Todo lo que tengo que decir (sobre muerte y vejez), por Constanza Michelson

Publicando originalmente en The Clinic

Hace algún tiempo me pidieron escribir sobre sexo y vejez; quizás por la obsesión contemporánea de equiparar sexo y salud, y de que la vejez no se note, para que ser viejo sea otra forma de ser joven. Entiendo ese esfuerzo. Como escribió Natalia Ginzburg, la vejez no nos genera curiosidad, ni siquiera cuando envejecemos; avanzamos hacia una muchedumbre gris, podemos convertirnos en “chatarra abandonada” o bien en unas “ruinas gloriosas”: como sea, no hay una imaginación de la vejez. Con suerte unos estereotipos lisos, unas promesas de serenidad y sabiduría -y que le creo a Ginzburg al describir su propia vejez – nunca llegan. Tampoco se buscan, “nunca hemos amado la serenidad y la sabiduría, y en cambio siempre hemos amado la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores”. Pienso: eso es precisamente lo que más temo de envejecer, ser exactamente la misma que ahora. Tener los mismos miedos, la misma falta de serenidad.

Hoy debo escribir sobre la vejez y la muerte. Y puedo decir casi lo mismo que escribí antes: sospecho que se tiene la misma edad toda la vida. Que la vida se corta en el momento en que se intuye que ésta es una casualidad sin ningún fundamento ni justificación. Momento en que se toma una decisión existencial, ese vacío se cubre con dioses y razones de cualquier orden, o se teme para siempre, o bien, se asume que es justamente ese azar lo más precioso de vivir. Marguerite Duras dijo que envejeció a los dieciocho, mientras que San Agustín escribió que habría preferido nacer a los siete años. Hay siempre una inadecuación entre la existencia y los llamados ciclos de la vida. Lo innegable es que envejecer implica ver el movimiento del mundo, la aparición de uno del que no se es parte del todo, pues fue en otro, distinto, en el que se invirtieron las fuerzas y se proyectaron los deseos. Quizás sea eso lo que entristezca a tantos viejos, y que, como píldora, la modernidad les ofrece -antes que un lugar- una prolongación de la juventud, la fantasía del sexo apoyada por químicos, y otros químicos para no deprimirse demasiado.

“Viejos jóvenes”, sabiduría y serenidad no son las únicas imágenes que ofrecemos a la vejez; también hablamos de ella a partir de la subsistencia económica, la jubilación y la precariedad. Pero cada una de estas imágenes puede derrumbarse frente a un dilema de vida, revelando el lugar preciso de la vejez en la cultura. Porque al igual que la infancia -aunque hablemos de niños y viejos-, vivimos como si esos tiempos no existiesen, tal vez porque nos aburren por su falta de orgullo, o porque son profundamente enigmáticos dada su fragilidad y cercanía a la muerte. Al comienzo de la pandemia, que en el caso de Chile coincidió con la revuelta social, circuló en no pocas voces el llamado a que no debíamos frenar el proceso político bajo el argumento de que, al fin y al cabo, era simplemente un virus que afectaba a los viejos. Podíamos seguir disputando la dignidad (de la vejez incluso), asumiendo que unos cuantos ancianos murieran. De todas maneras, esas mismas voces cambiaron de opinión rápidamente cuando se asomó la magnitud de la catástrofe. Y el discurso viró: cuidarse para cuidar a los más frágiles. Incluso se dijo que el costo económico del confinamiento para los jóvenes, era el mayor traspaso de valor de una generación a otra.

Pero ese regalo, el “traspaso de valor”, no podía ser infinito. Desde la racionalidad económica que, con muy poca imaginación, opone economía y vida;  el sistema sanitario y el “dilema de la última cama”; así como la gestión de la vida a partir de la perspectiva de la especie, aparece la disyuntiva acerca de qué vidas preservar: luego, la vejez cae de los imaginarios que la envuelven en tiempos de bonanza. Para el campo de las cifras, “vejez” se vuelve una zona de sacrificio. “Vejez” es el lugar del corte para definir las prioridades en los esfuerzos médicos, y es también, en el discurso diario de las cifras de fallecidos, una insistencia para mantener la calma: “solo murieron adultos mayores”.

