De putas e indecentes: en defensa del comercio sexual
“Ya que la infamia de tú ruin destino
Marchito tú admirable primavera
Haz menos escabroso tú camino
Vende caro tú amor aventurera”
–Agustín Lara
En la oscura noche, entre las transitadas calles de una ciudad que evoca a sus demonios nocturnos, allí reside la lujuria, la indecencia y lo inmoral de la sexualidad. A la sombra de los puritanos, pero a la luz de todos, estática en una esquina bajo el frío, la lluvia y el prejuicio, aguarda a la llegada de un nuevo postor. Observada con morbo, lujuria, deseo o desprecio, es señalada y criminalizada, la mal llamada prostituta. Esa “puta” que fue orillada a comercializar sus “indecentes” servicios sexuales por la falta de oportunidades, por ser la víctima de la brecha salarial y, por lo tanto, elegir el menor de los males, ofertarse en el mercado de la doble moral, en ese espacio que la utiliza pero no la reconoce.
La trabajadora sexual que día a día se inserta en la “Suprema y Ética Corte Pública” donde es enjuiciada y declarada culpable, con base a criterios misoginos, machistas, moralistas, puritanos e, incluso, religiosos; en casa aguarda una hija o hijo, una familia a la espera del pan en la mesa producto de un trabajo tan digno y decente como cualquier otro, el del comercio sexual.
En una sociedad en la que gran parte de su vida pública gira entorno a la sexualidad, como práctica y teoría, desde movimientos sociopolíticos, estudios e investigaciones, las estructuras sociales y, por supuesto, la economía; Existe un contrato sexual, es decir, un acuerdo entre hombres y mujeres –homosexuales y heterosexuales– se establece un intercambio de la relación sexual a cambio de un techo, manutención, puestos laborales, notas académicas, una familia o compañía, en este tenor es hipócrita e impensable concebir una serie de estigmas sociales sobre el comercio sexual, que recaen sobre la trabajadora sexual y no sobre el cliente, en el entendido de que tal trabajo cumple el mismo contrato sexual a cambio de un beneficio económico.
Actualmente existe una corriente norteamericana, religiosa, conservadora y, extrañamente, feminista radical que busca la abolición de todo tipo de comercio sexual, con un discurso que encasilla al trabajo sexual como producto de la trata de personas, abordando el debate público sin reconocer las diversas vertientes que orillan a poco más de 800 mil mujeres, en México, a trabajar en esta labor de manera voluntaria, por la flexibilidad de los horarios, las mejores condiciones económicas que estas representan y, que como en todo trabajo, existe una explotación laboral y no explotación sexual derivada de la trata de personas como afirman los grupos neoabolicionistas aún cuando una gran parte de ellas esté por voluntad propia y el comercio sexual sea su fuente directa de ingresos.
Es necesario enfatizar que este discurso no legítima o minimiza la trata, crimen que debe ser perseguido, pero para el cual ya existe un marco normativo extenso para su erradicación y castigo –El Protocolo de Palermo– no obstante, dicho marco normativo no es capaz de diferenciar entre trata y comercio sexual, concluyendo en criminalizar este último. En ese sentido, propician una persecución continua de las trabajadoras sexuales a manos de las autoridades que actúan como jueces y verdugos.
En otro frente, hay una lucha contra los prejuicios que fortalecen el estigma entre mujeres “putas” y decentes. La condición de lo público y por dinero, no, pero en privado y por amor, sí; que la prostituta haga cosas “indecentes” en el acto sexual que la esposa o la pareja, en casa, en lo privado no puede o no debe hacer. Estos criterios conducen a un estigma entre lo que es decente e indecente. Incluso hacer referencia al término puto expresa la homosexualidad de un hombre o la carente valentía del mismo, mientras que calificar de puta a una mujer es señalar de manera degradante su vida sexual.
Los prejuicios contra las trabajadoras sexuales, demuestran que el conflicto de la sociedad y Estado, no es con su labor, sino con la concepción puritana del sexo. Criterios que se traducen en políticas públicas con una fuerte carga de discriminación de género. Mientras a la trabajadora sexual se le exige una revisión periódica de enfermedades de transmisión sexual así como el uso obligatorio de preservativos, al cliente no se le solicita ninguna medida sanitaria.
