coyuntura política de mayor trascendencia social en lo que va del ciclo posdictadura. La expandida imagen del país como “el jaguar de América Latina”, acuñado como homólogo del éxito económico de los “tigres asiáticos” (Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán) durante los años noventa, se resquebrajó ante la irrupción de millones de chilenos y chilenas cansadas de las desigualdades neoliberales. Lo mismo ocurrió con las excéntricas denominaciones “el milagro chileno” o “el oasis” democrático sudamericano, todas acuñadas por las derechas mundiales buscando materializar en Chile sus intereses de clase.

Esta insurrección, detonada por las protestas ante el aumento tarifario del transporte público, estuvo enmarcada en un doble movimiento. Por un lado, a nivel general, en la oleada de impugnaciones comunitarias y populares al modelo neoliberal que recorrieron Latinoamérica en los últimos años de ascenso conservador e imperialista, particularmente durante 2019 en Haití, Honduras, Ecuador, Colombia, Chile y, en Bolivia, contra el golpe de Estado fraguado por los intereses económico-políticos y raciales de las clases dominantes andinas y del norte global. Por otro lado, a nivel particular, en las crisis del consenso neoliberal y de la hegemonía representativa de las élites corporativas, fenómeno que no se había logrado manifestar con intensidad desde el fin de la dictadura. De esta manera, las líneas que siguen otorgan un acercamiento general tanto a las causas como al desarrollo de la insurrección de octubre, poniendo énfasis en los procesos que provocaron la indignación generalizada de los pueblos chileno y mapuche, y los dilemas que aún enfrenta este ciclo de antagonismo.

El “milagro chileno”: de las promesas neoliberales al fraude de la estabilidad socioeconómica

“Lo que hoy está pasando en Chile, esta especie de volcán que explota, que estalla, que hace que el gobierno esté completamente desprevenido frente a la situación general, esta búsqueda que Chile hace por sí solo, no es más que un eco profundo y lejano de aquel golpe de Estado.” [P. Guzmán, documentalista y director de cine chileno]

La insurrección del 18 de octubre cierra un ciclo político abierto el 11 de septiembre de 1973 con el bombardeo a La Moneda y el derrocamiento de la Unidad Popular encabezada por Salvador Allende. A través del golpe militar y el desarrollo de una dictadura extendida por diecisiete años, las élites chilenas y la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA, por sus siglas en inglés) implantaron a sangre y fuego la doctrina de seguridad naciona y los cimientos del neoliberalismo dando origen, en palabras de Milton Friedman, al “milagro chileno”. El largo y angosto país sudamericano sirvió como laboratorio inicial para las medidas liberales que los Chicago Boys exportaron a todos los rincones del mundo.

En los años que siguieron, el mercado capitalista hegemonizó la cobertura de los derechos básicos y se expandió por todos los niveles de la vida social. Las pocas dinámicas que no quedaron bajo su control fueron duramente adaptadas a través de la tortura, la desaparición, el asesinato y otros mecanismos biopolíticos de disciplinamiento corporal y emocional. En 1980 se dicta la nueva Constitución de la República, consagrando la liberalización del país y protegiendo formalmente los intereses de los grandes grupos económicos privilegiados por el régimen militar de Augusto Pinochet. Éste es el fundamento, al menos en términos sociojurídicos, en el que se basan la adopción subsidiaria del rol estatal, la privatización plena del país y las desigualdades sociales que persistieron ininterrumpidamente durante las décadas siguientes. No fue casualidad que gran parte de las demandas del 18 de octubre situaran a la Constitución dictatorial de 1980 como la principal barrera para construir un país más justo.

Durante 1980, a nivel continental, Chile fue el país precursor en implementar un sistema de pensiones por capitalización individual, dejando la administración de las jubilaciones en manos de empresas financieras privadas y marginando al Estado a una función fiscalizadora. Los ahorros de millones de personas comenzaron a formar parte de un “corralito legal” que beneficiaría a los dueños de las grandes corporaciones nacionales e internacionales. La educación corrió prácticamente la misma suerte que durante la dictadura: con la amplia entrada de proveedores privados, la municipalización (Decreto Ley 3477) y la reforma en los planes de estudio, pasó de ser un derecho social a constituirse definitivamente como un bien de mercado, ampliando las desigualdades hasta la actualidad. En la misma lógica, la salud fue transformada por el paquete de medidas liberales; tanto el acceso, aseguramiento y financiamiento como el suministro de servicios estuvieron sujetos a los requerimientos del negocio privado, dejando el bienestar de millones de chilenas y chilenos a los ritmos del capital.

