CDMX: la guerra por el suelo urbano
Por Carlos Acuña, un trabajo de Ojos de Perro Vs la Impunidad para el World Justice Project
CIUDAD DE MÉXICO
Esto no es un bazar
La escena resulta familiar: desde hace años la he visto repetirse en distintos puntos del Centro Histórico.
En noviembre de 2015, el piano de Conchita Preciado —una octogenaria maestra de música— se hizo añicos contra la banqueta de la calle Revillagigedo, número 77: un grupo de cargadores lo arrojó desde la ventana.
En octubre de 2018, los muebles de Hilda Pacheco también volaron por las ventanas del edificio Gaona, en la calle Emilio Dondé, esquina con Bucareli, Centro de la Ciudad de México.
Semanas después, Guadalupe Peña y su hijo vieron cómo todas sus cosas terminaron rotas y revueltas en la calle de Zapata, colonia Centro.
En la calle de Isabel la Católica, una anciana todavía mantiene un campamento para resguardar sus pertenencias.
La estampa es idéntica: ropa, televisión, platos rotos. Un desastre amontonado en la acera.
Pero hoy martes, 20 de agosto, algo es distinto.
—¿Cuánto por el escritorio —me pregunta un curioso y entonces hay que explicarle que no, que esto no es un bazar.
Hoy yo soy el desalojado.
Ocho desalojos al día
Los números cuentan una parte de esta historia. Por ejemplo: en el año 2014 —de acuerdo con la respuesta de la solicitud de información 019000274219 a la Secretaría de Seguridad Pública— la fuerza pública participó en 3 mil 140 desalojos en la Ciudad de México; en 2015 fueron 3 mil 33, durante 2016 la cifra ascendió a 3 mil 200, 3 mil 141 en 2017, y para 2018 aumentó a 3 mil 729. Hasta el 31 de agosto de este año se contaban 2 mil.
En promedio: 8 desalojos al día. Unas 18 mil 243 familias desalojadas en cinco años y medio: lo suficiente para poblar dos veces la colonia Condesa.
La cifra es parcial porque muchas órdenes de desalojo no solicitan el apoyo de las autoridades —como fue el caso de mi propio desalojo— y muchas se hacen de manera ilegal, sin la orden judicial pertinente.
Su ubicación privilegiada, a un costado de la histórica Alameda, ha hecho que el edificio Trevi —bautizado así debido a la pintoresca Cafetería Trevi ubicada en su planta baja— se convierta en un emblema de la lucha contra los desalojos en la Ciudad de México por la gentrificación o la especulación con el suelo urbano, entre otros procesos, que los motiva.
El Trevi, en la zona de inversiones y gentrificación.
Construido a mediados de los años 50’s, en un estilo art decó inspirado por la ingeniería naval, el Trevi destaca de los edificios cercanos. Salvo por algunos vecinos que resistieron tras el terremoto del 85, el inmueble estuvo abandonado durante décadas. A partir del cambio de milenio comenzó a recuperar su vida habitacional: jóvenes parejas, artistas, periodistas, cocineros de la zona le dieron nueva vida al inmueble, aprovechando una renta todavía asequible antes de la remodelación de la Alameda, en el año 2012, cuando las grandes inversiones en esta parte del Centro Histórico apenas comenzaban.
Todo esto ha convertido este inmueble en un caso muy visible y mediático. Eso y un juicio cuyo expediente acumula ya cinco tomos, cada uno de 500 páginas, en el Juzgado XX de lo Civil, con el que un grupo de once inquilinos y locatarios intentamos que se nos reconozca el derecho de comprar el espacio que hemos arrendado desde hace años, reconocido en el artículo 2448-I del Código Civil de la CDMX.
Horas después del desalojo del departamento 32, el que durante 10 años fue mi hogar, comenzaron a llegar otras personas en la misma situación del Centro Histórico y colonias cercanas, como Rufina Galindo, una mujer de casi 70 años que, desde los cinco vive en el edificio marcado con el número 68 de la calle Zapata, a un par de cuadras de Palacio Nacional.