Sin embargo, y esto es bastante insólito, los viejos -siempre hablados por otros (incluso ellos mismos pueden hablar de sí, a partir de esos clichés)- empezaron a tomar la palabra, no cualquiera, sino respecto a su relación con la vida y con la muerte.

El periodista, premio nacional, Abraham Santibáñez escribió hace algunos días una carta al diario declarando públicamente que en caso de necesitar un ventilador mecánico cedía el suyo de requerirlo alguien más joven. Conminó a otros a hacer lo mismo, como un código de honor del mundo al que seguramente perteneció y hoy nos resulta inédito. Otros, todos varones mayores, siguieron su ejemplo. Mientras que otras voces, esta vez incluidas mujeres, pusieron el grito en el cielo. ¿Cómo es eso de que sus vidas ya claudicaron o valen menos que la de los jóvenes? ¿Por qué 65 y no 61 ó 72 es el número que indica ceder la prioridad de atención médica? ¿Una vida debe ser protegida de acuerdo a su productividad, a cuántos años puede aún vivir?, ¿cuándo se considera que alguien vivió demasiado, o aún vale su deseo de vivir? La vejez se politizó.

En Francia, se anunció que las medidas de cuarentena se levantarían a comienzos de mayo, salvo para los mayores de 65 años, quienes debieran quedar en confinamiento de manera indefinida. Eso provocó una “revolución de las canas”, los mayores reclamaron que si bien son los más vulnerables, no son quienes más contagian, ¿por qué deberían entonces estar solamente ellos aislados? La psicóloga y escritora Marie Hennezel escribió en Le Figaro que se trata de una barrera injusta, arbitraria y discriminatoria; y llamó al debate ético. Macron debió rebajar la medida al nivel de “sugerencia”, salvo para los ancianos que viven en hogares o tienen mal estado de salud. Por su parte, la escritora argentina María Moreno hizo una defensa de la ética de la despedida. La vejez, considerada la clase pasiva, dice, nunca es tal: “No hay soberanía en la vejez, pero si no se ha perdido la cabeza, existe la posibilidad de elegir. No se trata, por supuesto, de la gran elección sartreana como compromiso con la libertad, pero sí la de gestionar el día a día de cómo se quiere vivir en lo que queda por vivir”.

Por mi parte escucho hijos quejarse de que sus padres viejos desobedecen, que se escapan a escondidas, a pedirle un cigarrillo a la vecina, a visitar al nieto nuevo; y esos hijos saben secretamente, por más que los sermoneen, que no les harán caso. Algunos se enfurecen, otros hacen un pacto tácito con sus padres y abuelos y los dejan elegir, aunque hagan como si no. Y vuelvo a Ginzburg: si envejecer es un camino lento a una zona gris, se perderían todos los lazos con el presente si no fuera porque seguimos enredados en las intrincadas y dolorosas tramas del amor.

“Vejez” es algo que puede gestionar la racionalidad de las políticas públicas, pero cada anciano o anciana es un misterio, una voz que es quizás la misma de sus 20 o de sus 50; ésa es la imagen más conmovedora que puedo tener sobre la vejez. Hoy esos cuerpos dicen cosas que no coinciden con las cifras mudas, ni los estereotipos en su nombre. Su aparición en el campo público es lo que entiendo por posibilidad política.

Podría cerrar esta columna exactamente como terminé aquella sobre la vejez y sexo, con las palabras de una anciana, Marguerite Duras dos años antes de su muerte. Escribió a Yann, su amante homosexual cuarenta años menor que ella: “¿Para aliviar la vida? Nadie lo sabe. Hay que intentar vivir. No hay que precipitarse en la muerte. Eso es todo. Eso es todo lo que tengo que decir”.


*Constanza Michelson es psicoanalista y escritora. Su último libro es “Hasta que valga la pena vivir”.

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