El neoabolicionismo afirma que toda prostitución explota y degrada a la mujer, independientemente de si hay consentimiento. En ese sentido, el Protocolo de Palermo formula las bases de las legislaciones de carácter abolicionista. En México tienen su impacto en la promulgación de la Ley de Trata, la cual expresa en su Artículo 40. “El consentimiento otorgado por la víctima, cualquiera que sea su edad y en cualquiera modalidad de los delitos previstos en esta ley, no constituirá causa excluyente de responsabilidad penal”.
En el momento que el Protocolo de Palermo y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) dan cabida y abren las puertas al neoabolicionismo sin estudiar los matices del comercio sexual, aparece el Modelo Sueco, una política pública con origen en Suecia, que penaliza la demanda del comercio sexual para, entonces, abolir la oferta del mismo. Sin embargo, tuvo la grave repercusión de incrementar el tráfico de personas, trabajadoras sexuales principalmente, hacia países donde no estaba penada pero tampoco regulada su labor. Se puede afirmar que, por lo tanto, el Modelo Sueco es un sistema estigmatizante e ineficaz.
Para establecer medidas que puedan abolir el comercio sexual, es necesario abordar en primer instancia la recomposición del tejido familiar, puesto que comercio sexual –prostituta– es sinónimo de madre soltera.
“Para una mujer como nosotras que tenemos que atender a nuestros hijos, es más duro porque tenemos que hacer lo de la casa, cuidar a los hijos –porque el papá se fue– y salir a ganarse el pan”.
En otra arista hay que abrir el debate público de los estigmas que rodean a la prostituta, la brecha salarial y, no menos importante, reorientar las legislación para frenar el abandono paternal y las obligaciones que estos evaden, siendo esta última una de las condiciones que orilla a las mujeres a dedicarse al comercio sexual.
Es hipócrita que el Estado utilice a las trabajadoras sexuales para beneficio de sus obreros, pero no reconozca sus derechos laborales. En las zonas petroleras, mineras, manufactureras, siderúrgicas, llegan de manera ex profeso centenas o miles de trabajadoras sexuales al servicio de los obreros del Estado, empero, el mismo no las reconoce como trabajadoras asalariadas.
Legalizar y despenalizar el comercio sexual, representa en primer instancia exigir al Estado la formulación de normas que regulen, protejan y formalicen el comercio sexual, tales como el acceso a un seguro social, la protección por parte de las autoridades, bonos, seguros de desempleo, representación sindical, etc. De igual manera obligaciones tributarias. A su vez la despenalización permite que su labor no sea un delito.
En 2013 el Poder Judicial de la Federación (PJF), por medio de la Juez Cordero Villegas Sánchez consideró procedente el Juicio de Amparo solicitado por trabajadoras sexuales para ser reconocidas como trabajadoras asalariadas. La juez explicó: “La prostitución ejercida libremente y por personas mayores de edad plenamente conscientes de ello, puede considerarse como un oficio, puesto que es el intercambio de una labor por dinero”.
La legalización y despenalización del comercio sexual, no debe dejar de lado la lucha contra la trata y el tráfico de personas; sin embargo, debe haber una reorientación de las leyes en cuanto a las definiciones, que han sido mal empleadas. La corriente neoabolicionista, emite un discurso por la protección de los derechos humanos de las prostitutas como víctimas de la explotación sexual, pero dentro de este gran panorama de los derechos humanos excluyen la lucha por sus condiciones laborales y dan a entender que no se trata de una pugna por la dignidad humana, sino conservadora y transgresora de su sexualidad.
El feminismo no puede perder la línea política e ideológica de sus demandas, entre la legalización y despenalización del aborto, la lucha por la reducción de la desigualdad de género, el señalamiento público por el aumento de feminicidios –siendo un gran número de víctimas las trabajadoras sexuales–, entre muchas otras pugnas, resulta preocupante que haya un sector del feminismo que se alinea a la concepción puritana, religiosa y prejuicista del comercio sexual sin reconocer sus matices.
La pregunta sigue en el debate ¿Por qué se etiqueta a todas las trabajadoras sexuales como víctimas –aunque no lo sean–? ¿Por qué si son víctimas asalariadas –consecuencia del capitalismo–, no se reconocen sus derechos laborales?
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