Todos los vecinos de Rufina ya fueron desalojados de manera forzada, pero, como un juez le otorgó a ella la posesión de su departamento —al reconocer que se trató de un desalojo ilegal— ella resiste, pese a la llegada de jóvenes delincuentes a los departamentos vacíos, que ya se metieron a robar en su casa, que inhalan solvente en los pasillos, que hacen escándalos a las tres de la madrugada y amedrentan a sus visitas.
—Es como vivir en una cárcel —describe Rufina.
Al edificio Trevi llegó también Darío Martínez, un hombre pequeño, de sonrisa cordial, quien soportó un proceso legal de más de tres años, para evitar su desalojo de la calle Versalles número 84, en la colonia Juárez, hasta que el desgaste económico lo rebasó: llegó a gastar más de 100 mil pesos en defenderse de cuatro juicios en su contra.
También llegó Alfonsina Velázquez y Osvaldo Rocha, quienes apenas unos días antes fueron desalojados de su casa en la calle de Zapata 42, también en el Centro. Y Albina, una mujer de origen mazahua que intenta evitar su expulsión del edificio de Turín 42, en colonia Juárez. Y Nute Cuijin, un camarógrafo de origen tu’un savi, un pueblo originario de Oaxaca, que intenta evitar su expulsión de la calle de Sabino, en la Santa María la Rivera. Allí estaban ellos, una pequeña porción de los 18 mil 243 casos que se han dado en los últimos cinco años y medio.
De pronto mi desahucio se convirtió en protesta; alguien trajo carne, otro más un asador, llegaron algunos medios de comunicación y por la tarde ya había una bocina y gente bailando alrededor de los muebles.
—¿Cuántos cargadores llegaron? —me preguntó un policía al enterarse del motivo del escándalo.
—Más de 20.
—Les salió barato…
Agujeros en el techo
Muchos de los desalojados han asumido que el suelo urbano es motivo de guerra.
—Meter personas incómodas a los departamentos ya vacíos es el método más común —me dice un abogado retirado, que se especializó en desalojar personas durante dos décadas. Por obvias razones pide el anonimato. Se hace para impedir que grupos organizados, como la Asamblea de Barrios, tomen el edificio. Pero sobre todo para incomodar: se les pide que hagan ruido, que sean sucios, que vigilen a los inquilinos. Para acelerar su salida se recurre a cualquier método.
El suelo urbano es motivo de guerra.
—Hicieron perforaciones con taladro, y desde el 3 de mayo de este año, no para de caer agua, día y noche. A veces cae también un líquido apestoso, eso es grave en un negocio de comida —cuenta Noemí Ortiz, una de las hermanas que lleva el negocio familiar—. Y en el Ministerio Público no han querido tomar nuestra denuncia.
En 1985, el fundador de la tortería, Alfonso Ortiz, adquirió este pequeño local mediante un contrato de compraventa. Con su muerte, sus hijas heredaron el negocio y se han dedicado a mantenerlo vivo. Así fue hasta 2010 cuando comenzaron a aparecer abogados, supuestos dueños o representantes del INVI que las desconocieron como propietarias y les exigieron entregar el local.
Edificio en Mérida 83, otra víctima de la gentrificación.
—Todo ha estado chueco —dice Claudia, otra de las hermanas—. Comenzando por la manera en que ellos se adueñan del edificio. Fíjese: a la Notaría Número 4 de Apan, Hidalgo, donde se hizo todo el trámite, le quitaron su patente por corrupción. Y el supuesto nuevo dueño no ha logrado acreditarse como propietario. ¿Cómo entonces es que los desalojos han procedido? ¿Por qué no se reconoce nuestro contrato de compraventa? Pues porque hay dinero de por medio.
Cuando Guillermo Santiago Salinas, apoderado legal del supuesto nuevo propietario, argumenta que la familia Ortiz nunca ha pagado renta, desacredita el contrato de compraventa y niega que tengan décadas de ocupar el local, aunque los vecinos testifiquen lo contrario. Se deslinda de los agujeros en el techo. “Son invasores”, sentencia.
—Lo único que pedimos es un juicio justo. Que se revisen todos los documentos que hemos presentado —sostiene Noemí—. Dicen que en la guerra todo se vale, pero yo creo que esto, además de inhumano, es ridículo.
