Italia 2017: el fracaso de una selección, el declive de un país
Cuántas veces en la vida leemos o escuchamos la frase: se los dije. En un mundo de falsos profetas es bastante común escucharla. Como es una obviedad, me molesta usarla como argumento central, pero esta vez, no pude evitarlo.
2 de julio de 2016, después de un partido intensísimo y una extensa tanda de penales —18 en total—, Alemania venció a Italia en cuartos de final de la Eurocopa. Frente a los campeones del mundo, los azules —que no contaban con los favores del pronóstico— salieron de la competición con todos los honores, reconocimiento y aplausos de seguidores y adversarios. A pesar de la eliminación me sentí un aficionado orgulloso y eso no pasa seguido, pero también, y aquí radica mi profecía, tenía preocupación por el futuro que plasmé en un post de Facebook:
“Al final hay el futuro y una preocupación. El riesgo que el cariño que esta selección ganó, se convierta en indulgencia hacia la gestión del fútbol, donde los grandes clubes no muestran ningún interés en invertir en los jóvenes italianos”.
Lo escribí porque ya antes de la Eurocopa juzgué a esa selección en términos muy duros. Podía observar la decadencia tan solo al repasar los nombres de los jugadores que formaron esa selección. Con excepción de Buffon y De Rossi no había ninguno de los que en 2006 ganaron el mundial. Si bien es normal que haya renovación en los equipos, el dato inquietante es que ninguno de la nueva generación estaba a la altura de los que conquistaron Berlín.
Hace año y medio dos factores maquillaron la situación: el liderazgo en la banca de Antonio Conte, uno de los mejores entrenadores a nivel mundial —prueba de ello fue la conquista de la Premier League en su primer año— y la solidez de la BBC —defensa de marca juventina—: Bonucci-Barzagli-Chiellini.
Ambos factores se desvanecieron en un año: Conte dejó la selección, dejando su lugar a Gian Piero Ventura, un entrenador con una carrera de mediano nivel, cuyo mayor logro había sido mantener al Torino en Serie A; sin duda un dato positivo ya que por décadas varios se habían sucedido a la dirección de ese equipo sin lograrlo, pero muy poco para alguien que venía llamado a una responsabilidad de nivel internacional y bajo fuertes presiones.
Hoy muchos culpan a Ventura de lo ocurrido y quieren convertirlo en un chivo expiatorio. Que quede claro, el seleccionador tiene gran responsabilidad en el fracaso de los azules, pero culparle solo a él es mezquino, injusto y puede convertirse en el pretexto para seguir perpetuando un sistema que, si bien garantiza muchos ingresos y negocios jugosos, no sirve para tener un selección competitiva.
Culpar al seleccionador no es una novedad, aunque el caso de Ventura es distinto al de sus antecesores. Antes la culpa consistía en dejar en la banca a grandes campeones que abundaban —imaginen el dilema de decidir entre Baggio, Totti y Del Piero para la alineación titular—. Hoy quien dirige la selección enfrenta el problema opuesto: la falta de verdaderos campeones.
El otro factor, la BBC, también decepcionó, sobre todo por la crisis de identidad de su jugador más representativo, aquel Bonucci que al pasar al equipo de Milán parece haber olvidado aquello que lo que lo hizo un gigante en la última Eurocopa. Aun así, la defensa de los azzurri, con excepción de la derrota contra España, ha seguido mostrando cierta solidez y difícilmente podemos responsabilizarla del fracaso.
En la cancha el mayor problema se dio de medio campo hacia adelante, donde hoy reina la mediocridad. Dos ejemplos emblemáticos bastan: primero Verratti, que por años ha sido presentado como el heredero del maestro Pirlo, aunque de maestro no haya demostrado nada. Ni los pies ni la visión ni la genialidad; el otro es Insigne, quien lleva la camiseta 10 que perteneció a diversos artistas y genios del fútbol, pero que nunca ha replicado en selección las jugadas que hace en el Nápoles.
La diferencia entre los resultados de hoy y lo mostrado el año pasado es simple: esta vez la selección no pudo ocultar su mediocridad. Una pequeñez que es hasta etimológica: el nombre de su seleccionador, Ventura, traducido en español significa suerte. Y, efectivamente, en estos meses lo único que parecía poder salvar a la selección del Apocalipsis, era la suerte. Otra ironía está en el nombre de su delantero más representativo: Immobile. También en este caso la traducción del nombre es impiadosa: inmóvil. Inerte como el juego de un equipo sin ideas, sin ambiciones, sin ganas de ser grande.
El fútbol italiano pretendió sobrevivir con mediocridad, inmovilismo y suerte. En pocos años pasó de ser un referente en el mundo a la autodestrucción por efecto de la miopía y megalomanía de los dirigentes de los clubes; esos tipos de escritorio que en lugar de pensar en términos de planeación y proyectos, sólo entienden la lógica del billetazo que tiende a comprar a jugadores más taquilleros y de preferencia extranjeros.
Basta con dar una mirada rápida a la Serie A, la primera división italiana, para entender cómo la mediocridad y el inmovilismo dominan el sistema. En la década de los noventa, cuando todavía la selección nacional era competitiva en mundiales y torneos europeos y los clubes italianos eran los más temidos en las competiciones continentales, la Serie A estaba integrada por 18 equipos y cada año los últimos 4 descendían a la segunda división. Después de varias reformas, cuyo único sentido era generar más dinero, hoy la liga tiene 20 equipos, pero solo 3 descienden. Los números son claros: antes descendía un equipo de cada cuatro, hoy uno cada casi siete. Es evidente que este modelo premia equipos de bajo nivel, ya que requiere menor esfuerzo garantizar su permanencia en la primera división.
Desde hace más de un año existían todas las razones para entender el fracaso de esta eliminatoria, pero es hasta hoy que los italianos, y los amantes del fútbol en general, se dan cuenta.
¿Cuál será el futuro de la selección italiana? Es difícil saberlo ahora, aunque no se ven en el horizonte razones para ser optimistas. Una cosa es cierta: Italia es un país donde el fútbol describe el estado anímico del país. En los años ochenta el triunfo en el mundial coincidió con una década de crecimiento económico y entusiasmo, pero también de derroche y corrupciones. En los noventa y en la primera mitad de la década pasada, tanto el país como el fútbol parecían haber alcanzado la madurez necesaria para ser protagonistas sin perderse en los excesos. Llegó entonces la crisis de la última década, tanto futbolera —en las últimas 2 competiciones mundiales en 2010 y 2014, la selección ganó apenas un partido de 6 y en ambos casos salió eliminado en la fase de grupos—, como política, económica, social y cultural.
Hoy Italia es un país con un gran pasado, pero incapaz de pensar en su futuro. Un país prisionero de la cultura de la mediocridad, del inmovilismo y de la suerte. Puede ser que mi diagnóstico sea muy duro y alguien dirá que es efecto del enojo, pero una cosa es indiscutible: el fútbol es la máxima expresión del sentimiento de los italianos. En los tiempos del catenaccio reflejaba un país que con el trabajo y el sacrificio estaba dispuesto a salir de la pobreza a cualquier costo; pero hoy, lamentablemente, refleja un país sin ideas, que quiere sobrevivir en lugar de sobresalir.