Ella entre la arena: testimonio de una cuarentena en el desierto
Texto: Yair Hernández Fotos: cortesía Brenda Zaldivar
Ahora miro el cielo diario. De día y de noche. Lo hago porque aquí se ve increíble, inmenso. Además, me ayuda a entretener y tranquilizar mi mente. De día es poderoso, con el Sol iluminando a los escarabajos que van por la arena, a los camellos que comen libremente y a los alacranes que todavía no me han picado. Aunque de noche, con las estrellas… me ha hecho sentir tan pequeña e insignificante, aunque a veces es al revés: de verlo me siento superior y magnífica.
Pero no todos los días son así, pues a veces hay lluvias y tormentas de arena. Y cuando eso pasa, no me siento a la intemperie; la carpa donde estoy viviendo tiene una base de hierro que se entierró en la arena para que resista los vientos y tormentas, luego la cubrieron con tela y después con un tipo lona de plástico muy resistente. Además, el piso está cubierto con alfombras, hay luz, una regadera y camas.
Aunque todo esto que he visto, no estaba planeado; los animales, las personas, las costumbres, el pueblo cercano, la carpa, la arena, los cielos… no tenían que ser, o bueno, no por tanto tiempo. Llegué al desierto de Marruecos el pasado 16 de marzo para estar solo tres días, pero el coronavirus se volvió pandemia, obligó a cerrar fronteras y ahora llevó más de dos meses viviendo entre la arena.
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Si alguien le hubiera dicho a Brenda Zaldivar que iba a cambiar las olas del mar por las dunas del desierto, tal vez se hubiera negado. O tal vez no, pero hubiera preguntado por cuánto tiempo. Bartender de profesión, hasta hace 6 meses trabajaba en un local ubicado en Sayulita, Nayarit – donde estuvo 3 años -, pero una oportunidad de trabajo la puso tras una barra en Tánger, ciudad de Marruecos ubicada en el estrecho de Gibraltar.
Luego de tres meses ahí, otra oferta de trabajo se le presentó, ahora en España, pero antes de la nueva mudanza quiso conocer la vida marroquí a fondo, por eso llegó a un campamento cercano al pueblo de Merzouga. Y ahí apareció el covid-19.
“Me cancelaron mi vuelo por toda esta onda pandémica. Además, desde que comenzó el confinamiento prohibieron los transportes entre ciudades, entonces ya no pude salir de aquí”, cuenta Brenda con la poca señal de Internet que le llega.
La prolongación de su estancia no fue en soledad: un amigo, también mexicano, le hace compañía. Además, una familia bereber (papá, la mamá y dos hijos) los acogió sin costo en su carpa hasta que las fronteras abran de nuevo. Aunque ellos deben costear su comida.
Y aunque define su situación como tranquila, la joven de 24 años ha llegado a tener momentos de crisis relacionados con la situación actual en el mundo: “La incertidumbre ronda mucho por mí cabeza por el hecho de que tenía otros planes en mente que no sé si podré realizar próximamente. Pero acá ando aguantando, aprendiendo y esperando”.
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Los tres días que se volvieron meses me han llenado de experiencias. Afuera ha sido de ver paisajes increíbles, caminar por el desierto negro, subir montañas, perderme entre tanta arena y practicar ‘sandboard’ sobre las dunas. Y dentro de la carpa, algo más común: cocinar, hacer ejercicio, leer, jugar cartas y ver películas… cuándo no falla el Internet.
No quiero dejar de mencionar al pueblo cercano, un lugar al que voy cada semana para comprar comida. Allí los pobladores cultivan sus propios vegetales y la mayoría de las casas están hechas con adobe. Pero el coronavirus es más notorio, pues, a diferencia del campamento, sí hay gente con cubrebocas y los negocios cierran a las 6 de la tarde. Aunque cerca no se han reportado casos de enfermos, por eso no se siente un ambiente de temor. Y algunas personas me han dicho que, por el clima, se muere el virus.
Sobre el coronavirus… veo tantas noticias, tanto reales como falsas, gente que tiene sus propias ideas y puntos de vista, que ya no estoy muy segura de que sí es cierto y que no. En este punto creo que muchas cosas podrían ser posibles. Pero valoro que esta situación nos ha enseñado mucho acerca de las diferentes sociedades y la gente en general; el cómo lo han vivido en países primermundistas y tercermundistas, independientemente del número de casos.
Y tras tantos días entre la arena, comprendo mejor eso de que las cosas no son fáciles, pero nada es imposible. El hecho de salir de México me ha hecho valorar más mis raíces y la comida, aunque es hermoso conocer gente dispuesta a ayudarme sin conocerme. Además, apreciar los distintos paisajes que nos da la naturaleza… como ese cielo que a veces me hace sentir magnifica, a veces insignificante.
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La salida de Brenda del desierto depende del gobierno marroquí y su decisión de levantar o no el confinamiento a mediados de junio. Si así sucede, ella se irá a España a ver qué opciones tiene en la ‘nueva normalidad’ ibérica.
Pero entre tanta incertidumbre, algo que la mantiene tranquila es la comunicación con sus familiares, quienes “creen que es gracioso que me haya quedado varada en el desierto, pero también creen que es un buen lugar para estar, lejos de todo el caos”.
Mientras espera el día para dejar la arena, la joven que gusta de “socializar con personas de varios lugares” y “crear e inventar cócteles”, trata de mantener una rutina: “Me despierto muy temprano, si no es por el calor son las moscas (nunca las había odiado tanto). Me preparo algo para desayunar, luego hago algo para entretenerme (platicar, jugar, leer). Hago ejercicio, me baño, hago algo para comer, voy a caminar, veo el atardecer y de nuevo cualquier cosa para entretenerme”.
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Brenda señala que es consciente de que siempre estará agradecida con el desierto, con su campamento – que en situaciones normales se sustenta con el turismo – y, sobre todo, con la familia que la acogió. “Creo que deberíamos aprender a ser más empáticos ya que no todos tenemos las mismas posibilidades y esto ha sido muy notorio”.