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Sumado a lo anterior, la acumulación de capital por medio de las inéditas ofensivas extractivistas y la privatización del agro no encontraron resistencia para ampliarse en Chile durante el último periodo de la dictadura. La desarticulación forzada de la clase trabajadora, los agudos procesos de diferenciación campesina (o la descampesinización) y los sistemáticos intentos de eliminar a los pueblos indígenas como sujetos colectivos minimizaron las posibilidades de antagonismo ante el avance de las grandes inversiones y el negocio de los bienes primarios. Para el pueblo mapuche, la nación originaria más grande en el sur del continente, la persistencia de las lógicas coloniales1Héctor Nahuelpan, “Formación colonial del Estado y desposesión en Ngulumapu”, en H. Nahuelpan et al., Ta iñ fijke xipa rakizuameluwün. Historia, colonialismo y resistencia desde el país Mapuche, Temuco, Ediciones Comunidad de Historia Mapuche, 2012, pp. 123-156. y la apropiación de sus bienes por el capital significaron conservar tan sólo el 6 % de su territorio ancestral hacia el fin del régimen militar.

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Fuega colectivo: @fuegacolectivo La plata- Argentina 750×1334pixeles- 300dpi Collage digital- 2019 «Que se escuche» Correo:martinamezzetti@hotmail.com | https://redcsur.net/es/2019/10/31/estallamos- campana-grafica-por-chile-tercer-envio/.

Si la dictadura fijó los cimientos económico-políticos del capitalismo neoliberal en Chile, los gobiernos de la Concertación, coalición producto del consenso representativo de las viejas y nuevas élites de centro-izquierda, se encargaron de profundizarlos y darles hegemonía en una sociedad aparentemente convencida de la idea del crecimiento liberal. El periodo posdictadura exhibió la transición democrática como la fundación de un nuevo y mejor ciclo: superado el régimen militar, el desarrollo de las prácticas ciudadanas debían canalizarse única y exclusivamente mediante un entramado institucional y mercantil “estable”. Ningún descontento social podría permitirse fuera de este marco normativo y las pocas manifestaciones políticas y militares de la izquierda revolucionaria que perseveraron en insubordinarse fueron severamente perseguidas y encarceladas. De manera transversal, desde la centro-izquierda hasta la ultra-derecha nostálgica de los tiempos dictatoriales, las clases dominantes pactaron la protección del modelo y expandieron su legitimación social al sector popular. Estos fueron precisamente los rasgos que dieron origen a la figura “los jaguares latinoamericanos”.

Pero no todo estuvo contenido en un letargo político después de la transición. Tampoco todo fue historia de jaguares, milagros ni oasis neoliberales. El movimiento mapuche, sobreviviente a un siglo de hostigamientos coloniales2Si bien los hostigamientos al pueblo mapuche datan de la conquista española del siglo XVI, utilizo la trama histórica de un siglo para dar cuenta de la “Ocupación de la Araucanía” —proceso definitivo de ocupación de la porción occidental del Wallmapu (territorio ancestral mapuche)—, desarrollada durante la segunda parte del siglo XIX, y de la traición por parte del Estado chileno a los numerosos parlamentos políticos que habían servido para conservar la soberanía territorial de ambos pueblos., irrumpió con fuerza desde el sur, revitalizando el weichan, tradición histórica de antagonismo y lucha3Edgars Martínez Navarrete, “De la lucha territorial a la lucha por la libertad: la prisión política Mapuche como mecanismo contrainsurgente”, Debates Indígenas, 1 de septiembre de 2020., avanzando en los procesos de recuperación territorial. Por su parte, las colectividades mapuche de las ciudades, herederas de las migraciones producto del despojo y el empobrecimiento, lograron abrir espacios inéditos de participación política en el aparato burocrático chileno. No obstante, ante el riesgo que representaba para sus intereses esta reaparición del movimiento mapuche, el Estado, los terratenientes colonos y diversos representantes de los grandes capitales nacionales y extranjeros respondieron profundizando las violencias estructurales y reforzando las jerarquías raciales4Pablo Millalen, Héctor Nahuelpan, Álvaro Hofflinger y Edgars Martínez, “COVID-19 and Indigenous peoples in Chile: vulnerability to contagion and mortality”, AlterNative: An International Journal of Indigenous Peoples, vol. 16, núm. 4, 2020, pp. 399-402.. De esta manera, la vuelta de siglo para las comunidades en resistencia estuvo signada por largos ciclos de criminalización, muerte y persecución política.

