Historias del otro lado
Texto: Andrea Jiménez
Foto: Heriberto Paredes
“Ahora sí se van a comer frijoles y nopales a su querido México”. Con esas palabras un agente de migración se llevó esposado a Gerardo, víctima de una redada policial en su trabajo tras más de una década residiendo en Estados Unidos, el país donde formó una familia sin tener los papeles en regla. Fue deportado a Tijuana y allí vivió en la absoluta miseria. Al deambular de calle en calle siempre le acompañaba un pensamiento. “No tengo a nadie aquí, ni un sitio fijo donde quedarme, estoy completamente solo en un lugar donde tienes que buscarte el pan cada día. ¡Esto no es vivir! Las deportaciones están rompiendo familias, como la mía. Dejaron a dos hijas sin un padre”.
Semanas después de grabar su testimonio, Gerardo murió en un albergue para deportados, ejecutado por un comando de narcotraficantes que buscaba limpiar la zona de narcos rivales.
Su historia es la de tantos repatriados que una vez lograron atravesar el paso fronterizo de mayor flujo migratorio clandestino que ha existido desde la década de los años 70: la frontera entre México y Estados Unidos.
Y su testimonio, como otros centenares más, ha sido recogido por el proyecto Humanizando la Deportación , una iniciativa dirigida por Robert Irwin de la Universidad de California en Davis y El Colegio de La Frontera Norte (El Colef) en Tijuana que inició en 2016 y que ha sido continuada por otros investigadores de diversas universidades mexicanas para nutrir con experiencias humanas las estadísticas que maneja el debate sobre la política de deportación norteamericana. Una política que el pasado junio abrió los telediarios internacionales tras la ofensiva de “tolerancia cero” contra la inmigración ilegal del Gobierno de Donald Trump.
“Ahora sí se van a comer frijoles y nopales a su querido México”.
En aquellas grabaciones salió a la luz el maltrato y las humillaciones a los que las autoridades norteamericanas sometían a los migrantes sin papeles en los centros de detención. “Están esposados, tienen que pedir permiso para ir al baño, están hacinados, con el aire acondicionado al máximo. Los malos tratos en los centros de detención son recurrentes y no son ningún secreto. Son una violación a los derechos humanos constante de la que el Estado es responsable”, denuncia Guillermo Alonso, antropólogo español que dirige el departamento de Estudios Culturales del (Colef) en Tijuana y uno de los impulsores del proyecto, cuyo objetivo es visibilizar cómo el sueño americano puede acabar convirtiéndose en la pesadilla para miles de personas.
Según Alonso, la norteamericana se ha convertido en una “frontera-gulag” (concepto acuñado por el escritor Salman Rushdie) en tramos estratégicos con una política de deportación deshumanizada y socialmente destructiva. “Y parece que cada día va a peor“, recuerda el español.
De acuerdo a los datos de la Unidad Política Migratoria, dependiente de la Secretaría de Gobernación mexicana (Segob), sólo en marzo del año pasado se registraron 21mil 747 casos de mexicanos deportados. “Hay que tener en cuenta que los casos incluyen los datos de ‘eventos’, cifras que no descartan que una misma persona haya sido deportada en más de una ocasión”, aclara el investigador.
“Si bien las deportaciones globales han descendido, las que realiza la agencia de Control de la Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés Immigration and Customs Enforcement), al interior de Estados Unidos y las de carácter administrativo, es decir, las que tenían algún delito o violación pendiente, se han incrementado”, explica Alonso. Según las investigaciones del antropólogo, “durante los 8 años de administración de Obama y especialmente en el último periodo de 4 años, la mayor parte de las deportaciones eran de migrantes capturados cerca de la frontera, mientras que el gobierno de Trump ha sido el más agresivo en cuanto a sus redadas al interior”.
A Luis González, “la migra”, nombre coloquial que recibe el ICE, lo sorprendió comiendo en un puesto de tacos. “En los centros de retención aprendí que el mexicano no tiene derechos. Tratan bien feo en la migración, juegan con tu mente. Te tienen amarrado de las manos y los pies sin agua,” confiesa en su testimonio. González también tuvo que dejar a su familia, “una mujer y dos hijas al otro lado del límite”, como él se refiere al muro.
Tras ser deportado intentó cruzar la frontera tres veces. En la última, lo detuvieron dos días y le amenazaron con encerrarlo de por vida. “No tuve más remedio que dejar de intentarlo. Caí en la droga y viví en el Bordo”, el canal seco del río de Tijuana donde sucede la vida de los más desesperados. Aguas negras y deshechos sobre los que drogadictos, indigentes y deportados construyen sus casas de cartón e intentan reconstruirse la vida y el alma.
“Para nosotros el Bordo era un lugar de seguridad porque en la calle nos miraban como bichos raros, sobre todo las autoridades”, denuncia González, quien gracias a la ayuda de distintas organizaciones consiguió superar los problemas de adicción a las drogas y salió de la miseria. En la actualidad ayuda a otros mexicanos en la misma situación que él vivió.
“Estas personas viven en una situación muy vulnerable y extremadamente desprotegidos”, denuncia Alonso. “Nuestro proyecto pretende concienciar al mundo sobre su situación, pero, sobre todo, evitar que sus voces queden silenciadas y que sus personas queden en meras cifras”.