No, no son los hipsters
Hace unos meses, ante el riesgo de un desalojo Daniel Gutiérrez decidió tomar cientos de fotos de su departamento. Centímetro a centímetro retrató cada superficie de su departamento, su casa por más de 20 años, en el edificio Trevi. Hace tiempo que este profesor de sociología decidió no esperar a que lleguen los cargadores a destrozar los objetos preciados que ha acumulado a lo largo de su vida, las máscaras que ha traído de todo el mundo, los libreros que él mismo construyó. Cada noche saca algún mueble, un paquete de libros…
Trabajar y vivir con pocas cosas: resistir
—Mi idea es que esto sea un búnker. Un lugar bien asegurado donde pueda trabajar y vivir con muy pocas cosas: resistir —dice—. Después del terremoto del 85 nadie quería vivir aquí: quienes mantuvimos el Centro en buen estado fuimos los vecinos, los inquilinos. La rehabilitación del Centro se ha hecho con recursos públicos, pero sus beneficios se privatizan para el turismo. Ya sólo los ricos y los extranjeros pueden vivir aquí mientras que a los residentes de siempre se nos discrimina y excluye.
—Nosotros no estamos en contra del cambio, ni del desarrollo de la zona. Pero un progreso que no es incluyente, que expulsa a la gente que durante años hemos trabajado en y por el Centro, no puede considerarse sano. Vaya, nosotros ni siquiera estamos peleando por algo radical, por abolir la propiedad privada… estamos peleando por acceder a ésta. Que se nos venda.
El conflicto del Trevi se remonta a marzo de 2018. Algunos vecinos fueron notificados —no todos— de que un fideicomiso estaba por comprar el edificio. El fideicomiso tiene como titular a Banca Mifel, la inmobiliaria Iteractiva (cuyo nombre comercial es Público Coworking) y a otros seis socios; al tratarse de un fideicomiso privado, nada se sabe de quiénes lo integran. Pero existen anomalías, por ejemplo: dentro del fideicomiso principal existe —como en un juego de muñecas matrioskas— otro fideicomiso privado.
Durante varios meses, los vecinos intentamos negociar con Público Coworking. Nuestra petición era sencilla: que se conservara la Cafetería Trevi, con más de 60 años de historia, y se liberara un espacio para crear un proyecto que contemplara los intereses de la población local. Deseábamos participar en el desarrollo de una zona que conocíamos a detalle después de años de habitarla. Durante meses, uno de los socios de Público Coworking, Emilio Illanes, mostró disponibilidad para un trato de esta naturaleza. Tras mi desalojo, dejó de responder mensajes y llamadas.
Según han declarado a otros medios de comunicación, el plan de Público Coworking es convertir el edificio Trevi en un hotel. Que en una zona que poco a poco pierde su carácter histórico y popular se pretenda desaparecer un edificio habitacional, fue lo que indignó a los vecinos. Algunos —una tercera parte de los más de 30 inquilinos y locatarios— decidimos demandar para exigir que se respetara nuestro derecho de preferencia al tanto, que brinda la posibilidad a los inquilinos de adquirir el inmueble que han rentado, en igualdad de circunstancias respecto a un tercero, siempre que se encuentren al corriente con el pago de sus rentas.
—Argumentan que no pueden vendernos nuestro departamento —se queja Daniel Gutiérrez—, que tenemos que pagar 80 millones de pesos por todo el edificio. Pero ellos lo vendieron en 60. Nosotros decimos: Está bien, que sea un juez quien decida si tenemos derecho o no a comprar nuestra parte… Y para no afrontar la posibilidad de que un juez sentencie a nuestro favor, decidieron demandarnos por separado. Su argumento es absurdo: nos demandan por falta de pago de rentas, aun cuando éstas están consignadas ante el juzgado 20, donde llevamos nuestro juicio.
Es decir: el sistema judicial mexicano permite que existan varias demandas al mismo tiempo y en distintos juzgados respecto al mismo conflicto, con los mismos documentos y contratos, con las mismas partes involucradas y con las mismas posibles consecuencias: desalojos forzados. Es como jugar a la ruleta rusa: tarde o temprano, un juez u otro puede ordenar que se desocupe el inmueble sin tomar en cuenta que ese tema está discutiéndose en otro juicio.