Otro actor clave durante estas décadas fue el movimiento estudiantil. Con miles de estudiantes endeudados en créditos universitarios5 Para que el lector o la lectora se haga una idea de las desigualdades en el sistema educativo chileno y la necesidad de acceder a un crédito para estudiar, podemos mencionar que el costo del arancel anual de la carrera de Antropología en la Universidad de Chile, institución de carácter público, asciende en 2020 a 5 144 dólares, es decir, unos 102 550 pesos mexicanos. Esto sin contar el pago obligatorio de la matrícula durante los cinco años de pregrado, la cual equivale a 186 dólares anuales, alrededor de 3 997 pesos mexicanos (por cinco años o por los años que un estudiante demore en titularse). Lo alarmante de estas cifras, correspondientes sólo a pagos arancelarios (sin tomar en consideración renta, alimentación, materiales de estudio ni transporte), toman relevancia al ser contrastadas con los 414 dólares que constituyen el salario mínimo al cual acceden la mitad de los trabajadores y trabajadoras de Chile (según la Encuesta Suplementaria de Ingresos del Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, la cual se puede consultar en www.ine.cl), los cuales muchas veces duplicaban su deuda real, y ante las insistentes promulgaciones de decretos y leyes que tenían por finalidad profundizar la privatización en el sistema educativo chileno, en la primera década del presente siglo emergieron “los pingüinos”, denominación que recibieron las multitudinarias marchas protagonizadas por jóvenes secundarios vestidos de uniforme durante el 2006. Con mayor o menor intensidad, las luchas por una educación pública, laica y de calidad desde aquel momento fundacional siempre estuvieron presentes en el escenario político chileno, detonándose y haciéndose conocidas a nivel mundial nuevamente durante 2011. Con evidentes distancias, el movimiento estudiantil y el movimiento mapuche constituyeron las principales fuerzas catalizadoras de las demandas antineoliberales y, en el caso mapuche, anticoloniales y anticapitalistas, durante la historia contemporánea de Chile.

Por lo anterior, creemos que el octubre chileno inicia la coyuntura política más importante en lo que va del ciclo neoliberal, ya que recoge el legado de dos décadas de indignación comunitaria y popular, muchas veces silenciosa, ante la crisis en la hegemonía del consenso representativo de la clase dominante, ante la brecha en la desigualdad y ante la deuda como el único mecanismo de supervivencia en el proceso de mercantilización privada de la vida social. En otras palabras, se posibilita por primera vez en veinte años una oportunidad real de impugnar los cimientos jurídicos del sistema y a las élites que lo sostienen. De la misma manera, expone las profundas injusticias escondidas bajo los destellos del neoliberalismo. El octubre chileno demuestra, entre otras cosas, que nunca fuimos los jaguares de América Latina.

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Es nuestra insurrección. La Ala Accionista (laalaaccionista@gmail.com). Argentina, Buenos Aires. Collage digital. Formato: 43.50×45.60. 2019. https://redcsur.net/es/2019/10/31/estallamos- campana-grafica-por-chile-tercer-envio/.

El largo octubre: la insurrección como momento constituyente

El 8 de octubre de 2019, el presidente chileno Sebastián Piñera sostuvo en un medio televisivo de vasta audiencia nacional que “en medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable”. Diez días después de estas declaraciones, el “oasis” democrático sudamericano ardía en llamas. Las protestas iniciadas por decenas de mujeres estudiantes en contra del alza en la tarifa del transporte público repercutieron con fuerza en una población cansada de vivir bajo el espectro neoliberal y sus falsas promesas. Las calles de Chile se llenaron de indignados e indignadas. No obstante, estas movilizaciones fueron violentamente reprimidas, primero por el Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) y, al día siguiente, por miles de militares que ocuparon las calles de las principales ciudades del país. Una escena inédita desde la dictadura.

Ante tales niveles de represión, la desobediencia civil fue radical. Mientras la coacción iba en ascenso, día tras día aumentaba la cantidad de personas en las manifestaciones, se recrudecían los enfrentamientos con las fuerzas policiales y el repertorio de protesta callejera, basado fundamentalmente en el ejercicio de la violencia política desde abajo, se legitimaba a través de distintas expresiones de rebeldía. Transcurridas dos jornadas desde el inicio de las movilizaciones, la respuesta del gobierno fue tajante: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”.

Para justificar la violencia estatal, nuevamente, los sectores del poder restituyeron la figura del enemigo interno; antes encarnada en el guerrillero, luego en el mapuche y ahora, como una herencia espectral de ambos, en cualquier persona que se atreviera a manifestar su descontento fuera de la institucionalidad vigente. La represión recayó principalmente sobre la denominada “primera línea”, miles de combatientes que por todo Chile arriesgaban su integridad física para permitir que las marchas se desarrollaran y cumplieran su objetivo de emplazar al poder.

