Movimiento #MeToo: La vergüenza ha cambiado de bando

Texto original de Esperanza Bosch 1Profesora Titular de Psicología en la Universitat de les Illes Balears (UIB), investigadora principal del Grupo de Investigación competitivo ‘Estudios de Género’ y directora del Máster Universitario en Políticas de Igualdad y Prevención de la Violencia de Género de la UIB., para Agencia SINC.

En los años 70 del siglo pasado, un grupo de académicas feministas americanas dio nombre al acoso sexual como fruto del análisis de sus propias experiencias con los hombres en el mundo laboral. Con ese término se referían a un comportamiento masculino que negaba el valor de las mujeres en el ámbito profesional y que, aunque superficialmente tenía apariencia sexual, constituía, en realidad, un ejercicio de poder.

Desde ese momento, el término se fue incorporando tanto a las legislaciones de diferentes países como a la investigación y los estudios universitarios. Al poco tiempo, organismos internacionales ofrecieron definiciones amplias y lo incluyeron como una forma más de violencia de género.

Todo ello podría hacer presagiar, ingenuamente, que a partir de entonces el tema saldría a la luz y se podría combatir con una cierta eficacia. Pero no fue así. Se daba la paradoja de que estos comportamientos quedaban escondidos tras una cortina oscura, de tal manera que, aunque se sabía que sucedía, y mucho, casi nadie se atrevía a denunciarlo y las pocas valientes que sí lo hacían pasaban un calvario en el que se ponía en duda su credibilidad y su moralidad.

Incluso, de tan frecuentes, muchos comportamientos de acoso sexual se ‘naturalizaron’, de modo que no eran percibidos y, por tanto, tampoco denunciados. Eran cosas que sucedían… y poco más. Sin embargo, sus consecuencias sí son visibles, y las mujeres que han sufrido estas situaciones lo saben: estrés emocional, humillación, ansiedad, depresión, ira, sentimientos de impotencia, fatiga, trastornos del sueño y de la alimentación, baja productividad y absentismo laboral son algunas de las secuelas, junto con vergüenza y sentimientos de culpa.

¿Derecho a importunar?

Naturalmente, desde el primer momento se diferenció claramente el acoso sexual de la seducción. De manera esquemática, podríamos decir que el acoso es a la seducción lo que la violación al sexo. Se trata de dominación y control, se alimenta de creencias misóginas y no necesita disfrazarse de ninguna sutileza. El acosador presiona a su víctima con artimañas y amenazas. Es acoso es un ejercicio de poder, ni más ni menos.

El movimiento#MeToo rasga la cortina y deja al descubierto la brutalidad de una realidad que representa la esencia misma del patriarcado: aquel privilegio ancestral masculino según el cual cualquier hombre tiene derecho a acceder al cuerpo de cualquier mujer, cuando quiera, como quiera, sea quien sea la mujer, tenga la edad que tenga, sin ninguna consideración hacia los deseos de ella, ignorando su rechazo o su asco. El acceso puede consistir en opinar sobre su físico, hacer comentarios soeces en público o en privado, tocar, manosear, meter mano, chantajear y forzar.

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Por esto es tan relevante el momento en que alguien se atrevió a decir que el emperador iba desnudo e hizo posible que otras muchas gritaran “a mí también me ha pasado”, “yo también lo he sufrido”, “sé de lo que estáis hablando”… y tiene que acabarse.

Y esto es así por primera vez. Nunca antes se había dado un movimiento tan amplio y liderado por mujeres famosas, de alguna manera poderosas, que dan los nombres y apellidos de sus agresores, que explican con todo detalle sus traumáticas experiencias y que ofrecen un espejo donde muchas otras, ni tan famosas ni tan poderosas, se pueden mirar y reconocer.

La vergüenza ha cambiado de bando

Tanto las más mediáticas como las anónimas sabemos diferenciar entre acoso y seducción. No somos damiselas puritanas que no entienden nada de la vida. De ahí que resulte tan irritante y tramposo el manifiesto de las cien intelectuales francesas, porque insulta a las víctimas, desalienta a las que lo están sufriendo y todavía no lo han denunciado y banaliza la violencia de género.

Estos días se han recordado las palabras de Simone de Beauvoir en las que afirmaba que el agresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos. Ni es la primera vez ni será la última. Lo realmente importante, y espero que imparable, es que se rompió el silencio y la vergüenza cambio de bando.

Es hora de que se entienda, por fin, que el acoso sexual es una manifestación de poder, que el acosador no es un ligón simpático e inofensivo ni un seductor compulsivo, sino un depredador sexual que marca el territorio y demuestra su poderío, que no está dispuesto a aceptar un “no” por respuesta y sabe que cuenta con la complicidad de la manada. No seduce. La seducción es un juego entre dos iguales. El acosador agrede, pisotea los derechos de su víctima y colecciona sus “conquistas” como trofeos de caza.

El acoso sexual debe dejar de considerarse un tema menor y convertirse en objetivo fundamental en la lucha por la igualdad real entre mujeres y hombres. Hay que ser conscientes de su auténtico significado y de su letal gravedad.

Bienvenida la campaña #MeToo y todas aquellas que se unan a ella. Propongo que sean las universidades las que den un paso al frente en este sentido y también se comprometan a romper los silencios cómplices. Ojalá muchos hombres entiendan de una vez que una cosa es seducir y otra violentar, que una cosa es sexo y otra muy diferente, dominación; y que los privilegios a menudo son ilegítimos y embrutecen a quienes los ejercen.

Referencias

Referencias
1 Profesora Titular de Psicología en la Universitat de les Illes Balears (UIB), investigadora principal del Grupo de Investigación competitivo ‘Estudios de Género’ y directora del Máster Universitario en Políticas de Igualdad y Prevención de la Violencia de Género de la UIB.
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