El proyecto Humanizando la Deportación exhibe los numerosos casos de migrantes deportados que se jugaron la vida en los desiertos, y también en las guerras. A Andrew de León le cancelaron la residencia por un delito con agravantes y fue deportado. ”Perdí todo lo que tenía, como los japoneses tras la Segunda Guerra Mundial”.“Mi tarjeta de residencia decía permanente, y pensé que eso significaba precisamente eso, “permanente” De León entró en territorio estadounidense por McAllen Texas en 1955 en los brazos de su madre. Apenas tenía cuatro años cuando llegó a California. Creció y se alistó en el ejército. “En el 67 me mandaron a la Alemania Occidental, y dejé el ejército en el 69 con un licenciamiento honorífico. Trabajé en una bodega de vinos y luego como camionero. Me casé y tuve dos hijos y una hija”. Ahora tiene además tres nietos en San Antonio, Texas, a los que no puede ver. Lleva seis años en Tijuana. Es diabético tipo 2. “Tomo metformina todos los días por la mañana y por la tarde si no me enfermaría”. En 2015 sufrió una cirugía de páncreas que casi se lo lleva al otro mundo. El año pasado cumplió 73 años y no sopló velas, pero se aferra a su último deseo con la vitalidad de un cadete, “que me den la oportunidad de volver”.
Jason Madrid llegó con 12 años a Estados Unidos y a los 17 se inscribió en la marina para alejarse de un barrio conflictivo. “Fue la mejor época de mi vida, aprendí, viajé, conocí mundo”. Madrid llegó a participar en la Operación Zorro del Desierto, los ataques aéreos que Estados Unidos lanzó contra Irak en 1998, entonces gobernado por Sadam Husein.
Madrid había cruzado a Estados Unidos con su familia gracias a un coyote, término con el que designa a quienes cobran para transportar a inmigrantes ilegales que quieren cruzar la frontera. Según explica Alonso, en Tijuana también se les llama polleros, “un sinónimo de coyote creado en esta región fronteriza”. Cuando se internaban clandestinamente por los senderos con rumbo a los Estados Unidos, los migrantes avanzaban en fila india detrás del guía. La imagen metafórica de una gallina seguida de sus pollitos. “De ahí el nombre de pollero para el guía de los pollos”, explica el investigador.
En sus comienzos, la labor del coyote además de cruzar a los migrantes, implicaba conseguir trabajo al otro lado, los conectaba con la fuente de empleo. “Pero con los años, la afluencia de dinero estimuló la creación de organizaciones especializadas, algunas informales, pero otras con una estructura, logística y medios bastante sofisticados”, detalla Alonso.
El volumen del negocio ahora es tal, que ha atraído a organizaciones mafiosas (crimen organizado dependiente del narco), “uno de cuyos efectos ha sido un trato hacia los migrantes tan deshumanizado que llega a extremos de un horror inconcebible”, relata el autor del libro El desierto de los sueños rotos. Detenciones y muertes de migrantes en la frontera México-Estados Unidos 1993-2013.
“Esto influye tanto en las salidas de quienes huyen de la violencia, como de quienes no migran porque se unen al narcotráfico”. El crimen organizado es solo uno de los tantos obstáculos a librar para quienes se atreven a cruzar sin documentos. Condiciones extremas de temperaturas: un sol a más de 40 grados centígrados durante el día y un frío helador por la noche. Insolaciones diurnas, hipotermias nocturnas. Las estafas, las extorsiones, la violencia de los robos, la explotación laboral, los abusos policiales, las agresiones sexuales… Algunos coyotes recomiendan a las mujeres inyecciones de anticonceptivos antes de viajar a fin de evitar embarazos producto de violaciones.
Según datos de Missing Migrant Project, desde el 2014, año que empezó la organización a rastrear las defunciones de migrantes, se han registrado más de 300 muertes anuales en el cruce fronterizo entre México y Estados Unidos.
A veces las muertes suceden del lado de México. Otras los arrastra el río por Texas. Muchos desaparecen en el desierto y sus restos son encontrados años después. “El sur de Arizona ha sido donde técnicamente más migrantes han perdido la vida, en el desierto”, detalla Alonso. “Se desorientan y acaban perdidos en océanos de arena”. Otros naufragan en embarcaciones improvisadas que pretenden llegar a las costas de Florida.
Las historias tristes se repiten, aunque a veces se encuentran las de final feliz. Emma Sánchez de Paulsen ha podido regresar a su casa tras pasar 11 años en el exilio separada de su marido y sus hijos. El más pequeño tenía dos meses cuando la deportaron “¿Cómo pueden creer que son correctas unas leyes que separan a una madre de niños pequeños, que la separan de sus bebés? ¿Cómo pueden creer que es correcto dejar a unos niños sin su madre?”, denunciaba en su testimonio. En 2015 se volvió a casar con su esposo en las playas de Tijuana, junto al muro que separa los dos países. “El muro separa familias pero no sentimientos. El amor no tiene fronteras, ni raza, ni religión. Y nosotros somos una forma perfecta de demostrarlo”, declaraba Sánchez de Paulsen en su grabación. A finales del año pasado logró dos perdones del Gobernador de California, pudo regularizar su situación y hoy ya vive con su familia en Estados Unidos. “Su caso da esperanzas a otros deportados que un día vieron como unas leyes deshumanizadas destruyeron sus vidas y las de sus familias”, concluye Alonso, experto en documentar las historias que truncó el sueño americano.