Esta primera línea se caracterizó por ser una fuerza particular. Más allá de constituir, literalmente, la primera frontera de autodefensa y protección de masas, fungió como una colectividad que vinculó el malestar popular organizado en las asambleas territoriales, comunales o cabildos, y la protesta callejera. En este contexto la capucha, durante años criminalizada y cuestionada por la clase política chilena, aglutinó a sujetos que hasta ese momento no habían convergido con tal magnitud en espacios organizativos, como migrantes, feministas, trabajadores/as informales, niños/a y jóvenes huérfanos, barras de futbol, universitarios/as y otros/as marginados/as del campo y la ciudad. Todos y todas, bajo la sombra de la wenufoye (bandera mapuche), desplegaron su indignación tras años de injusticias acumuladas en sus cuerpos y consciencias.

Pero la wenufoye también volvió a flamear desde octubre en las experiencias que le dieron origen. En el Wallmapu, territorio ancestral mapuche, las comunidades en resistencia aclararon que no luchaban solamente contra treinta años de neoliberalismo, sino frente a quinientos años de violencia colonial y despojo.De este modo, escépticos, se sumaron a las movilizaciones fijando una ruta específica de insubordinación que, si bien tácticamente comulgaba con las demandas centrales del movimiento chileno, apostaba a un horizonte estratégico anticolonial y anticapitalista vinculado con las recuperaciones territoriales, a la reconstitución cultural y al desalojo de las inversiones corporativas del Wallmapu. Tal como hemos puntualizado en otros trabajos,[14] esta incipiente rebeldía plurinacional, expresada en la presencia de la wenufoye en las marchas, la destrucción de diversas estatuas coloniales y en cierta legitimación de la violencia política, formó parte de una adscripción común que no traspasó el plano de lo inmediato y lo simbólico. No obstante, en medio de estas contradicciones propias de cualquier proceso de transformación, a fin de cuentas la rebelión de octubre constituyó un fenómeno potencialmente aglutinador.


El 25 de octubre se produce la “marcha más grande de Chile” que, sólo en Santiago, reúne a más de un millón de personas. Luego de esto, y con una crisis social a cuestas, la presión hacia el gobierno aumentó a tal grado que se vio obligado a suspender dos eventos de rango internacional en los cuales sería inéditamente anfitrión: la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) y el Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico (APEC). A este revés se le debe sumar la consolidación de un movimiento que rápidamente logró fraguar una multiplicidad de consignas en la demanda por una nueva Constitución, configurando así una agenda multisectorial que situó a la actual carta magna como el pilar normativo del neoliberalismo y uno de los principales obstáculos para avanzar en un proceso democrático y constituyente.

Sin embargo, a dos meses de iniciarse la insurrección de octubre y en medio de esta deslegitimación histórica de la clase política, que contaba con un presidente respaldado tan sólo por el 6 % de la ciudadanía, los partidos defensores del régimen en decadencia utilizaron su último salvavidas, cediendo a la presión por una nueva Constitución. Así, entre cuatro paredes, el 15 de noviembre de 2019 el gobierno y la oposición firmaron el “acuerdo por la paz social y la nueva constitución”, fijando un plebiscito para consultar al pueblo de Chile la necesidad y el mecanismo para transformar el marco constituyente. Según lo estipulado, y sólo si se aprobaba tal proceso, se iniciaría un ciclo de participación ciudadana para redactar la nueva carta magna.

Pero las calles no se soltaron y esta estrategia de reconfiguración de la hegemonía social nuevamente se resquebrajó. A diferencia de lo que pensaban los firmantes de dicho pacto, la demanda por una nueva Constitución era sólo parte del proceso impugnatorio iniciado en octubre y, si bien ésta se situó como la consigna fundamental, las dimensiones potenciales de la insubordinación podrían llevarla más allá de los límites expuestos. El ciclo constituyente debe ser visto como parte de un malestar más profundo y drástico, como el comienzo de un periodo inédito de disputa en el Chile contemporáneo y como la oportunidad histórica de centralizar la lucha de clases en la espina dorsal del conflicto. Por primera vez en mucho tiempo, la derecha, los sectores conservadores y las élites económicas ven en riesgo parte de su poder. Sólo la pandemia del COVID-19 logró detener y dificultar temporalmente los avances de la insurrección de octubre. En este contexto, que develó el rostro más oscuro de las clases dominantes, el sector popular ha debido sostener la crisis y las élites han sacado provecho de tal situación, reordenándose y ganando tiempo.


