Idilio frustrado

“Castillos con altas almenas,
mozas arrogantes y esquivas quisiera yo conquistar.
Audaz es la empresa, espléndido el galardón.
Mozas y castillos, todo se ha de rendir.”

– Goethe. Fausto

 

Quise casarme con una pintura. Sí. Con una pintura. Marco, lienzo, óleo y la mujer que en él alberga. Bello sueño. Molto bello. No me hubiera casado con la modelo si viviera. De ella me atrajo su belleza. Una belleza idealizada: la de un desnudo del alma. Y dudo que la vida real con su cruel sinceridad pudiera ofrecerla.

La sensibilidad de Modigliani me impulsó en este sueño. Anhelo, pasión delirante, mórbido y prohibido deseo. Puso lienzo, óleo, mujer, mirada y alma en una pintura que se asemeja mucho a un poema.

Por eso decidí robármela.

Sería yo quien en adelante le daría abrigo, sustento, compañía y un hermoso marco en donde apoyarse. Todas las mujeres necesitan eso. Sí. Excepto el marco. Y una mirada. Sí. Toda pintura y toda mujer necesitan una mirada.

Su dueño era un museo: Reverenciado. Viejo. Rico… Despiadado.

En su camino a diario se atravesaban cientos de turistas que no sabían apreciarla y, al pasar junto a ella, despreciándola, decían: ¡Apúrate! Vamos  a ver a la Mona Lisa. ¡Imbeciles! ¿Qué pueden  saber de arte? Shorts. Sandalias. Backpack. Handycam y boleto de avión viaje redondo. Pero sin la menor idea de la belleza. Su mayor ambición cultural: tomarse una foto junto a la torre Eiffel.

Por eso decidí robármela.

Todo iba bien. Despojada de su marco, se acurrucó con ternura en mi mochila. Se quedó quietecita sin decir nada. Quería venirse conmigo. Y yo, feliz y ufano de mi osadía no pensaba en otra cosa sino en poseerla sólo para mí. Dormiría al lado de mi cama y nunca ninguna otra mujer o pintura alguna arruinaría esta felicidad… aunque, en honor a la verdad, sufrí mucho al tomar la decisión, pues también amaba sobremanera a la Venus de Botticelli. ¿Cómo no amarla? Su delicadeza es incomparable. Pero la hermosa Ciprigenia, la risueña Afrodita que surge de la espuma para regalo y desdicha de los mortales lamentablemente no puede ser robada: el buen Sandro cometió el error de pintarla en un fresco. Y a pesar de su gracia y aparente ligereza pesa toneladas. Así, tomé mi decisión: en adelante viviríamos juntos. No podía soportar la idea de que con la inseguridad de los mercados bursátiles o apremiados por la necesidad de reparar alguna vieja cañería los directores del museo la enviaran a una subasta y algún viejo libidinoso y rico le pusiera las manos encima para encerrarla en una bóveda y hacerla suya suya para siempre.

Por eso decidí robármela.

Todo iba bien. Ella cooperaba. Ya casi lo lográbamos. Y entonces… sonó la alarma: empezó a aullar como perra enloquecida: ¡Auuuuu!, ¡Auuuuu!, ¡Auuuuu…! ¡Pip!, ¡Pip!, ¡Pip…!