—Dentro del gremio esto tiene un nombre: ’chicanearías’ —define Elizabeth Olmos, la representante de los vecinos del Trevi—. A la fecha, además del juicio principal, los vecinos tienen abiertas nueve demandas radicadas en los juzgados 42, 65, 69, 26, 52, 20 y 65. Es decir: siete juzgados, diez juicios distintos, están atendiendo el mismo tema. Interponer demandas y demandas es una estrategia de desgaste emocional, económico y de recursos jurídicos para quienes buscan defender un derecho válido. No sólo eso: representa un abuso del Estado. Es un gasto innecesario para el sistema judicial.
El sistema judicial: un barco lleno de fugas
—Estas prácticas no podrían existir sin la participación de algunas autoridades —sentencia Julio César Ortíz, coordinador de asesores de la senadora Citlali Hernández—. Existen grupos dedicados a diseñar todo un andamiaje legal para hacerse de inmuebles mediante operaciones dudosas o de plano ilegales.
—Todas estas prácticas están arraigadas en los juzgados y en las empresas inmobiliarias —dice Julio—. Y la ley está llena de lagunas. Por ejemplo, los llamados cargadores ¿quiénes son? El juzgado no sabe nada de ellos. Esto es grave, porque ellos siguen una consigna de destruir y robar.
De acuerdo con la solicitud de información 3200000024019, presentada ante la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México, de 2012 a 2018 se registraron 293 quejas por presuntas violaciones a derechos humanos durante ejecuciones de desalojos. Una cifra pequeña comparada con los más de 3 mil desalojos ejecutados cada año, pero significativa si se considera que, después de un desalojo, pocas personas quedan con deseos de seguir con trámites.
Estas violaciones no son extrañas para nadie que haya tenido contacto con el tema. Mercedes Iraís Navarrete, abogada especialista en derechos humanos y en derecho civil, tiene claro que dentro de los juzgados pueden manipularse todos los procesos cuando se trata de lograr un desalojo.
—Es evidente desde los niveles más bajos: la persona del archivo, quienes te dan la copia, la que te puede secuestrar el expediente varios días para que no accedas a él. Pero me atrevería a decir que también los actuarios y los secretarios de acuerdos… Existe un diseño de estrategias, que muchos abogados utilizan, para persuadir las decisiones de un juez mediante documentación falsa.
—¿Existe un protocolo para verificar que los documentos presentados en un juicio sean reales?
—No. Están despojando de su propiedad a muchas personas, sobre todo ancianos. Y se ha denunciado que operan así, mediante documentos falsos. No existe el cuidado de revisar la documentación.
En muchos casos, los desalojos son el último paso de un despojo. Hasta junio de este año, de acuerdo con la respuesta a la solicitud de información número 01130000353619 realizada a la Procuraduría General de Justicia, desde el año 2012 la cifra de denuncias por despojo inmobiliario no baja de los tres mil anuales; hasta junio de 2019 se registraban mil 976 denuncias.
[marl]El problema de los desalojos refleja deficiencias en el sistema de justicia civil de la Ciudad de México,[/mark] el cual no logra que las personas puedan acceder a mecanismos pacíficos y efectivos para resolver sus controversias. Uno de los ocho factores que componen Índice de Estado de Derecho en México 2019-2020 del World Justice Project (WJP) mide la calidad de los sistemas de justicia civil de los 32 estados del país.
Este año, este indicador obtuvo un puntaje de 0.34, en una escala del 0 al 1, donde 1 representa más cumplimiento a este aspecto del Estado de Derecho. En este aspecto, la Ciudad de México se encuentra en el lugar 19 de las 32 entidades del país. Este indicador se compone de ocho sub-factores. En el sub-factor 7.4, que mide si el sistema de justicia civil es imparcial, independiente y libre de corrupción, la Ciudad se ubica en la posición 20, con un puntaje de 0.44. En el ranking general, la entidad se encuentra en la posición 28 de los 32 estados del país con una puntuación de 0.36.
Un muerto declara en el juzgado
—Lo que hicieron fue un atropello —dice furioso—. Es gente sin escrúpulos: mafias criminales.
Una mujer mayor fue arrojada a la calle, con sus pertenencias, por trece hombres corpulentos que cumplían una supuesta orden de desalojo.