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De esta forma, aunque es probable que el plebiscito favorezca el clamor de los/as oprimidos/as, aún se evidencian condiciones endebles para que su éxito se transforme en un proceso radical y revolucionario. Sin apuntar al fondo del asunto, al parecer marginado del pacto partidista, urge avanzar en la obtención de justicia por los miles de heridos, las cientos de violentadas y abusadas, las múltiples personas con daño ocular grave, los 32 muertos en manos de policías o militares y los más de 2 500 presos políticos de la revuelta de octubre. Los responsables materiales e intelectuales de tales aberraciones deben ser condenados ante la ley como piso mínimo para avanzar en un proceso constituyente realmente democrático. A la vez, es indigno que a menos de un mes del plebiscito el gobierno no escuche aún las demandas de los presos políticos mapuche, los cuales hace pocas semanas concluyeron una huelga de hambre que duró 123 días. Un país que no se atreva a reglamentar el Convenio 169 de la OIT en materia penitenciaria intercultural, ámbito regulado en la jurisprudencia internacional adoptada por Chile, está poco preparado para este momento. En esta misma línea, aún no se tiene claridad sobre los mecanismos de participación indígena dentro del proceso, cuestión que ha sido limitada por la derecha racista ante la permisividad del progresismo cómplice. En este escenario, urge profundizar la presión comunitaria y popular para que el espinoso e incierto proceso constituyente no tenga pies de barro.

No obstante, con nuevas o viejas cartas magnas, Chile y el Wallmapu jamás volverán a ser los mismos que antes del 18 de octubre de 2019. Ya no habrá jaguares, ni milagros ni oasis, sino dos pueblos decididos a transformar su futuro.

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Sin título. Elisabeth Medina – Urde La Línea (ginuuura@gmail.com). Florencio Varela, Argentina. Collage Digital. Formato libre de impresión. 2019. https://redcsur.net/es/2019/10/31/estallamos- campana-grafica-por-chile-tercer-envio/

*CIESAS

 

Referencias

Referencias
1 Héctor Nahuelpan, “Formación colonial del Estado y desposesión en Ngulumapu”, en H. Nahuelpan et al., Ta iñ fijke xipa rakizuameluwün. Historia, colonialismo y resistencia desde el país Mapuche, Temuco, Ediciones Comunidad de Historia Mapuche, 2012, pp. 123-156.
2 Si bien los hostigamientos al pueblo mapuche datan de la conquista española del siglo XVI, utilizo la trama histórica de un siglo para dar cuenta de la “Ocupación de la Araucanía” —proceso definitivo de ocupación de la porción occidental del Wallmapu (territorio ancestral mapuche)—, desarrollada durante la segunda parte del siglo XIX, y de la traición por parte del Estado chileno a los numerosos parlamentos políticos que habían servido para conservar la soberanía territorial de ambos pueblos.
3 Edgars Martínez Navarrete, “De la lucha territorial a la lucha por la libertad: la prisión política Mapuche como mecanismo contrainsurgente”, Debates Indígenas, 1 de septiembre de 2020.
4 Pablo Millalen, Héctor Nahuelpan, Álvaro Hofflinger y Edgars Martínez, “COVID-19 and Indigenous peoples in Chile: vulnerability to contagion and mortality”, AlterNative: An International Journal of Indigenous Peoples, vol. 16, núm. 4, 2020, pp. 399-402.
5 Para que el lector o la lectora se haga una idea de las desigualdades en el sistema educativo chileno y la necesidad de acceder a un crédito para estudiar, podemos mencionar que el costo del arancel anual de la carrera de Antropología en la Universidad de Chile, institución de carácter público, asciende en 2020 a 5 144 dólares, es decir, unos 102 550 pesos mexicanos. Esto sin contar el pago obligatorio de la matrícula durante los cinco años de pregrado, la cual equivale a 186 dólares anuales, alrededor de 3 997 pesos mexicanos (por cinco años o por los años que un estudiante demore en titularse). Lo alarmante de estas cifras, correspondientes sólo a pagos arancelarios (sin tomar en consideración renta, alimentación, materiales de estudio ni transporte), toman relevancia al ser contrastadas con los 414 dólares que constituyen el salario mínimo al cual acceden la mitad de los trabajadores y trabajadoras de Chile (según la Encuesta Suplementaria de Ingresos del Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, la cual se puede consultar en www.ine.cl
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