Y luego la policía. Y luego el caos. Ya no hubo paz. Quieren quitármela. No lo permito. La tomo de rehén. Saco mi navaja suiza y, en un acto de desesperación y genuina locura, extiendo la pintura contra mi pecho y amenazo con degollarla ahí mismo. Ahí. Donde el cuello había sido dibujado con las líneas más exquisitas. Líneas modiglianescas, “líneas trémulas, a menudo tan delicadas y finas que parecen el espíritu de una línea…” por citar a Cocteau. Ahí dirigí el cuchillo, por fortuna, los nativos de esta ciudad saben mucho de arte. ¡Mon Dieu! Exclamaron, al  ver semejante acto llevado a cabo por el amor y la desesperación. La amenaza fue tomada en serio. Todos contenían la respiración mientras hacia mis demandas. Un marchante de arte se desmayó. Una estudiante, que preparaba su tesis sobre Modigliani se desgarraba las ropas, temerosa. ¡Je! Vieja loca. Histérica. Si me conociera un poco sabría que soy incapaz de hacerle daño. Pero por lo pronto soy sólo el ladrón en apuros. “El secuestrador y su amada”, haría un buen titulo para un cuadro. Y sería tan famoso como El rapto de las Sabinas, algún pintor, inspirado por este épico hecho lo creará algún día. Espero. Los paparazzi, aglutinados por decenas al exterior del museo hacían sus tomas para las revistas del corazón. Un cura, apoyándose en su cruz, lanzaba improperios y, excomulgándome, juraba que al morir no iría al cielo y no se me concedería la gracia de conocer a Rafael. El corazón me dio un vuelco. Este era un cura elocuente y sagaz. Y aunque no conocería a Rafael, de seguro conocería a Modigliani. Él está en el infierno. Modi. Maudit. Maldito. Nadie, una vez nacido, puede evitar su destino. Hado funesto. Se lleva impreso en el nombre. En la sangre. Seguramente le facilita el trabajo a las parcas ponerle a sus futuras victimas un nombre que los haga fácilmente identificables. Como una dirección. No sea que se vayan a escapar. Y Jeanne ¿por qué saltó por la ventana? Seguramente le amaba. Malditas moiras, no se les aplaca con nada. En fin. Es bien sabido que los grandes artistas nunca mueren y aunque seguramente Rafael está pintando sus madonnas para el todopoderoso, con mayor seguridad Modigliani debe estar pintando sus desnudos en el infierno. Y modelos no le deben faltar. Ahí está la argiva Helena de seguro. Y Cleopatra. Y todas las majas de Goya. Y les demoiselles de Picasso. Y ahí de seguro se va ir la vecina de al lado. Haría un buen desnudo. En tanto no abra la boca. Mis demandas fueron clásicas: carro blindado con tanque lleno, escolta al aeropuerto, dos boletos de avión a Río, clase ejecutiva y trescientos mil dólares para gastos, en billetes sin marcar. Estuvieron de acuerdo conmigo en todo. Y todo me fue proporcionado con prontitud. Al fin y al cabo ¿quién, abusando de su poder, no se ha robado una obra de arte? Lo hicieron los ingleses, y también los franceses, y los alemanes, los rusos, los ingleses, los españoles, los turcos, los ingleses y casi todos en este loco mundo. ¿Mencioné también a los ingleses? ¡¡¡Malditos ingleses!!! ¡Cómo se atrevieron a desmantelar el Partenón? Esquilo, en toda su grandeza, nunca hubiera podido concebir semejante tragedia. Maldición olímpica: para los ingleses el hades, el tenebroso inframundo. O mejor aún: que una serpiente marina los devore a todos junto a sus hijos, como al Laocoonte. Sí, eso sería mejor. Sucederá. Claro que sucederá. Los dioses no olvidan.

Por eso decidí robármela.

Lo importante es que no se destruya el arte. Por eso me dejaron ir. Y por eso, ella, cuando íbamos subiendo al avión, y ellos, enjugando sus lagrimas se encontraban, ella —mujer al fin—, cambió de parecer: deslizándose de mi mochila decidió quedarse en su patria adoptiva, sellando con ello mi infausto destino: No se celebrarían las alegres nupcias, los adorables querubines de Rafael no entonarían el Ave Maria en nuestra boda y las ligeras palomas de Picasso no levantarían el vuelo a las afueras de una difuminada, brumosa catedral, como las que Monet tanto gustaba de pintar.

Quizás se asustó. Quizás se ofendió. Quizás, sólo mujer al fin. Pero lo juro: nunca le hubiera hecho daño.

Por eso hoy aquí, solo, loco y viejo, en este manicomio, nadie me cree cuando les digo que quise casarme con ella, que por un momento la tuve entre mis brazos. Que en ellos albergué la pureza de su mirada, la belleza de sus formas, el aliento de su espíritu. Su inmaculada gracia. Por ello, si te gusta el arte y en alguna ocasión, por merced divina te es permitido el contemplarla, recuerda que por un instante fue mía. No veas sólo el desnudo de un cuerpo, sino, observando con detenimiento, aprecia la apariencia que tiene la luminosa vestimenta del alma. El arrobador vestido del espíritu. Y dale gracias al cielo, a Modigliani, o a quien sea, por la belleza.

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