Se refiere a un grupo de abogados que intentaron despojarlo, a él y a sus hermanos del inmueble de dos plantas de la calle Progreso: la antigua casa familiar. Su padre adquirió el terreno en 1955 y él mismo construyó la casa, ahí crecieron Roberto y todos sus hermanos. Con los años todos se casaron y se fueron, excepto María Eugenia Casillas, la hermana mayor: una mujer chiquita y de sonrisa bohemia que en octubre del 2017 fue arrojada a la calle, con todos sus muebles y pertenencias, por trece hombres corpulentos que cumplían una supuesta orden de desalojo.
—Fue una sorpresa —recuerda Roberto—. Poco a poco nos enteramos de que hubo trámites chuecos en la notaría 144, que allí se avaló una supuesta compraventa, que un tal Felipe de Jesús Hernández Ayhllón se acreditó como comprador para simular la venta de esa propiedad y defraudar a mi hermana. Existe una red criminal de abogados y coyotes que durante meses trabajaron en cómo arrebatarnos la casa.
Inmueble asegurado, Progreso 155.
El tema podría escalar, involucrar incluso a los mismos jueces. Otro inmueble, este ubicado en la calle Francisco I. Madero número 45, en el Centro Histórico, ejemplifica la operación irregular en los juzgados. Ocurrió el pasado 12 de marzo de 2019. La escena era la misma: decenas de personas desalojadas por un ejército de cargadores.
El inmueble de Madero 45 pertenece a la fundación Antonio Haghenbeck y de la Lama, pero un sujeto de nombre Daniel Pérez Valdez, demandó la finalización de un supuesto contrato de comodato.
—Este sujeto nunca se ha presentado en tribunales: no existe —dice Verónica Blanco, representante legal de la fundación Antonio Haghenbeck y de la Lama—. La circunstancia más grave es que el juzgado jamás se cercioró que los llamados a juicio fueran quienes decían ser. El demandado, por ejemplo, un tal Arturo Guillén Flores, se presentó en el juzgado, se dio por notificado y se allanó a la demanda. Allanarse es aceptar los términos: “sí, el contrato terminó, me voy”. El problema es que Arturo Guillén falleció en octubre de 2017.
Para apropiarse de edificios, hay quien es capaz de hacer hablar a los muertos.El inmueble de Madero 45 fue asegurado por la Fiscalía de Procesos Civiles bajo el probable delito de fraude procesal. Es decir: se falsificaron documentos o actos jurídicos para engañar a las autoridades. Siete días después, en el Sistema de Catastro de la CDMX alguien cambió el nombre del propietario por el de Luis Alberto Vargas Ruiz, esposo de la líder de comerciantes informales Diana Sánchez Barrios, cercana al actual alcalde de la Cuauhtémoc.
No obstante, el edificio sigue en el limbo: la fundación Haghenbeck se amparó contra todo el juicio que derivó en el desalojo, pero su amparo fue dictado improcedente por el Décimo Tercer Tribunal Colegiado en Materia Civil. Mientras tanto, la contraparte decidió ampararse contra la investigación y el resguardo del inmueble: este amparo, después de meses, sigue en suspenso.
El suficiente poder, pienso, para obligar a los muertos a presentarse en juzgados y declarar a su favor.
Naufragar en la ciudad
Ser desalojado debe ser lo más cercano a naufragar en la ciudad. Pienso en esto la mañana siguiente a mi desalojo, el miércoles, con mis muebles todavía en la calle. Un ejército de trabajadores de la construcción ha entrado a mi departamento y con martillo y pico ha comenzado a demoler los muros y las instalaciones de lo que hasta hace unas horas era mi casa.
Es claro: el juicio principal por el derecho a preferencia al tanto está lejos de ser resuelto; en teoría tengo dos días para pagar una contra-garantía que logre suspender el desalojo. No lo hice antes porque alguien, dentro de los juzgados, secuestró el expediente del juicio para que nadie se enterara de que me habían otorgado esa posibilidad. Hoy el desalojo parece irreparable.
A lo lejos, como olas enormes, los rascacielos parecen acercarse cada día más como si quisieran expulsarnos a todos.